“La ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha dejado de ver el dolor de los otros.”
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
El anuncio realizado por el Presidente de la República en su Cuenta Pública del 1 de junio de 2025, sobre la transformación de Punta Peuco en una cárcel común, marca un punto de inflexión en la relación del Estado con su propia memoria. No se trata de un cierre, sino de un acto simbólico y político de enorme relevancia: el fin de un régimen penitenciario de privilegios para condenados por crímenes de lesa humanidad.
Con la toma de razón por parte de la Contraloría General de la República, la medida dejó de ser una intención presidencial para convertirse en una decisión de Estado. Punta Peuco, durante casi tres décadas, encarnó la persistencia de la impunidad y del negacionismo institucional: un espacio excepcional dentro del sistema penitenciario, construido en los años noventa como concesión política a un poder militar que todavía imponía su sombra sobre la democracia naciente.
En ese recinto, los responsables de torturas, desapariciones y ejecuciones gozaron de condiciones que distaban mucho de las que enfrentan los presos comunes. Esa diferencia material y simbólica era, en sí misma, una forma de negacionismo: un recordatorio de que en Chile aún existían ciudadanos con derechos especiales, incluso después de haber violado los derechos humanos más elementales.
Por eso, convertir Punta Peuco en una cárcel común no es un gesto de revancha, sino un acto de justicia y coherencia. Justicia, porque reafirma que todos los reos deben estar sometidos al mismo régimen penitenciario. Coherencia, porque ningún Estado que se define como democrático puede sostener un espacio de privilegio para quienes atentaron contra la dignidad humana en nombre del propio Estado.
Sin embargo, mientras se avanza en esta dirección, persisten las voces que intentan deslegitimar las políticas de memoria. Por estos días, las críticas al Plan Nacional de Búsqueda son un ejemplo de cómo aún cuesta asumir responsabilidades colectivas frente al pasado. Lo que debiera ser un consenso —la búsqueda de los más de mil detenidos desaparecidos que siguen sin ser hallados— se transforma, para algunos, en un terreno de disputa ideológica.
Resulta profundamente complejo para una sociedad democrática que la búsqueda de la verdad sea interpretada como un acto de venganza. Confundir memoria con resentimiento o justicia con revancha refleja una fractura moral que todavía no logramos sanar. El Plan Nacional de Búsqueda busca restituir humanidad a quienes fueron despojados incluso de su identidad y entregar verdad a las familias que siguen esperando.
El negacionismo, en todas sus formas, impide que el país cierre sus heridas. Mantener cárceles de privilegio o descalificar el esfuerzo por encontrar a los desaparecidos son expresiones de una misma ceguera: la de no querer ver el dolor de los otros, ni reconocer la deuda ética que aún arrastra nuestra democracia.
Transformar Punta Peuco en un penal común y fortalecer el Plan Nacional de Búsqueda no son gestos políticos: son actos de verdad, reparación y respeto. Son señales de un Estado que deja atrás la indiferencia y asume su responsabilidad frente a la memoria y la justicia.
Porque en un país donde el dolor fue negado durante tanto tiempo, cada paso hacia la igualdad y la verdad —por pequeño que parezca— es un triunfo de la dignidad sobre el olvido.
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Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano (PUC); Politóloga (PUC); y Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local (Universidad de Chile).
