En kioscos: Junio 2025
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Chile, el país de las constituciones fallidas. Por Álvaro Vogel Vallespir

En los albores de nuestra historia republicana, la gran conclusión del primer Congreso Nacional fue la elaboración de un intento por ordenar el Estado a través de una Carta Magna; empero, en estricto rigor, fue un reglamento sencillo de pocas páginas. Sin embargo, uno de los desafíos del liberalismo era la constitucionalidad y dotar de un marco jurídico al nuevo paradigma político. Chile era una nación con nula experiencia y su proceso de emancipación estuvo en medio de un limbo; por lo tanto, no tenía mayor claridad de cómo organizarse, aunque en teoría conocían las ideas políticas de la modernidad. Además, el Primer Congreso –uno de los más antiguos de América– fue una copia sin sustanciales cambios sobre lo que ocurría en otros países con contextos algo diferentes al nuestro.

Bernardo O’Higgins no tenía un buen concepto sobre el Congreso; aun así, fue diputado representando la zona sur del país, que por aquellos años rivalizaba con la aristocracia que residía en Santiago. Si bien O’Higgins tenía buenas intenciones para la patria, creía que el parlamento era pueril y falto de experiencia. De forma opuesta, José Miguel Carrera no era retórico, pero sí impetuoso. Mediante un golpe de Estado, tiró por tierra la organización de la Primera Junta de Gobierno, que fue una respuesta coyuntural a la situación del país, de paso inaugurando con este golpe una solución visceral que cada cierto tiempo se repite a lo largo de la historia nacional.

Doce constituciones después –varias de ellas sin materializarse– seguimos empantanados en las coyunturas. ¿Llegará la madurez para poder escribir un texto con mirada a largo plazo sin caer en cálculos partidarios mezquinos? ¿Alguna vez primará el bien común sobre la contingencia inmediata?

Con el advenimiento del protagonismo político de José Miguel Carrera, en 1812, este padre de la patria redacta un reglamento que para algunos especialistas se puede considerar como una pequeña y primera Constitución. Carrera logró plasmar parte del pensamiento liberal de su paso por Europa y América en concordancia con ideas modernas ilustradas posteriores a la Revolución Francesa. Sin embargo, Chile atravesaba una seguidilla de pequeñas guerras civiles de ámbito elitista que dilataban aún más la consolidación de la República.

El texto de 1812 es, sin lugar a dudas, un maquillaje formal para establecer distancias con España y así pavimentar la independencia, que era el pensamiento dominante de muchos. La carta carecía de una mirada a largo plazo y se dejaba entrever el peso de la elite de Santiago y un marcado centralismo donde, en la práctica, todo el poder y el nivel de decisiones recaen en el senado compuesto por siete personas, es consecuencia, política de salón que se va a repetir en otras épocas de la historia (autoritarismo, burbuja parlamentaria, congresos termales y parlamentos de pasillos por nombrar solo algunos). ¿Cuánto de eso ha cambiado? Por cierto, la fragilidad del país hizo que esta propuesta de un norteamericano fuera desechada en 1813

La propuesta de 1814, en las postrimerías de la Patria Vieja, le traerá dividendos insospechados a mediano plazo a Bernardo O´Higgins, que, junto con Carrera, son los dos personajes más gravitantes de las primeras décadas de nuestra patria de antaño, aun cuando el primero nunca más pisó tierra chilena y el segundo fue fusilado allende los Andes.

El reglamento originó la fórmula del Director Supremo, dignidad que, con modificaciones, fue más adelante una caja de Pandora para O’Higgins. Al final, su abdicación se debió en parte a la ambición del cargo y algunas malas decisiones, aunque sus esfuerzos fueron sinceros y claros por enmendar el curso de la patria. Al fin y al cabo, antes de irse a Perú, ofreció su pecho y corazón por si alguien quería cobrarse revancha.

Este reglamento se diluyó con el tiempo, pues sencillamente, mientras las élites criollas se desgastaban mediante rencillas, España tomaba palco y preparaba el golpe despiadado de la reconquista de una forma cruel y dura, pero un buen aprendizaje para los chilenos de esas décadas, debido a que, en el dolor, el exilio, en la violación, en el saqueo, en la pérdida material y en la vergüenza, sacaron las fuerzas y la convicción para seguir armando la idea de la patria independiente frente al rostro descubierto de los españoles ambiciosos.

La constitución de 1818 tuvo una duración más que aceptable dado el caos de la época. Por supuesto, se conjugaron algunos elementos de unidad: la gesta del cruce de los Andes, el milagro de Maipú y la firma de la independencia, por nombrar unos cuantos.

Aunque las ideas plasmadas fueron liberales y acordes con el hito de 1789, el poder recae nuevamente en una sola persona y los miembros del legislativo de forma vulgar y sencilla fueron los títeres del director supremo, quien además podía observar y cautelar las leyes; en la práctica se convertía en un jefe lleno de autoridad. Era que no, la constitución arrastraba también un vicio de la mismísima Revolución Francesa: el poder no era para todos, a fin de cuentas, solo para la burguesía. Finalmente, el plebiscito de la constitución de 1818 tuvo presión pública; el voto en contra no era secreto, por ende, el resultado fue una mayoría abrumadora. ¿Manipulación? Otra época, otros pensamientos; si hay similitudes hoy, es parte del aprendizaje nacional.

Existe una nutrida historiografía y extensos debates en torno la salida de O’Higgins donde la guerra civil marca el fin del periodo inicial de la emancipación nacional. En lo antagónico de las posturas radica lo hermoso de la historia y el oficio del historiador; por ende, les dejo las principales interpretaciones que no son mías precisamente: Anarquía, aprendizaje político, ensayos políticos fracasados, la búsqueda de la constitución ideal, caciques y liderazgos políticos, la década de los caudillos… entre otras; lo claro es que hay dos constituciones, ambas excluyentes, que podrían servirnos para predecir el conflicto civil de los años treinta, en tanto la tercera carta, La Federalista, no fue tan decisiva.

Ya hemos mencionado tres intentos fallidos donde se puede apreciar la falta de madurez en unos de los periodos de mayor inestabilidad del siglo XIX. No obstante, no serán las únicas cartas sin ver la luz legal; en la historia reciente lanzamos al tacho de la basura dos marcos legales escritos de forma inédita por ciudadanos en su inmensa mayoría. En este salto de fallos hay muchas cosas distintas; por ejemplo, según el censo de 1854, la tasa de alfabetización era 1 de cada 9 personas; hoy 97% sabe leer y escribir. Además, las últimas propuestas fueron regaladas en la calle, publicadas de forma online, relatadas y resumidas en portales, canales de TV, radios y un amplio abanico de difusión. Valga denunciar que algunas personas y sectores tergiversaron y desinformaron las propuestas aprovechándose de la falta de educación. En definitiva, ¿cuántos de los votantes en el último plebiscito con el mayor padrón de la historia leyeron a conciencia la propuesta? ¿Quiénes realmente la entendieron? ¿Qué medios se esforzaron por dar una información sin matices subjetivos o derechamente no cayeron en malas interpretaciones?

La guerra civil ganada por los conservadores y el nacimiento de una leyenda política en la figura de Diego Portales instauraron una idea de hegemonía presidencialista plasmada en una constitución que duró 92 años en la arena política y republicana. Por supuesto, fue reformada por los personeros liberales, ya que de otra forma no habría durado tanto.

La carta fue otra vez —como siempre— la respuesta a una coyuntura, en esta oportunidad a la guerra civil. Fue un dictamen a un desorden interno y, sorpresa, nuevamente centraba el poder en la menor cantidad de manos posibles. En síntesis, la participación popular fue nula y hablar de democracia en el siglo XIX sería un excelente ejemplo del concepto de utopía. El XIX fue un siglo elitista y oligárquico con un sistema electoral manipulado hasta el límite de lo permitido, con un universo de votantes poco representativo; al final del día, un modelo censitario donde los apellidos que no fueran vinosos y que no contaran con educación, bienes raíces y sueldos amplios eran bajados sin miramientos. La carta del 33 era el premio para la hegemonía conservadora, ¿bien común? Poco y nada.

En la carta Portaliana, el poder quedaba en manos del poder ejecutivo; la religión oficial era la católica, apostólica y romana. Más que la religión profesada de forma pública, separar la Iglesia del Estado fue, junto con la administración de la educación, el gran caballo de batalla entre los conservadores y liberales; en los demás temas los bandos se amaban sin rencores.

Pese a la sombra de Portales que se proyecta durante el siglo, el texto fue lo suficientemente flexible para ser reformado conforme evolucionaban los contextos. Con todo, el periodo decimonónico se trató de equilibrar una balanza y, acercándonos al ocaso del siglo, el poder se fue inclinando hacia el parlamento, lo cual, en conjunto con las actuaciones de Balmaceda, terminó en otra guerra civil. Lo preocupante en la historia de Chile radica en que cada vez que se cambia una carta (o se modificaba), se generaba un terremoto social y político que terminaba algunas veces en violencia de Estado.

Nunca hemos tenido una constitución que abarque de manera natural temas que pavimenten un contrato social justo para todos, ya que las cartas oficiales son respuestas a presiones muy contextualizadas. Por ende, necesidades sencillas y elementales que requieren los chilenos del siglo XXI están ausentes. Por ejemplo, estudiar sin generar deudas en un país que presenta aranceles mensuales tan elevados que violan el derecho humano a la educación. ¿Les interesa a los representantes del Estado tener un país instruido? Otro tema no menor que presenta ausencia es atenderse de forma eficaz y rápida en un centro de salud, tener acceso más económico a un elemento vital como es el agua, vivir sin contaminación. Podría seguir con la lista, pero son preocupaciones que no tienen por qué ser una piedra en el zapato para el Estado, pues son aspiraciones civilizadas de una nación que ya dejó la infancia de los primeros 200 años.

La Constitución de 1925, escrita en ese año, aunque aplicada en 1932, es decir, entre el primer y el segundo mandato del León de Tarapacá, es otra muestra de una solución precisa al momento político de la época. En la práctica fue un golpe a un parlamentarismo estéril, falto de ideas, pero muy cómodo en sus círculos cerrados de privilegios, tan ciego que vendó sus ojos a la cuestión social donde, paradójicamente, las ganancias del salitre fueron brutalmente altas.

Retrocedemos entonces al viejo cuento y le pasamos el poder al presidente y, por enésima vez, la separación de poderes del estado a veces cae en la retórica. Estos gallitos de fuerza que van a terminar una vez más en una solución violenta. En la década del 70 experimentamos un nuevo golpe de Estado. Pero de forma inédita ya no es intraoligárquico; pues queda hasta hoy en la retina social y representa una herida abierta.

Sin embargo, la carta del 25 separó la iglesia del Estado, aunque en buen chileno ya “había pasado la vieja”, ya que la separación fue en el papel, pues en la práctica fue a menudo un tema valórico y cultural de la población. En términos filosóficos, como dijo Hegel, “la filosofía siempre llega tarde”; acá aplica esta analogía en la política. Hay que ser justos en señalar que es la primera constitución donde se aprecia claramente la idea de que el Estado como institución se preocupa de temas de desarrollo social, político, económico y cultural. Además del sello de Alessandri, de su preocupación aparente por la clase media y de la querida chusma.

Para el plebiscito de 1980, la historia ya es conocida por la mayoría: el contexto durísimo de un violento gobierno dictatorial con violaciones sistemáticas a los derechos humanos, además de siete años sin la aplicación de la constitución de 1925.

Este nuevo escenario hizo que fuera imperiosa la idea de refundar y volver a escribir otra carta que tiene el mismo hilo conductor que las otras: solucionar una coyuntura específica, pero de miradas a largo plazo, nada. Lógicamente, su origen y su presentación para ser votada fue poco transparente: inexistencia de registros electorales, no se pudo leer el texto, restricción de libertades públicas. En consecuencia, algunos especialistas ponen en duda la legitimidad del resultado, aunque fue abrumador a favor de la nueva carta magna que sigue vigente hoy, modificada, por cierto, en varios puntos que el devenir de la historia ha sabido reestructurar.

Cuando por primera vez en la historia de Chile el país pudo, mediante plebiscito, elegir un cambio en su Constitución y más aún escoger por la vía democrática quienes escribirían las nuevas directrices, entonces viene el estupor: mezquindad partidista, redactores disfrazados de dinosaurios y personajes japoneses, discursos sin sentido, gastos fuera de serie, en definitiva, un trabajo poco serio. Aunque no fueron todos y muchos buenos constituyentes escribieron en silencio y con aplomo cada uno de los artículos, empero lo que quedó en la retina fue un texto largo mal presentado a una población actual que lee poco, que comprende medianamente lo que lee y que se interesa cada vez menos en temas de contingencia.

Si bien hubo espacio para debatir, conversar, exponer ideas y participar de múltiples foros, el texto resultó ser más extenso de lo que se necesitaba, perdió fuerza y fue manipulado hasta el cansancio. ¿Ustedes creen que a cualquiera de nuestros próceres que dieron la vida por la patria les agradaría leer “que se jodan” como argumento para defender una idea?

Al finalizar, nos perdimos no una sino dos veces la oportunidad de escribir una carta sin tintes políticos, pues lo que necesitábamos era algo sencillo: el Chile que queremos a mediano y largo plazo, como soñamos ver a nuestros hijos y nietos: bien educados, con un sistema de salud justo, con respecto al medio ambiente, con una patria más hermosa. Por ende, si se da nuevamente la instancia, a eso debemos apuntar, a ver el Chile que necesitamos, dejando de lado la sucia política de salón que a nadie beneficia.

Álvaro Vogel Vallespir
Historiador y profesor de historia

Compartir este artículo