Los resultados del Censo 2024, dados a conocer recientemente, no son solo números y estadísticas: tienen la aspiración de ser el reflejo de un país que muta aceleradamente, aunque sin estridencias. Chile, en su silencio estadístico, enfrenta una metamorfosis que desafía todas sus estructuras sociales, económicas y culturales. Más allá de lo que muestran las cifras como por ejemplo el envejecimiento y la concentración urbana, lo que emerge es una fotografía sobre el modelo de sociedad que construimos —o que dejamos de construir— frente a las demandas de un mundo en crisis.
Las cifras del Censo muestran tendencias que ya se han consolidado como parte del panorama de nuestro país, a nivel demográfico estamos en medio de un proceso de envejecimiento poblacional, con un 14% de mayores de 65 años y hogares que se vacían de niños, esto viene a mostrar no es solo un dato demográfico, es el escenario que produjo. Es la crónica de un sistema que glorificó el crecimiento económico sin prever los costos humanos y necesidades materiales que debe enfrentar una sociedad longeva. Ya estamos viviendo en medio de condiciones materiales que hacen el envejecer un problema: pensiones miserables, medicalización de la vejez y la soledad como epidemia son síntomas de una modernidad que prometió autonomía, pero multiplicó las dependencias ocultas, modernidad inconclusa e imperfecta. Cuando el 11,6% de los hogares está habitado solo por personas mayores, cabe preguntarse si el individualismo neoliberal —que redujo la familia a una unidad de consumo— no ha terminado por devorar los lazos comunitarios que sostenían a sus adultos mayores en décadas pasadas, eso sí que con un gran esfuerzo de las familias y en particular de las hijas que sostenían y sostienen a sus padres, cuando hoy se habla de cuidados y cuidadores que encarnan la solidaridad frente al aislamiento y la invisibilidad de las personas mayores.
Otra tendencia que nos trae el Censo es la transformación de los hogares/familias, con un promedio que en los años setenta llegaba a 5 personas pasamos a los resultados del Censo del año 2017 donde el promedio llegaba a 3,1 personas, llegamos finalmente a un con un promedio de 2,8 personas por hogar. Fruto de este cambio es la orientación del mercado de la vivienda desatando un boom de viviendas unipersonales, esto revela una paradoja: mientras el país se enorgullece de ingresar al club de las naciones desarrolladas, sus ciudadanos optan por habitar en soledad. Esta contradicción no es casual. La reducción de la fecundidad —solo el 17,7% de la población tiene menos de 14 años— no responde únicamente a mayor educación femenina o acceso a anticonceptivos. Es también el síntoma de una generación que pospone la maternidad ante la precariedad laboral, el endeudamiento y la falta de políticas de conciliación que ayuden al buen vivir estableciendo algo de equilibro entre los diversos ámbitos de la vida, en particular familia y trabajo, en medio de ciudades que crecen de manera desorganizada y en donde las personas usan una parte importante de su tiempo en traslados, la vida se vuelve un ir y venir de soledad. El hogar unipersonal, antes asociado a la vejez, se convierte así en refugio de jóvenes atrapados entre la autonomía deseada y la vulnerabilidad impuesta.
Una tendencia que habla de nuestro inorgánico crecimiento es La concentración de la población en grandes ciudades, es así que el 40% de la población nacional habita en la Región Metropolitana, esto no es mera preferencia geográfica de los individuos: es la huella de un modelo centralista que convirtió a Santiago en un monstruo devorador de oportunidades que a su vez concentra la esperanza de millones de ciudadanos que buscan en la capital “hacer la vida”. Mientras tanto hay regiones como Aysén se hay proceso paulatino y muy lento de crecimiento poblacional, lo que permite decir que está en curso un estancamiento del crecimiento de la población y, en cambio la Región de la Araucanía supera el millón de habitantes, el mapa demográfico delata las fracturas de un desarrollo desigual. Las migraciones internas no son solo búsqueda de empleo: son el fracaso de un Estado que no logra descentralizar servicios básicos ni contener la fuga de talentos regionales, el modelo de las regiones sigue la misma lógica de concentración que se observa a nivel nacional, las capitales regionales son una cierta “copia” de lo que es Santiago para el resto del país. La paradoja es amarga: mientras las élites urbanas debaten sobre smart cities, miles siguen llegando a ciudades saturadas, donde el sueño de la movilidad social choca con la realidad de los hacinamientos en Quilicura o Lo Espejo, por ejemplo.
Detrás de estos datos hay un fenómeno aún más crucial: el lugar de la mujer en la demografía nacional. Que las mujeres sean el 51,5% de la población no es un dato menor. Habla de una esperanza de vida que se alarga entre desigualdades: ellas sobreviven más, pero también envejecen más pobres, más solas y sobrecargadas de cuidados no remunerados. El censo calla —pero sugiere— cómo el sistema pensiones reproduce la pobreza femenina, cómo los hogares unipersonales de ancianas esconden dramas de abandono, y cómo la caída de la natalidad se entrelaza con la falta de corresponsabilidad masculina en las diversas tareas de la crianza.
Frente a este panorama, Chile enfrenta un desafío existencial: adaptarse a ser una sociedad envejecida, urbana y fragmentada sin perder su cohesión. Se hace insuficiente reformar las pensiones o construir viviendas. Se requiere un cambio de paradigma: desde un Estado que deje de ver a las personas mayores como carga y a los hogares unipersonales como anomalía, hasta políticas urbanas que revitalicen las regiones. El censo 2024 es una advertencia: nuestra transición demográfica no esperará a que la política decida actuar. En sus números está el retrato de un país que envejece sin haber madurado, que se urbaniza sin integrar, y que se individualiza sin haber aprendido a cuidar de sus frágiles mayorías.
Fabián Bustamante Olguín. Doctor en Sociología. Académico del Departamento de Teología, UCN, Coquimbo.
Javier Romero Ocampo. Doctor en Estudios Americanos, USACH, especialidad pensamiento y cultura. Profesor de Historia y Geografía, Sociólogo, Psicólogo.