En kioscos: Noviembre 2025
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Chile: un país sin filosofía. Por Mario Toro Vicencio

Había dejado de creer en la filosofía por los así llamados ¿filósofos actuales?, pero una profunda reflexión, me ayudó a volver a la senda “del amor a la sabiduría”, del conocimiento, de la mente, la consciencia, la ética, el lenguaje, la belleza, la moral.

Se sabe que la historia del pensamiento está basada en las obras de Platón y Aristóteles. Si las teorías racionalistas e idealistas no pueden entenderse sin Platón, lo mismo ocurre con las empiristas sin Aristóteles. Estos dos gigantes del pensamiento llevan más de dos mil años como faro del rumbo de Occidente.

En cuanto a regímenes políticos, Platón afirmaba que el más perfecto era la aristocracia, el gobierno de los mejores. La tiranía y la democracia se encontraría entre los más imperfectos. Aristóteles distingue tres: monarquía, aristocracia y democracia, según el número de gobernantes y sostiene que todos ellos pueden ser buenos cuando el poder se ejerce de forma justa. Todos estos regímenes históricamente están comprobados.

Se dice que el mundo actual dista mucho de ser el mejor, más bien es el peor de la historia universal, pienso. Es un siglo en el que nuestra especie tiene que hacer frente a una multicrisis: crisis ambiental, crisis social, guerras, desigualdad, pandemias. Para luchar contra la crisis ecosocial, la filosofía puede establecer un marco de pensamiento a largo plazo, cuestionar la lógica capitalista y proponer principios éticos nuevos.

La filosofía, en su esencia, busca comprender la realidad, la existencia y el sentido de la vida. Sin embargo, en Chile, la imposición del modelo neoliberal desde mediados de los años setenta ha condicionado la vida de las personas de tal manera que esta búsqueda se vuelve un lujo inalcanzable para la mayoría. La existencia, para muchos, se reduce a la mera supervivencia, y no a una vida con dignidad.

Desde los años ochenta, el neoliberalismo se extendió por América Latina bajo la exigencia de organismos internacionales como el Banco Mundial y el FMI. En Chile, este modelo se consolidó gracias a economistas formados en Chicago, el empresariado y el respaldo del gobierno militar. Este modelo se basa en una economía de mercado con un Estado mínimo, la apertura comercial y el fin de las políticas sociales universales.

El discurso oficial ha vendido el "éxito chileno" como el resultado de la neutralidad del mercado, pero la realidad es que este éxito se ha basado en significativos subsidios públicos a sectores clave como el forestal, el cobre privado y el salmón, lo que contradice la retórica del libre mercado. Esto demuestra que las políticas neoliberales en Chile son "pro-empresariales" antes que "pro-mercado".

La política chilena ha sufrido una transformación crucial, alejándose de los programas de gobierno sólidos y con visión a largo plazo para centrarse en temas específicos. Esta transición es un reflejo de la superficialidad ideológica que ha permeado el sistema. Mientras que los programas son una expresión coherente y filosófica de una visión de país, los temas son respuestas inmediatas y a menudo desconectadas de un proyecto mayor.

Los partidos de derecha, por ejemplo, han utilizado de manera efectiva temas como la migración y la delincuencia para movilizar a sus votantes, sin articular una filosofía de fondo que conecte estas problemáticas con una visión integral de la sociedad. Esta estrategia, aunque políticamente eficaz, desvía la atención de debates ideológicos más profundos, como la desigualdad, la pobreza o la dignidad. Al enfocarse en temas, la política se vuelve reactiva en lugar de propositiva, y el debate se empobrece, ya que no se discuten las causas estructurales, sino solo sus manifestaciones más visibles.

En este contexto, la ideología, que debería servir como el andamiaje intelectual de la política, se ha quedado sin espacio. El modelo neoliberal, al imponer su lógica de mercado como la única verdad posible, ha colonizado no solo la economía, sino también el discurso público. Ha logrado que la discusión se centre en la gestión de la economía y la resolución de problemas cotidianos, dejando de lado las preguntas fundamentales sobre el propósito del Estado y la organización de la sociedad.

La política se ha vuelto una especie de gestión de crisis o un simple manejo de la opinión pública. Ya no se trata de proponer una sociedad más justa o más solidaria, sino de "arreglar" problemas urgentes, lo que deja poco margen para la reflexión filosófica. La filosofía, que busca el "sentido de la vida", se ha quedado sin espacio en un sistema que solo se preocupa por la "supervivencia económica". Esta dinámica ha creado un vacío ideológico que es llenado por eslóganes y emociones, en lugar de por ideas y propuestas.

En una sociedad donde el modelo económico profundiza las desigualdades, la vida de las personas se vuelve una lucha por lo básico, por el "acceso a". El concepto de "acceso a la salud", por ejemplo, no es solo tener hospitales, sino poder recibir atención de calidad sin demoras. Del mismo modo, el acceso a una vivienda digna, a la educación de calidad y a pensiones decentes se convierten en metas casi inalcanzables para muchos.

La conjunción entre "necesidad y posibilidad", que un gobierno eficaz debería garantizar, se rompe. Las necesidades básicas del pueblo no se traducen en posibilidades reales, lo que genera una existencia precaria. En este contexto, ¿cómo puede una persona dedicarse a la reflexión crítica sobre el sentido de la vida, si su día a día se consume en la supervivencia?

El Progresismo argumenta que la desigualdad es un problema ético y social que requiere la acción del Estado para corregir las fallas del mercado. Esta visión postula que el bienestar colectivo debe primar sobre el interés individual. Por otro lado, la derecha liberal promueve el individualismo, asumiendo que el progreso social se logra cuando cada persona persigue sus propios intereses.

La derecha pondera una sociedad con un vaciamiento de significados, un vaciamiento de valores que produce una instrumentalización que no es otra que el valor se vuelve algo potencialmente comercializable, algo que se utiliza para todo tipo de propósitos comerciales. Nunca se harán la pregunta de quién es la culpa de tanta miseria y desigualdad porque les es imposible sentir, y por tanto entender, que las emociones socializadoras son aquellas que permiten que nuestra sociedad funcione bien, las que benefician a todas las partes implicadas. ¡Y cómo carecen de emociones socializadoras, su comportamiento será siempre antisocial!

La falta de reciprocidad en el "contrato social" dificulta la cooperación y sumerge a la sociedad en una lucha constante. En última instancia, la hipótesis de que Chile es un país sin filosofía se fundamenta en la idea de que, para muchos, el sistema económico ha priorizado el beneficio de unos pocos sobre la dignidad de la mayoría, relegando la búsqueda de un sentido de vida a una quimera inalcanzable.

Esta hipótesis, de que Chile es un país sin filosofía, se refuerza por esta desconexión entre la política y la ideología. La preferencia por los temas sobre los programas y la subordinación de la política a la lógica del mercado han relegado la búsqueda de la dignidad y el sentido a un segundo plano, evidenciando que el debate sobre la existencia se ha perdido en la vorágine de la supervivencia.

El avance de la extrema derecha, con los discursos de odio y de la desinformación se entrelaza con la perpetuación de las desigualdades. Esto se percibe particularmente con las comunidades migrantes que, además de sufrir el racismo, se les culpa de las crisis en muchos países.

Muchos piensan que no hay alternativa al sistema económico imperante ni modo de resolver los problemas que este crea. No se sabe bien de quién es la famosa frase de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Parece ser que el mayor éxito de este sistema es haber diseminado y hecho prevalecer la idea de que no hay alternativa de cambio posible.

Para revertir las condiciones de desigualdad y pobreza, no basta con ajustes superficiales al modelo. Se requiere una rearticulación profunda de la política y de la sociedad. Esto implica ir más allá de la mera gestión de "temas" y recuperar la ideología como el pilar fundamental del quehacer político. La solución no se encuentra en un modelo que prioriza lo "pro-empresarial" y la acumulación de capital, sino en uno que pone al ser humano y su dignidad en el centro.

La forma de lograrlo es a través de una reorientación del Estado, que pase de ser mínimo a ser un facilitador y garante de derechos. Finalmente, la reversión de la desigualdad exige un cambio cultural de gran calado. Si la sociedad neoliberal ha promovido la acumulación de capital como la máxima aspiración, la nueva cultura debe centrarse en la acumulación de espíritu colectivo. Esto significa que el valor de una sociedad no se mide por la riqueza de unos pocos, sino por la riqueza del bienestar común, la cohesión social y el capital humano.

Una cultura del espíritu colectivo fomentaría la cooperación sobre la competencia, la solidaridad sobre el individualismo y el disfrute del arte, la historia y la ciencia sobre el consumo. Esto no se trata de eliminar la iniciativa privada, sino de equilibrarla con un propósito social más elevado. Al invertir en la cultura, en la educación de calidad, en la creación de espacios públicos y en la promoción de un espíritu de comunidad, Chile podría empezar a acumular un capital invaluable que no se puede medir en dinero: una sociedad con un sentido de pertenencia, donde la dignidad de cada persona es un fin en sí mismo y la vida, por fin, se alce sobre la mera existencia.

Y como en la sociedad juega un gran papel el patrimonio cultural, me detendré a definir el concepto de patrimonio cultural, que es un conjunto de bienes tangibles, intangibles y naturales que forman parte de prácticas, actitudes, cotidianidades sociales, a los que se les atribuyen valores cardinales a ser traspasados, y luego resignificados (darle una nueva significación a un acontecimiento o a una conducta), de una época a otra, o de una generación a otra. Así, un objeto, una idea, una característica, un valor cardinal, una lengua, una creencia se transforma en patrimonio cultural, o deja de serlo, mediante un proceso y/o cuando alguien -individuo o colectividad-, afirma su nueva identidad, que es prolongación de una anterior y será continuidad de una futura.

El hecho de que el patrimonio cultural se conforma a partir de un proceso social y cultural de atribución de valores cardinales, funciones, costumbres y significados, no implica algo dado y que durará por siempre sino, más bien, es el producto de un proceso social permanente, complejo, variado y polémico, de construcción de significados y sentidos. Así, los objetos y bienes resguardados adquieren razón de ser en la medida que se abren a nuevos sentidos y se asocian a una cultura presente que los contextualiza, los recrea e interpreta de manera dinámica. Por ese sólo motivo mantengo que la cultura, es la manera de relacionarnos.

El valor de dichos bienes y manifestaciones culturales no está en un pasado rescatado de modo fiel, sino en la relación que en el presente establecen las personas y las sociedades, con dichas huellas y testimonios. Por ello, los ciudadanos no son meros receptores pasivos sino personas que conocen y transforman esa realidad, como sujetos de cambio, posibilitando el surgimiento de nuevas interpretaciones, nuevos trazados de conductas y costumbres, y usos patrimoniales.

Por todo, se hace sumamente necesario acudir a los derechos en el plano humano, de respeto por la integridad, de solidaridad por la integración, de incrementar las relaciones sociales por una buena convivencia y por una sociedad mejor, en fin, el derecho a una vida digna. En realidad la lista de los que calificarían como derechos para nuestro pueblo o ciudadanía es larga: derecho a la vida y a la paz -que fueron vulneradas durante los 17 años de dictadura-, derecho a tener un juicio justo -en el que poco o nada se cree-, a alcanzar niveles de equidad, a la salud y educación gratis, a desprivatizar el agua, a servicios básicos baratos y nacionalizados, a sueldos justos, a la libre expresión, a manifestarse, a la vivienda y alimentación, a la cultura y arte cercana a la gente, a la autodeterminación de los pueblos indígenas, a los derechos ciudadanos para los LGIBT, todo libre de intolerancia, discriminación e injusticia.

En este sentido, entonces, la filosofía debe volver a ocupar un lugar central en la política, reavivando el debate sobre el verdadero sentido de la vida y el propósito de la sociedad. La superación de la precariedad no es un problema de gestión económica, sino de justicia social. Es solo a través de una ideología que priorice la igualdad, la reciprocidad y la dignidad que Chile podrá pasar de una existencia de mera supervivencia a una vida con sentido, donde la filosofía deje de ser un lujo y se convierta en una realidad para todos.

Mario Toro Vicencio
Escritor y Poeta

Compartir este artículo