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Chile y la Iglesia sumergida. Por Juan Pablo Cárdenas S.

En Chile y en general en América Latina se agotaron los tiempos en que la Iglesia Católica jugó un papel muy relevante en la política. Aunque el Pontífice actual es argentino da la impresión que no quiere ver tan directamente involucrados al clero y a los teólogos en los cambios sociales o en la lucha por la redención de los oprimidos que por millones se cuentan en toda la región y, de alguna forma, siguen más a la deriva que antes. Tampoco es que la Iglesia le haya cedido el liderazgo intelectual a los marxistas y a otra suerte de expresiones filosóficas y políticas; el castrismo, el sandinismo y otros movimientos han agotado mucho su influencia continental con la desaparición de sus líderes más carismáticos.

La otrora afamada teología de la Liberación, que removió tantas conciencias en Brasil, Perú y otras naciones, ya no destacan nuevos líderes y pensadores, todo lo cual ha abonado el surgimiento de las posiciones de derecha y la consolidación de regímenes que parecen asumir aquello del “fin de las ideologías” que tantos dividendos les ha dado a las políticas capitalistas y neoliberales. Cuba sigue empeñada ejemplar y contra viento y marea en su revolución, pero en Nicaragua los hijos de la “más hermosa de las revoluciones” (como la llamara Eduardo Galeano) le ha dado paso a un gobernante cuyo principal empeño es perpetuarse en el poder, valiéndose de métodos tan repugnantes como los de los grandes dictadores que lo precedieron allí y en otros países del Caribe.

Recordemos que fueron los obispos chilenos y las encíclicas sociales vaticanas las que inspiraron el desarrollo de la Democracia Cristiana y otras expresiones muy vanguardistas para su época y que llevaron a los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende (aunque de distinto signo) a emprender fenómenos como el de la Reforma Agraria y la nacionalización del cobre. Pero el período más brillante del episcopado chileno fue el que puso en práctica durante la dictadura militar con la creación de la Vicaría de la Solidaridad y su denodado compromiso con las víctimas de la represión pinochetista, además de su respaldo a la lucha por recuperar la democracia.

No pocos sacerdotes fueron víctimas y mártires en estos 17 años de interdicción ciudadana, aunque en Argentina y otras naciones el desempeño de la Jerarquía Eclesiástica fuera en general oprobioso, cuando no cómplice de la barbarie autoritaria de los militares en el poder. En este sentido, de todo hubo en la “viña del señor” en el Continente y se pueden contar por miles los chilenos que salvaron y fueron protegidos por la Iglesia sin distinción de su militancia o creencias religiosas.

Todo cambió radicalmente con el llamado advenimiento de la democracia, en estas tres décadas de la posdictadura en que la influencia de la Iglesia en la política y el devenir social se ha desdibujado enormemente, y pastores y sacerdotes verdaderamente han sucumbido ante las denuncias de abusos sexuales que han comprometido transversalmente a muchos de sus miembros, desde un reaccionario y pinochetista párroco Karadima hasta el presbítero progresista Cristián Precht, quien tuviera, paradojalmente, una noble conducción de la defensa de los perseguidos. Ambos envueltos en prácticas de abuso a menores y otros deleznables actos de corrupción.

Después de estos sucesos, de la muerte del Cardenal Silva Henríquez y de otros notables obispos, lo cierto es que han desaparecido en Chile los referentes tanto para los sectores retardatarios como vanguardistas de la catolicidad. Sería muy difícil mensurar cuántos fieles ha perdido la Iglesia, cuántos abandonaron la fe y la práctica de los sacramentos. Sin embargo, lo que no se puede desconocer es que los miles de templos repartidos por toda nuestra geografía al menos los domingos convocan todavía a una enorme cantidad de fieles. Como ningún otro referente.

No hay duda de que el desgano por el compromiso, por la adhesión política o religiosa es mucho mayor si se considera la abrupta deserción de los militantes de los partidos y de los referentes sindicales. Con todo lo que se pueda observar, la misa dominical congrega todas las semanas a cientos de miles de fieles, en circunstancia que para cualquier partido o movimiento político se hace poco menos que imposible llenar una modesta sala de teatro con sus adherentes. Recientemente, la clásica procesión del Señor de Mayo, por el centro de Santiago, reunió recién a muchísimas más personas que cualquiera de las últimas convocatorias políticas callejeras. Mientras que en los últimos comicios prácticamente desaparecieron partidos que fueron muy populosos como la propia Democracia Cristiana, el Partido Radical y el llamado socialismo democrático. Aunque el Partido Comunista pueda ufanarse todavía de recibir algo más del siete por ciento de los sufragios válidamente emitidos. Cifra que no toma en cuenta, sin embargo, la abstención y los votos nulos que fueron franca mayoría.

Lo más probable es que se trate de feligreses a quienes muy poco les importa la política y cuyos pastores difícilmente puedan ahora motivarlos a sufragar o adherir a algunos partidos y candidatos. Diríamos que los católicos actuales tienen en cuenta otras variables más que los dictados de la fe evangélica que profesan, aunque cuando se trata de la educación y los temas llamados valóricos es muy posible gatillar su descontento y hacerlos coincidir con las iglesias evangélicas mucho más contestes y activas en oponerse, por ejemplo, a leyes como el aborto y los propios matrimonios entre personas del mismo sexo.

No hay duda de que existe una Iglesia sumergida que potencialmente pudiera volver a gravitar en la política, pero en lo que se aprecia de los pastores de hoy da la impresión de que se conforman con la llamada “fe del carbonero” y su mero rol de administradores de sus liturgias. En momentos tan difíciles por los que transita nuestra política, ante la persistencia de la desigualdad social, la realidad del crimen organizado, del narcotráfico y de la inmigración se extraña o se hace inexplicable que no se sucedan las cartas episcopales y otras formas de expresión como las de antaño. Homilías capaces de remecer la conciencia pública y fomentar la movilización destinada a oponerse a lacras como la corrupción y el desencanto que día a día afecta más a la política, a las policías y a las instituciones del Estado.

Muchos expresan hoy en Chile la nostalgia de aquella Iglesia comprometida, el papel de “madre y maestra” que le asigno uno de sus más lúcidos pontífices. En un momento que el mundo encaraba una gran crisis y los humanismos de diverso signo se hacían tan necesarios para contribuir al progreso de los pueblos. Ya fueran de inspiración religiosa o laica.

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