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Construir una izquierda de ruptura. Por Francisco Suárez

“La historia es la ciencia de los hombres en el tiempo”. En estos términos definía Marc Bloch al oficio nacido hace más de dos mil años en la Grecia antigua. En su libro póstumo “Apología para la historia”, comentaba cómo, a través del tiempo, las palabras y los eventos se transforman al punto de perder su significado original. A cinco años de la revuelta social de octubre, esta idea es palpable en la actualidad.

De un apoyo masivo a las movilizaciones como expresión de un malestar generalizado, hemos pasado a un ambiente donde el "estallido social” se encuentra en disputa entre los llamados “octubristas” y “noviembristas”; y en su versión más derechista, los “vandalistas”. Los primeros, hoy huérfanos y casi extintos, serían aquellos que vieron en la revuelta un germen revolucionario; los segundos, los sensatos que intentaron encauzar la crisis institucionalmente; y, por último, quienes sostienen que lo ocurrido fue un estallido delictual que no guarda relación alguna con la crisis del neoliberalismo a la chilena.

Sea como fuere, el 18 de octubre se transformó en un antes y un después del Chile posdictadura. La disputa por la interpretación del hito está abierta, sin que ninguna de estas tesis haya conseguido imponerse del todo. La razón parece encontrarse en la inconsistencia de los principales análisis que circulan en el debate público.

En un comienzo, fueron los octubristas quienes, al calor de los eventos y estruendosos balbuceos, parecieron interpretar de mejor manera el sentir de la ciudadanía. Luego fue el turno de los noviembristas, quienes lograron establecer un clivaje que fracturó a la izquierda entre aquellos que estuvieron en contra del “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” y quienes estuvieron a favor. Esta secuencia fue encarnada por el actual mandatario, quien firmó el acuerdo en contra de la voluntad colectiva de su partido, lo que lo llevó a ser agredido en la calle posteriormente.

Por su parte, la tesis del estallido delictual comenzó a fraguarse tempranamente cuando el entonces presidente le declaró la guerra a la revuelta. Esta tesis no hizo más que atizar la lumbre, aunque su intención era otra: legitimar la represión, que se saldó con una violación masiva de los derechos humanos.

Hoy la situación es otra. La tesis vandalista tomó fuerza y cuenta con el apoyo tácito del aparato mediático que, ya sea por ceguera o complicidad, asocia al octubrismo con la actual crisis de seguridad. Esta maniobra permite transformar en hombre de paja cualquier propuesta que vaya en contra de los intereses que defiende el modelo.

Los espejismos de un hito

Los historiadores advierten sobre lo ilusorio que pueden resultar las conclusiones de un análisis retrospectivo basado en una lectura secuencial de los eventos; interpretaciones que intentan explicar cronológicamente cómo esto llevó a lo otro. Para remediar las alteraciones producidas por la necesidad de ordenar las cosas en el tiempo, se soslaya la importancia de situar los eventos en procesos más largos, es decir, en su tiempo histórico y contexto.

Tomando en cuenta lo anterior, y sin negar la importancia del evento, partir del principio de que el 18 de octubre marca un antes y un después del proceso histórico que atraviesa el país resulta engañoso. Es evidente que este sigue abierto y que no comenzó el 2019.

Para intentar extraer algunas lecciones del evento, se sugiere concebirlo como el intervalo que se sitúa entre la experiencia que lo precede y la búsqueda de un horizonte deseable por parte de sus actores. De esta forma, se vuelve plausible abordar retrospectivamente el proceso a través de sus elementos constitutivos y no a partir de su resultado.

Ilusiones de un clivaje

Cabe decir que ni los octubristas ni los noviembristas constituían un bloque social antes del 18 de octubre de 2019, ni lo hacen en la actualidad. Esto es relevante en la medida en que demuestra cómo la lectura de los eventos se basa en una imagen distorsionada de la realidad y una negación constante de sus causas.

En efecto, ninguno de estos bloques existe fuera del marco de esta discusión, y el resultado de los sucesivos plebiscitos y elecciones de los últimos cinco años apunta en este sentido. Ninguno ha sido capaz de configurar un bloque estable, y tanto en la izquierda como en la derecha se disputan la hegemonía en su sector: Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático, por un lado; y Chile Vamos, Republicanos y sus variantes, por el otro.

De esta forma, un debate que tiene sentido únicamente en el contexto particular de la revuelta se plantea como una imagen representativa de la sociedad en el tiempo a partir del siguiente encuadre: civilización o barbarie; institucionalidad o violencia; transformaciones graduales o caos. Una interpretación de los eventos en la cual sus causas pasaron de ser ineludibles a accesorias.

El 18 de octubre entre experiencias y expectativas de izquierda

Teniendo en cuenta lo anterior, se puede decir que los octubristas fueron encarnados por las generaciones posdictadura cuyos miembros defienden ciertas demandas sectoriales impulsadas principalmente por fenómenos culturales; esto sin llegar a formar un conjunto coherente ni articulado en torno a un proyecto de sociedad compartido. Así pasaron de las calles a la Convención.

La contingencia llevó a la obtención de una mayoría absoluta contestataria, es decir, en oposición a algo pero no en torno a un sistema de ideas y propuestas. Esto se manifestó en lo inconducente de sus fuerzas, la falta de una estrategia común para lograr el cometido y la falta de articulación de la primera propuesta constitucional. En definitiva, una falta de compenetración.

La desconfianza que despertaba el grupo con mayor experiencia institucional le impidió jugar su rol de articulador en la Convención. Por una parte, esto resulta de su ruptura con los territorios, los movimientos sociales y los sindicatos; y, por otra parte, de su compromiso con las instituciones del orden social neoliberal.

Así, quienes por su parte vieron en la revuelta un horizonte de transformaciones no contaban con una estrategia común, ni conformaban un bloque coherente a pesar del potencial objetivo para generar alianzas. Una gran parte de estos grupos eran inorgánicos, utópicos y desafectados de la política. Encontraron en la acción directa la manera de construir el futuro que soñaban, aunque no contasen con un proyecto global que lo ilustrara.

Por su parte, el horizonte de la izquierda institucionalizada iba por el lado de la política institucional. Luego de capitalizar políticamente las movilizaciones estudiantiles, la centroizquierda renovada no estaba dispuesta a renunciar o a fragilizar su posición dominante, por lo que no tenía intereses objetivos en construir puentes con la izquierda extrainstitucional. Con el tiempo, sus intereses los llevaron a converger con la izquierda de la transición.

Construir una izquierda de ruptura

A medida que el proceso histórico del orden neoliberal entraba en crisis, se fue abriendo un horizonte de transformaciones. Sin embargo, durante la revuelta se hicieron evidentes las fracturas entre las fuerzas de izquierda y la falta de una propuesta alternativa fraguada; es decir, propuestas financiadas que abran un horizonte de expectativas al país, consensuadas entre fuerzas convergentes que busquen establecer una ruptura con el orden neoliberal y que cuenten con la robustez necesaria para hacerlo efectivo.

La antigua izquierda institucional, siendo tributaria del modelo, no tenía intereses objetivos para romper con este. Por su parte, la nueva izquierda institucional buscaba sobre todo consolidarse en las instituciones y, más allá de la intención de realizar algunos ajustes, tampoco contaba con un proyecto de ruptura. Ambos grupos son tributarios de las instituciones del modelo, lo que los lleva a ver el mundo con los lentes del paradigma neoliberal.

La izquierda no institucional está fragmentada y desparramada. Sus condiciones materiales de vida le impiden proyectar un horizonte más allá de demandas sectoriales y del intento por brindar soluciones pasajeras a problemas sistémicos. Sin embargo, su experiencia y su acción tienen sentido de realidad ya que se ejercen desde lo concreto. Esto constituye un insumo valioso. En este sentido, la victoria de Matías Toledo es una bocanada de aire fresco y demuestra el valor del trabajo en los territorios. Un trabajo silencioso, lejos de los focos y basado en algo más sustancial que la comunicación política.

Siguiendo a diversos autores y haciendo eco de experiencias recientes, se sugiere la necesidad de construir y sostener un proyecto transformador coherente que reemplace al modelo. Para construir una izquierda de ruptura, es necesario que la izquierda institucional lidere el impulso para ver surgir más casos como el de Puente Alto, pues como políticos profesionales cuentan con los medios necesarios para hacerlo a nivel nacional. Es menester implantarse en los territorios, en la vida asociativa y en los sindicatos. En definitiva, crear comunidad en todos los lugares donde se manifiestan las carencias del Estado y se expresa la disputa entre el capital y el trabajo.

Para que esto sea posible, es necesario que se imponga en la arena política un proyecto de ruptura con el paradigma neoliberal, que construya alianzas en torno a un programa y no a cálculos electorales. De igual forma, es necesario establecer puentes con los territorios, creando los canales para que se generen los debates necesarios entre las distintas fuerzas que adhieran a este horizonte de expectativas, en base a mecanismos democráticos que integren y garanticen a cada grupo una autonomía en igualdad de condiciones. En suma, un compromiso irrestricto con el proyecto y el colectivo.

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