El Covid-19 en tanto virus es un fenómeno biológico y, como agente infeccioso, también, se desborda al terreno de lo inmunológico. La pandemia, en su definición originaria ligada al pandemos, como malestar que se extiende a todo el pueblo, hace aparecer a la población, transformando en el acto la enfermedad. Lo bioinmunológico pasa a ser, también, un hecho político. Más específicamente biopolítico.
El biopoder se organiza a través de la disciplina del cuerpo y la regulación de la población. La pandemia, por lo tanto, es el espacio en el cual el biopoder se siente a sus anchas. Es el terreno propicio para su robustecimiento: sin posibilidad de resistencia de parte de los individuos amenazados de muerte –sea esa amenaza real o no, quiero decir, efectiva, “verdadera” o potencialmente producida–, coercionados por el miedo, en cuarentena; empujados al claustro, al confinamiento en el marco político institucional que entrega el Estado de catástrofe, encerrados, atomizados y a la deriva de las decisiones de una autoridad política nefasta –que en su ensimismamiento aparece torpe– y una casta de grandes empresarios que buscan, en este contexto y como siempre, asegurar e incluso ampliar sus ganancias.
El Estado chileno, cuyos pilares institucionales fueron construidos hace más o menos 40 años, se ha relacionado con su población por medio de políticas públicas subsidiarias que, para decirlo resumidamente, han resultado ser mecanismos que promueven la transferencia de recursos públicos a empresas privadas, al mismo tiempo que proletarizan a amplios sectores de la población por medio de la privatización de los derechos sociales, en un marco de liberalismo desbocado o, más específicamente, neoliberalismo con tintes corporativistas, donde se entrecruza el poder político con el poder económico; la transnacionalización de la economía y la privatización de recursos estratégicos; donde la precarización y vulneración de las condiciones de trabajo y vida de las personas aparece como una condición necesaria para la conformación de un mercado laboral que se ajusta a las necesidades del capital, permitiendo mayores grados de plusvalía, al tiempo que ocurre una particular integración de los individuos al sistema social por la vía del consumo y su consecuente bancarización.
La organización, el disciplinamiento y la regulación de la población, en Chile se ha dado bajo el paradigma de la subsidiaridad, una doctrina social funcional al neoliberalismo ya que ha configurado, desde y para el mercado, un Estado, es decir, una institucionalidad jurídico-política que, por medio del monopolio legítimo de la fuerza física y simbólica, ha entregado las condiciones óptimas para producir y reproducir el modelo socioeconómico neoliberal, en sus derivadas materiales y culturales, aunque no sin algunas resistencias. De hecho, es este particular encadenamiento entre el Estado, el mercado y la sociedad, lo que entró en crisis el año 2011 a partir de las movilizaciones estudiantiles y sus demandas por el fortalecimiento de la educación pública y el fin de la deuda privada contraída por los estudiantes y sus familias para pagar los “servicios educacionales” recibidos. Otros antecedentes como las manifestaciones de los estudiantes secundarios en el marco de la llamada “Revolución de los Pingüinos” el año 2006 y las huelgas de los trabajadores subcontratados de la minería del cobre, de las empresas forestales y de la industria del salmón, el año 2007, son hechos que permiten rastrear el comienzo de este resquebrajamiento.
Por otro lado, este mismo maridaje que representa el vínculo entre el poder político y económico es el que comienza a entrar en crisis a partir de las movilizaciones contra las AFP, Administradoras de Fondos de Pensión privadas que conforman un sistema previsional incapaz de asegurar pensiones que permitan solventar las necesidades económicas de los jubilados, al mismo tiempo que sostiene exitosamente un mercado de capitales a partir de las cotizaciones mensuales a las que están obligados los trabajadores y las trabajadoras dependientes e independientes del país.
Esa relación entre la política y los negocios también, es la que toca su punto crítico en el marco de los casos de financiamiento irregular de la política que trenzó a los sectores de la derecha y la Nueva Mayoría o ex Concertación, abarcando todo el espectro institucional nacional que se configuró posterior a la dictadura de Pinochet para administrar su legado, mostrando cómo el financiamiento de las campañas y los partidos políticos ha estado cubierto, los últimos 30 años, por el manto de la mordida, la coima y el soborno que deriva en cohecho.
Esta especie de degradación del poder, esta crisis de la élite chilena que comenzaba a resquebrajar su hegemonía en el terreno de lo simbólico, fue acompañada de un proceso paradójico de consolidación del modelo chileno en el plano económico, basado en la transnacionalización de los mercados, la explotación desmedida de los recursos naturales, la privatización de lo público, el incentivo de la iniciativa privada, el enaltecimiento del consumo y el desprestigio de los colectivos que no fueran empresas. Al mismo tiempo, los altos niveles de desigualdad, la crisis en la representatividad política, el debilitamiento de los vínculos sociales propio de la modernidad neoliberal que se llevó adelante como paradigma de desarrollo, la masificación de los trabajos precarios, los bajos salarios, el elevado nivel de endeudamiento de parte de la población; en definitiva, la imposición descontrolada de los intereses capitalistas que, articulándose con el sistema político, conformaron un régimen corporativista, un sistema que licuó los límites entre el gobierno y el sector empresarial, ha estado acompañada de un proceso de acumulación de malestar, expresado fuertemente y de forma más o menos anómica por vastos sectores de la población a partir del 18 de octubre del año 2019, en lo que ha sido denominado como “estallido social”.
La crisis de octubre fue procesada con relativa dificultad por el sistema político en un comienzo. La ocupación de las calles por policías y militares intentando amagar las diferentes manifestaciones, en general muy violentas, donde saqueos y destrucción de la propiedad pública y privada se hacían costumbre, mostró la violencia activa del poder. Sin embargo, cuando las fuerzas de la movilización se comenzaron a aquilatar, la salida fue canalizándose hacia el cambio constitucional. El llamado “Acuerdo por la Paz Social y nueva Constitución” planteado por parlamentarios del oficialismo y representantes de partidos de oposición –con excepción de PC–, tres semanas después del estallido, se comenzó a consolidar como la salida política más plausible de la crisis. Dejar atrás la constitución de 1980, ideada por Jaime Guzmán, uno de los principales enclaves autoritarios heredados de la dictadura militar, resultó ser el catalizador del descontento que, sin embargo, se seguía expresando en las calles, sobre todo en las poblaciones, aunque con menor intensidad y de manera más espaciada que al comienzo.
Por su puesto, el periodo estival afectó. Aunque cada viernes hubo manifestaciones y las principales ciudades del país nunca volvieron a la normalidad, entre enero y marzo se expresó cierto decaimiento en las fuerzas sociales movilizadas. La ciudad de Santiago parecía haber encarnado la idea de “dialéctica en suspenso”. Una urbanidad destrozada, inutilizable en ocasiones. Presencia policial y a veces militar que copaba los espacios y algunas escaramuzas de movilización, aunque sin la fuerza de los meses de octubre y noviembre. Los optimistas interpretaban un repliegue necesario de los actores sociales para reorganizar la revuelta desde las bases. Los pesimistas comenzaron a hablar de agotamiento y de la astucia de los actores políticos institucionalizados para dilatar las acciones y fagocitar las diversas demandas del movimiento social. Como sea, el Covid-19 encontró al país en plena disputa política y a la espera de una salida institucional por medio de un plebiscito nacional programado inicialmente para el 26 de abril, con el objetivo de aprobar el comienzo del proceso constituyente para dar forma a una nueva Constitución, el cual, a razón de la contingencia sanitaria, se aplazó para el mes de octubre del año 2020.
En cifras, la gestión de la pandemia en el plano sanitario ha sido un desastre. A dos meses de la llegada de los primeros portadores, los casos confirmados se acercan a los 80.000 y crece del orden de los 4.000 infectados diarios, superando las 800 muertes totales. Actualmente Santiago, capital del país, la región más afectada por el virus, cumple una cuarentena que involucra a todas sus comunas, abarcando a más de 8 millones de personas. Los hospitales públicos están saturados, sin insumos y con los profesionales de la salud siendo víctimas de contagio y afectados por el síndrome de burnout a partir del estrés y la sobrecarga laboral. Faltan mascarillas, escudos faciales, pecheras, camas y ventiladores mecánicos. Escasea también el personal de cuidados críticos. La falta de recurso corresponde a una desidia del poder. La contingencia hace que sea urgente, pero en los hechos, los recursos en la salud pública siempre han sido insuficientes. No es parte de la política pública contar con ellos, ni comprarlos, ni producirlos. De lo que se ha tratado, en materia de salud, ha sido, primero, de administrar la escasez y, segundo, de generar las condiciones para transferir recursos públicos a capitales privados. Tal es el espíritu del neoliberalismo aplicado a la gestión pública de salud.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente, los pronósticos no son nada de alentadores. La Universidad de Chile proyecta un peak de 7 mil casos diarios a partir de la primera semana de junio y el Instituto para la Métrica y Evaluación de la Salud (IHME) de la Universidad de Washington estima que la tasa de mortalidad de Chile alcanzaría las 65,78 muertes por cada 100 mil habitantes, convirtiéndose en el indicador más alto dentro de los países del continente, proyectando cerca de 12.000 muertos por Covid-19 para comienzos de agosto en el país.
La población, estratégicamente, está siendo acorralada. Lo decíamos en un comienzo: la pandemia resulta ser un terreno fértil para las imposiciones del poder. Baja resistencia, encierro y atomización. En este marco, es decir, en el terreno político, el contexto instrumentalizado se transforma en una oportunidad para el llamado “capitalismo del desastre”. Una vez desatada la crisis, actuar con rapidez. La experiencia nos muestra que existe una dependencia entre el libre mercado y el poder de shock.
A partir de marzo del 2020 el coronavirus y sus consecuencias nos entregan un baño de realidad. Aparece el Ejecutivo anunciando una serie de medidas que, como siempre, una y otra vez, bonifican las necesidades: bono COVID, ingreso familiar de emergencia, canastas de alimentos para la población más vulnerable y ley de protección al empleo que, como siempre, una y otra vez, es más bien una política para proteger al capital, intocado por su carácter sacro que vuelve a relucir, a la vez que se amplía su margen de maniobra. Por otro lado, el mercado reacciona de manera diversa, aparece patente el fantasma siempre presente de la crisis, cierran pequeñas empresas y negocios familiares desaparecen, bajan las ventas del comercio y restaurantes, las instituciones financieras, empujadas por el Estado, incentivan como siempre la bancarización de la población y ofrecen préstamos a pequeñas empresas, para “salvarlas” por vía del endeudamiento, y, por otro lado, se aplazan los pagos de los servicios básicos a las franjas poblacionales más afectadas, prorrateando las deudas a futuro. ¿Es posible gobernar al mercado?. Los neoliberales piensan que no, pues su funcionamiento en libertad aseguraría la mejor distribución de recursos en una sociedad. Igual, para ellos, la correcta distribución no está dada por el encuentro entre necesidad y satisfacción, sino que, más bien, por la coincidencia entre deseo y consumo. O, para decirlo brutalmente, no se trata de que tengan pan todos los que tienen hambre sino de que tengan pan todos quienes puedan y quieran comprarlo.
Por otro lado, los trabajadores cuyas empresas se acogieron a la ley de protección al empleo suspendiendo sus contratos laborales, están haciendo uso de sus fondos de seguro de cesantía que, vale la pena aclararlo, no es una indemnización por años de servicios sino un ahorro obligatorio tripartito con el objetivo de contar con una protección económica en caso de desempleo provocado por un eventual despido. Puede ser un matiz, pero es relevante. Es una cuenta de ahorro.
Finalizando el mes de mayo, van 92.204 empresas que se han acogido a la suspensión de los contratos de más de medio millón de personas. También, 4.367 empresas han sido acogidas para la reducción de la jornada laboral, lo que ha impactado a 24.961 trabajadores. Según cifras oficiales, más de un millón de chilenos se encuentran cesantes. Otro tanto, quienes todavía están ocupados, deben salir a trabajar, exponiéndose al contagio. Los menos, realizan teletrabajo, con las consecuencias que implica trasladar el espacio de la producción al de la reproducción. Al menos, estos últimos dos grupos, recibirán un salario a fin de mes. Probablemente, el grupo más afectado, quienes no reciban salario, desenmascararán la pobreza que estaba oculta tras el endeudamiento como vía de satisfacción de las necesidades básicas. Es así como, las comunas pobres han resultado ser las más golpeadas por las consecuencias de la pandemia. El virus, por su origen, en un comienzo se focalizó en los sectores acomodados. La parte de la población que volvía de Europa o Asía. Al diseminarse, se repartió en proporción inversa a la distribución del capital, es decir, quienes menos recursos tienen, mayor probabilidad de contraer COVID albergan. Son los más expuesto, la mayoría; quienes viven en condiciones propicias para la masificación de la enfermedad, sobre todo en lo que a densidad poblacional se refiere, es decir, hacinados.
A falta de una política pública efectiva, frente a los anuncios de entrega de bonos y canastas de alimentos por parte del gobierno, ante la insuficiencia del Estado, la población trabajadora, desempleada, a la deriva del mercado, hambrienta y potencialmente contagiada, ha comenzado a movilizarse. Se organizan ollas comunes, comedores populares y entregas de alimentos. Solo el pueblo ayuda al pueblo. En sus casas, las personas conscientes y las que trabajan en el área de la salud, producen insumos artesanalmente que hacen llegar a sus colegas de la red primaria de atención. En las poblaciones de las comunas de La Pintana, El Bosque, Cerro Navia, Puente Alto, San Bernardo y Cerrillos, hay movilizaciones y protestas. Recordando octubre, hay quienes lo interpretan como una reactivación. Una vuelta a escena de la violencia política popular, aunque con un sustrato material diferente al del estallido, puesto que lo que moviliza ahora es una necesidad, el hambre, la amenaza de la muerte. El pueblo se organiza y se moviliza. Actúa frente a la intencionada incapacidad del Estado, cuyos gobernantes, al mismo tiempo que diseñan políticas públicas que benefician al mercado, reprimen las manifestaciones populares que luchan por la sobrevivencia en un contexto de vulnerabilidad en expansión.
Emilia Tapia Plaza y M. E. Muñoz. Provenientes de la clase obrera, la autora es enfermera de la Universidad de Chile. Docente de Educación Superior y Terapeuta de Medicinas Complementarias en formación; y el autor es sociólogo de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales, Doctor en Ciencia Social por El Colegio de México y docente universitario.