Por estos días, en Chile, el debate político ha girado en torno a las definiciones que adoptan los partidos que se identifican como de centro. Las posiciones públicas de Amarillos por Chile, apoyando abiertamente a Evelyn Matthei, y del Partido Demócrata Cristiano (PDC), que respalda a Carolina Tohá en las primarias presidenciales del oficialismo, pero condiciona su permanencia en la alianza al triunfo de su candidata, han reactivado una pregunta fundamental: ¿qué significa hoy ocupar el centro político? ¿Se trata de una posición doctrinaria con principios propios o simplemente de un lugar de tránsito entre bloques más consolidados?
El problema no radica en que estos partidos tomen decisiones estratégicas. La política exige siempre cálculo y adaptación. El punto crítico está en la coherencia entre esas decisiones y los principios que, supuestamente, orientan su actuar. Porque cuando un partido de centro respalda a una figura de derecha —como Matthei, representante histórica de una visión liberal-conservadora— sin explicar públicamente los puntos de convergencia programática que justificarían tal apoyo, lo que se comunica no es madurez ni responsabilidad: es vacío ideológico.
Las consecuencias de esa incoherencia no se expresan solo en la opinión pública. También golpean hacia dentro. El apoyo de Amarillos a Matthei no fue inocuo: provocó la renuncia de militantes fundacionales y figuras de alta trayectoria política, como Jorge Burgos, Soledad Alvear y Gutenberg Martínez, todos con raíces profundas en el centro democrático en nuestro país. Su salida no solo revela un desacuerdo táctico, sino una ruptura con el sentido político que inspiró inicialmente a Amarillos: una apuesta por el reformismo desde el centro, no su subordinación a la derecha.
Giovanni Sartori advirtió que los partidos del centro pueden degenerar en irrelevancia si dejan de ofrecer un proyecto propio y se convierten en satélites de otros[1]. Lo que estamos viendo en parte del centro chileno parece confirmar esa tesis. Amarillos, que nació como reacción a lo que consideraba excesos del primer proceso constituyente, hoy no ha articulado un relato claro sobre el país que quiere, más allá de una constante oposición al progresismo. Y el PDC, aunque sigue defendiendo principios de justicia social y Estado activo, mantiene una posición ambigua que debilita su capacidad de proyectarse como fuerza estructurante.
Pero el problema no se agota en la incoherencia ni en la fractura interna. Lo que está en juego no es solo la identidad de los partidos, sino algo más profundo: la relación entre la ciudadanía y la política. Desde hace años, las personas miran con creciente escepticismo a las cúpulas partidarias, a sus movimientos tácticos, a sus pactos bajo la lógica de lo posible. Cada decisión que se percibe como transacción o cálculo, y no como parte de un proyecto genuino, alimenta el distanciamiento.
La gente común —la que no milita, no participa en comisiones políticas, no asiste a seminarios ideológicos— observa estas maniobras y concluye, con razón, que los partidos ya no representan convicciones, sino conveniencias. La consecuencia de ese juicio no es solo apatía: es desafección profunda, la sensación de que votar ya no cambia nada porque todos terminan pactando con todos. En este contexto, el desgaste del centro no debilita solo a un sector: erosiona a la democracia representativa en su conjunto.
Norberto Bobbio recordaba que la diferencia entre izquierda y derecha, lejos de haber muerto, sigue teniendo sentido en torno al eje de la igualdad[2]. Esa distinción permite ordenar el campo político no solo en función de proyectos económicos, sino también del modelo de sociedad que se busca construir. En ese marco, el centro puede cumplir un rol crucial como articulador de acuerdos. Pero cuando abandona el proyecto igualitario que históricamente lo ha vinculado con las tradiciones humanistas o socialdemócratas, y adopta sin reservas candidaturas o discursos más alineados con el conservadurismo, se rompe ese equilibrio.
Por su parte, Max Weber subrayaba que la política requiere equilibrar dos éticas fundamentales: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad[3]. La primera remite a actuar conforme a principios firmes y valores claros; la segunda exige considerar las consecuencias prácticas y los efectos reales de las decisiones políticas. Para Weber, un liderazgo democrático maduro debe integrar ambas dimensiones: mantener la fidelidad a sus ideales sin perder de vista las condiciones y limitaciones de la realidad. Cuando un partido abandona esa tensión ética y opta por alianzas desconectadas de sus principios declarados, no solo se traiciona a sí mismo, sino que también contribuye a la desconfianza ciudadana hacia la política como espacio legítimo de representación y transformación colectiva.
No se trata de exigir pureza ideológica. La democracia necesita diálogo, acuerdos, cesiones. Pero esos acuerdos deben basarse en identidades claras. La coherencia no es rigidez: es dirección. Un partido puede -y debe- dialogar con sectores distintos, incluso formar coaliciones amplias, siempre que ese diálogo se base en un marco de ideas reconocible y consistente. De lo contrario, el centro deja de ser centro y se convierte en actor funcional al poder del momento.
La pregunta que hoy parece más justa —y más urgente— no es si estos partidos siguen siendo de centro, ni si se han desplazado hacia otro sector. La verdadera interrogante es si están dispuestos a reconstruir una propuesta propia, que vuelva a ofrecer sentido y horizonte a sus votantes. Una propuesta que no se defina únicamente por lo que rechaza, sino por lo que afirma; que no sea solo técnica, sino también ética; y que no se construya únicamente desde las alturas del poder —entre pactos y negociaciones—, sino en diálogo con la ciudadanía, recogiendo sus demandas, su experiencia y su esperanza en una democracia más justa, transparente y representativa.
Porque cuando el centro pierde su centro, no solo se desdibuja un sector político. Se debilita también la frágil confianza de la gente en la política como herramienta de transformación colectiva.
Rossana Carrasco Meza es politóloga PUC y Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local U. de Chile.
[1] Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 2005.
[2] Norberto Bobbio, Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política, Madrid, Taurus, 1995.
[3] Max Weber, La política como vocación, México, FCE, 2004 [Conferencia de 1919].