Días después de que se revelara la baja tasa de natalidad en Chile, el líder del Partido Republicano y candidato presidencial José Antonio Kast manifestó: “La izquierda nos quiere convencer que tener hijos es un problema, nos quieren imponer la cultura del aborto, del egoísmo, del yo primero”. Uno de sus anuncios más polémicos fue el “Plan Renace Chile”, propuesta que consiste en otorgar un bono total de $2 millones por cada hijo nacido, dividido en dos partes: $1 millón para la madre y $1 millón depositado en una cuenta de ahorro a nombre del recién nacido. En lo único que estamos de acuerdo con José Antonio es que la caída de la tasa de natalidad es un problema, pero tenemos clarísimo que 2 millones de pesos no cambiarán la planificación familiar.
Es curioso cómo la derecha parte constantemente de la base de que todas las personas tienen condiciones socioestructurales para elegir libremente. Pero nada más alejado de esa realidad. Estas cifras no son simplemente la expresión de una elección, sino que son el reflejo de una crisis multidimensional en donde maternar para muchas no es siquiera una posibilidad. ¿Cómo maternar en un sistema donde se precariza la vida, donde las labores domésticas y de cuidado recaen sobre nuestros cuerpos bajo formas diferenciales de explotación, donde la tasa de desocupación femenina ha sido históricamente mayor y donde las brechas salariales siguen presentes? Discutir al respecto se vuelve urgente a la luz de los debates actuales en torno a la baja tasa de natalidad, derecho al aborto y feminismos en tiempos de crisis de la reproducción social.
Generalmente escuchamos que las mujeres han aplazado la maternidad en pro de su carrera profesional; sin embargo, estamos ante un tema mucho más amplio y complejo que una ilusión o una elección, mucho menos un capricho o egoísmo como algunos apuntan. No se trata únicamente de lo que anhelamos, se trata de un país donde las condiciones socioestructurales y económicas para sostener la vida no están garantizadas, mientras las posibilidades de maternar se traducen en un sueño que algunas -bajo estas condiciones- no podrán cumplir.
De acuerdo a cifras entregadas por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), Chile tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo y la más baja en su historia. En 2024 se registraron aproximadamente 135.000 nacimientos, cifra que representa solo la mitad de los registrados en 1994 (INE). “Cuidados: ternuras y cansancios” fue el enfoque de la última encuesta sobre el clima social en Chile, realizada por el Instituto de Investigación en Ciencias Sociales (ICSO) de la Universidad Diego Portales. Respecto a la baja natalidad, la investigación recién publicada reveló que el 70% de las encuestadas y encuestados atribuye su decisión de no tener hijas o hijos al alto costo económico, seguido por la inseguridad sobre el futuro (51%) y la dificultad para conciliar la crianza con el trabajo (42%). Por otro lado, según la Encuesta Suplementaria de Ingresos (ESI) del 2023 del INE, el ingreso laboral promedio mensual de las mujeres en Chile fue de $704.953 CLP. Este monto representa una brecha del 23,3% menos en comparación con el ingreso promedio de los hombres, que alcanzó los $919.574 CLP. A su vez, de acuerdo a los últimos datos estadísticos, la tasa de desempleo femenina no ha logrado repuntar posterior a la pandemia. Esto se expresa en una ocupación informal significativamente más alta que la masculina, representando un 30% en el caso de las mujeres.
En este sentido, si bien los nacimientos mantienen la sostenibilidad demográfica, proveen mano de obra y contribuyentes, cabe preguntarse: ¿son las mujeres las responsables de que eso suceda en un sistema que no provee de las garantías mínimas necesarias para sostener la vida de manera digna?
Despatriarcalizar y descapitalizar la maternidad
En las últimas décadas, la expansión del capitalismo neoliberal ha provocado lo que diversos autores denominan una “crisis multidimensional” o una crisis de la reproducción social, manifestada en una insostenibilidad de las formas actuales de organización social o una dificultad estructural para sostener la vida de manera digna.
Por un lado, maternar implica un desequilibrio importante en la distribución del trabajo no remunerado —doméstico y de cuidados— al interior del hogar, lo que acarrea como consecuencia una sobrecarga de trabajo en el caso de las mujeres. Las encuestas de uso del tiempo que se han levantado en la región han revelado que las mujeres ocupamos dos tercios de nuestro tiempo en trabajo no remunerado y un tercio en trabajo remunerado, mientras que los hombres ocupan su tiempo de manera inversa. De acuerdo a estudios de ONU Mujeres y la Fundación Sol, esto impacta directamente en nuestra autonomía económica, en el avance de nuestras trayectorias laborales y posibilidades ocupacionales, lo que se traduce en un aumento en la pobreza económica y de tiempo, en las perspectivas de acceso a la seguridad social y en definitiva, en una precarización de nuestras condiciones de vida. Según reportes de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, la pandemia del COVID-19 profundizó esta crisis en la región, afectando desproporcionadamente a las mujeres. No solo asumimos una sobrecarga de trabajo reproductivo y de cuidados no remunerado, sino que también enfrentamos una caída en la participación laboral, una sobrerrepresentación en el trabajo informal y una precarización de las condiciones de empleo, lo cual representó un retroceso de más de diez años en nuestra participación en el mercado laboral.
Por otro lado, el trabajo de cuidados asociado a la maternidad no es solo una labor realizada por amor, aunque así nos lo hayan hecho creer. Cuidar es un trabajo y aunque ha sido históricamente invisibilizado como tal, tiene un carácter trascendental para el funcionamiento de las estructuras que configuran nuestra sociedad, incluida la estructura productiva. Para la autora Silvia Federici, esta invisibilización tiene su origen en la división sexual del trabajo, la cual establece una separación ficticia entre una esfera productiva, pública y masculina —remunerada y valorada— y una esfera reproductiva, privada y femenina —no remunerada ni reconocida—. Esta última, asociada a lo doméstico y sostenida moralmente en la idea del amor y los afectos, ha sido desvinculada de lo político, económico y social. Más que una mera división funcional, se trata de una relación de poder que jerarquiza cuerpos y tareas. Así, el trabajo reproductivo, esencial para la vida y la reproducción de la fuerza laboral, ha sido históricamente velado y explotado al quedar fuera de las relaciones económicas.
En este sentido maternar, lejos de ser una experiencia homogénea, trae asociado el desafío que implica conciliar el trabajo productivo con el trabajo reproductivo y de cuidados, intensificado por las condiciones materiales, las desigualdades de clase y los procesos de racialización. Por un lado, gran parte de las mujeres de sectores socioeconómicos altos insertas en el mercado laboral formal, resuelven esta conciliación delegando el trabajo de cuidados a otras mujeres, generalmente de clases sociales más bajas o migrantes. Mientras que muchas de las mujeres que desempeñan un trabajo de cuidados en hogares ajenos, lo hacen a costa de ausentarse, parcial o totalmente, de las necesidades de cuidado de sus propios hijas e hijos. ¿Cómo resuelven quienes cuidan en hogares ajenos la conciliación trabajo-familia? Dejando a sus niñas y niños al cuidado de una abuela, vecina o hija mayor, muchas veces en su país de origen. Esto es lo que se conoce como cadena de cuidados y da cuenta de cómo la maternidad, lejos de ser una experiencia universal, muchas veces se sostiene a costa del traslado de responsabilidades hacia mujeres racializadas, empobrecidas y precarizadas, quienes asumen el trabajo que otras —en mejores condiciones materiales— pueden delegar. Esta dinámica reproduce jerarquías de clase, género y racialización a escala global y local. Por último, y no menos importante, resulta urgente que no solo se hable de las decisiones de las mujeres cuando hablamos de natalidad. Pareciera que nuevamente la culpa recae sobre nosotras y, ¿qué está pasando con los hombres? Durante la pandemia, según datos del Poder Judicial, aproximadamente el 80% de las pensiones alimenticias presentaban algún tipo de atraso, y de este porcentaje alrededor del 60% correspondía a atrasos crónicos, es decir, deudores que acumulaban años sin cumplir con sus obligaciones alimentarias. Con esas cifras y con la ley “Papito Corazón”, quizá a muchas no les suena tan atractivo pensar que en un futuro ese podría ser su panorama.
Para que maternar o no, deje de ser un privilegio
La baja tasa de natalidad ha sido instrumentalizada por los sectores más conservadores, para sostener que el aborto legal agravaría una supuesta “crisis demográfica”. Sin embargo, es fundamental recordar que en Chile el aborto existe, aunque de manera clandestina. La legalidad no determina su existencia, sino las condiciones en las que se practica: hoy, quienes tienen recursos acceden a abortos seguros, mientras que las mujeres y personas gestantes en situación de vulnerabilidad arriesgan su salud y su vida. La penalización del aborto no impide que ocurra, solo profundiza las desigualdades y la violencia reproductiva.
Lo que defendemos desde los feminismos es que el maternar -o la decisión de no hacerlo- sea un derecho y no un privilegio condicionado por la clase social. En nuestro país, la maternidad no es una opción universal: muchas mujeres se ven forzadas a gestar sin recursos ni redes de apoyo, mientras otras, pese a desearlo, se ven empujadas a renunciar a la posibilidad de ser madres. La maternidad, así, se revela como un privilegio para algunas y una carga para otras, en un contexto profundamente desigual. En Chile, no todas las mujeres tienen las condiciones materiales para garantizar a sus hijas e hijos un techo, alimento, educación y los cuidados básicos que toda vida merece. La maternidad no puede seguir siendo entendida como una elección puramente individual, ni como un acto meramente afectivo y “natural”; es una labor profundamente política, inscrita en relaciones de poder y en la organización social de la reproducción.
El trabajo de cuidados —históricamente feminizado, precarizado e invisibilizado— debe ser reconocido, valorado no solo moralmente, sino también materialmente y sostenido colectivamente. Sin embargo, esto no será posible dentro de los márgenes del modelo neoliberal, que individualiza responsabilidades y mercantiliza el bienestar. Las políticas de conciliación, enmarcadas en una lógica funcional al capital, han demostrado ser una trampa que perpetúa la sobrecarga y explotación de las mujeres. Lo que se necesita, es una reorganización radical de la vida social, que desplace el eje desde la acumulación hacia la sostenibilidad de la vida, situando el trabajo reproductivo y de cuidados como pilares centrales de cualquier proyecto emancipador y de justicia social.
• Lorena Núñez-Parra. Doctora en Psicología Social y Académica de la Universidad de Playa Ancha. Participante del Núcleo FemDiSur . Sus investigaciones se enmarcan en los estudios críticos del trabajo y las economías feministas.
• Javiera Arrate, periodista y artista escénica.