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Cuando se trata de migraciones, la verdadera crisis es la continuidad legislativa. Por Eduardo Cardoza y Víctor Veloso

“No aceptes lo habitual como cosa natural. Porque en tiempos de desorden, de confusión organizada, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural. Nada debe parecer imposible de cambiar.”
Bertold Brecht

La falta de políticas migratorias adecuadas ha sido un tema central de los últimos 30 años en Chile, y una expresión de la falta de previsión en políticas públicas de quienes gobiernan sin considerar las evidencias, las opiniones de las organizaciones sociales, de la academia, de las Ongs, además de los seguimientos de organismos internacionales, que insistieron largo tiempo en la necesidad de atender el fenómeno migratorio presente, que se prevé siga ocurriendo en las décadas siguientes. Esta falta de previsión, sin embargo, rinde positivamente tanto en el mercado económico –dados los ingresos que genera la migración al Estado y las oportunidades de bajar costos en mercados o bien informales, o bien precarizados– como en el mercado electoral –donde la agenda securitaria juega de comodín para campañas populistas y espectaculares–. Estas inadecuadas políticas en Chile, desde 2018, operan un cambio que intensifica un proceso regresivo en derechos que abarca a migrantes y al conjunto de la sociedad de formas diversas. Vale la pena ahondar en este panorama.

El máximo de migración recibida en Chile desde 1907 hasta 2017 nunca sobrepasó el 4,1% de la población. Sin embargo, finalizada la dictadura, y entrando en los años 90, se visualiza un crecimiento de los flujos migratorios hacia el país. Comienza el siglo XXI con 10 años anteriores de lento crecimiento de los flujos migratorios y con una legislación creada en dictadura, particularmente en 1975, incluso antes a la Constitución de los 80, con un enfoque propio del régimen político que la dictó: carente tanto de enfoques de derechos como de la experiencia internacional en los temas de movilidad humana. Cabe agregar, sin embargo, que el énfasis securitario que dibujaba al “extranjero” como enemigo viene a profundizar una tendencia en políticas migratorias que se heredaban desde todo el siglo XX, cuando las políticas selectivas para incentivar la inmigración europea, que buscaba “mejorar la raza”, se ven frustradas dando pie a un giro hacia políticas restrictivas, enfocadas más bien en dificultar el ingreso de trabajadores de países vecinos.

La legislación migratoria elaborada en un contexto dictatorial se mantuvo sin mayores cambios en democracia, hasta 2022, y por tanto, se mantuvo un cuerpo legal incapaz de dar herramientas para atender los cambios que se operaban en el país. Sólo con medidas administrativas se pretendió responder al fenómeno social migratorio que crecía de forma importante. Evidentemente fue insuficiente. Por su parte, la nueva ley migratoria N° 21.325, propuesta por el segundo gobierno de Sebastián Piñera, fue discutida en pandemia y dentro de un periodo de crecimiento acelerado de la migración mixta sur-sur en Chile y todo el continente.
Pese a los diagnósticos sobre el agotamiento de la legislación anterior, la nueva ley perpetúa la orientación securitaria predominante del siglo XX, trayendo como novedad un enfoque de derechos condicionados, que lejos de facilitar herramientas para la regularidad migratoria, está construyendo de facto una irregularidad sistémica permanente.

El gobierno actual, para implementar esta ley, ha diseñado una Política Nacional de Migraciones y Extranjería. Si bien esta política declara sus intenciones de respeto a los derechos humanos y a tratados internacionales, lo cierto es que en sus objetivos tiende a reproducir la perspectiva securitaria heredada de la dictadura. ¿Por qué es esto grave? Porque confunde la lucha contra el estatus legal irregular con la lucha contra las personas en situación legal irregular. En la práctica, esto se traduce en un tendencial incremento de la irregularidad, y con eso, de la exposición de las personas que llegan a vivir y trabajar a este territorio a diversos vejámenes y riesgos. Es decir, el Estado sigue proyectándose como el principal reproductor de la irregularidad y de los problemas que ello trae consigo al mismo tiempo que declara querer disminuir la irregularidad. Todo esto conduce a una figura muy paradójica: el Estado promete solucionar lo que más bien produce.

De este modo, la actual política migratoria, enmarcada en una ley inadecuada, continúa sin prever, sin proyectarse al futuro. ¿Por qué? Muchas veces la política piensa a corto plazo. Por ejemplo, piensa antes en periodos electorales que en periodos históricos más extensos, que son los que generan avances sociopolíticos y económicos más significativos. Peor, acaso inconscientemente, actúa normalizando obstáculos a las soluciones de temas vitales para el enriquecimiento multidimensional que necesitan las comunidades de personas que son parte de la vida en común en Chile.

Las evidencias nos muestran que la irregularidad se ha hecho sistémica por la ausencia de políticas adecuadas, producto de un sesgo racista que, como hemos señalado antes, tiene presencia histórica. Esa carga marca a fuego el relato de la continuidad desde 2018 a la fecha. Nunca dio resultado favorable condenar la migración irregular, pues es negar una realidad que existió desde los inicios del estado-nación, en algunos periodos fue más tolerada, otras perseguida. Pese al aporte que han dado las personas migrantes a la sociedad con su trabajo, el estado ha afectado negativamente la calidad de vida de esas personas, restringiendo sus derechos, formalmente y de hecho, por el simple hecho de haber nacido en otro lugar.

La migración es hoy un fenómeno social global. Se trata de personas en movilidad que, en las sociedades de acogida, son mayoritariamente trabajadores y trabajadoras que tienen exactamente los mismos intereses que los nacionales: estabilidad económica y política, seguridad social, y la posibilidad de una vida cada vez mejor. La única diferencia que puede surgir entre las personas que vivimos en Chile, dependiendo del país de origen, surge de las condiciones limitantes de políticas restrictivas y represivas que obligan a quienes son migrantes a la precarización y a la informalidad, y a las cuotas de racismo y xenofobia que, siendo irradiadas a la sociedad en sus distintas instituciones y en la vida cotidiana, generan más segregación que inclusión. Si realmente existe un compromiso político, con visión a largo plazo, por mejorar las condiciones de toda la población que vive en el país, deberemos dejar de confundir las migraciones con el problema social, político y económico del estatus legal irregular producido por políticas mal orientadas. Por tanto, no tiene asidero hablar de una “crisis migratoria”: lo que hay más bien es una continuidad de la crisis en la legislación migratoria. Y parece que eso nadie lo quiere reconocer. Probablemente les costaría caro.


Eduardo Cardoza es miembro del Movimiento Acción Migrante, Víctor Veloso es estudiante del Doctorado en Estudios Americanos de IDEA-USACH. Ambos son investigadores del proyecto Fondecyt N°12401125 “Migración y Trabajo”, dirigido por la Dra. María Emilia Tijoux, en cuyo marco se desarrolla esta columna.

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