Llama la atención que en la década pasada el apodado ‘constructor sin reposo’, Benjamín Vicuña Mackenna, se haya levantado como figura clave de una febril adicción por la ciudad de Santiago. Al parecer motivos sobraron: a cargo de la intendencia entre 1872 y 1875, propuso una nueva textura para aquel Santiago que fue improvisado con adobe y teja colonial, los cuales ya se desmoronaban a cascajos. Entonces la vieja aldea comenzó a despertar con gruesa albañilería conforme se soñaba una vida en Europa, incluyendo envoltorios verdes como parques y paseos circulares para la divina sociedad. Delimitó periferias donde se ubicarían barrios industriales, y hasta surgió la idea de planificar vías de descongestión. O sea y de fondo, fraguó una propuesta blandiendo el sueño de la postergada urbanidad. Delirio que por supuesto, a primeras se conversa consigo mismo.
Lo que ha sido escasamente calculado es el otro aporte de Vicuña Mackenna, el de una ciudad intramurallada cuya nueva belleza le sería vetada a quienes consideraba ciudadanos indeseables. Precisamente desde el Camino de la Cintura (donde vivió y se extendería la avenida que lleva su nombre) propuso barreras sanitarias a fin de excluir a los habitantes de los arrabales del Santiago sur, a quienes no dudó en calificar como “influencias pestilentes”, habitando algo similar a “aduares de beduinos […] reducidos al último grado de embrutecimiento”. Los “potreros sembrados de muerte”, fue la casilla final que jugó a lo básico entre geoagonía y repulsión.
El mal chiste o penosa ironía, es que para el siglo siguiente la avenida Vicuña Mackenna actuaría como alambrada corrosiva separando dos santiagos absolutos. De unos y los otros. El problema consecutivo (o moderno), son barrios y comunas separadas por caricaturas, sugiriendo estar en medio del peligro o un insuperable bienestar. A veces, cabe la verdad, pero en otras, se trata de ridiculizaciones mal boceteadas por cuestiones estéticas o simplemente, por identificaciones políticas que suponen la identidad común. Ocurre, que la casilla cobra tonelaje y le prosigue la economía de la materia gris: no es usual traspasar una frontera porque conlleva el riesgo de no coincidir con la forma. El miedo al desencuadre la privación y puede que hasta el resentimiento, completan el resto.
En ese sentido, la gastronomía en muchos casos ha contribuido a no aplicar criterios insulares y abrir una excepción, al grado de hacernos olvidar que somos ciudadanos típicos del momento. Un claro ejemplo es la conversión de Barrio Italia o barrio Franklin. Este último, la otrora periferia donde mercadeo y delincuencia se promovieron como antejuicios, ha visto gradualmente la entrada de la gastronomía, la coctelería, el diseño y el arte. Es a tal punto, que han ido convirtiéndose en actores recreando una situación permanente.
Distinta es la arteria de Vitacura encasillada hace diez años como la “Miami chilena” (por supuesto que sin playas ni personajes fluorescentes), la cual dio paso a una Nueva Costanera sin casillas pero reconocible por los numerosos contornos de sus terrazas gastronómicas. Sin embargo, un barrio donde la restauración se ve excesivamente sobria y estructurada, interviene en la ciudad más bien como una gélida explosión de la forma y el movimiento.
Desde hace un buen tiempo en el barrio Nueva Costanera ha estado Pampa, el restaurante de carnes idea de Pablo Orradre, quien a saber es argentino, y sucede o podrán imaginarse que hablar con él sobre música, carne, vinos y hasta de aventuras en la barriada, es a un nivel en que sobra gratitud. Aunque hay un pero tras esto, o más bien una inquietud, y era ver de qué manera Pampa podría conectarse con distintas realidades. Y es aquí donde interviene el vino.
Los sommeliers Alan Grudsky y Camila Mosca en acuerdo con Pablo Orradre, congeniaron en crear un bar de vinos, una barra para conocer y reunirse conociendo. El resultado es De Culto, y se encuentra anexado a Pampa. Es un mismo lugar con dos ambientes. Y esto no es la tacañería del espacio sino más bien algo que ha caracterizado a los buenos bares de vino en Santiago: son barras asociadas a un restaurante donde profundizan en vinos que no son habituales en los comedores santiaguinos. Es el caso de Wine Rebels, de Nadia Parra, en Santiago centro, con vinos loquísimos y deschavetados. De igual forma Grudsky y Mosca van por esas locuras, que son de pequeños productores nacionales y extranjeros; vinos que parecen hechos de tierra y mano con un aire que no es frecuente. Y desde esa combinación, de lo que se bebe y el lugar, es cuando se explica una las singularidades de De Culto, y es que en poco tiempo, ha decantado lo que hace que un bar se reconozca como tal: en un público, que es tan alucinante como lo que se bebe.
Parece el lugar natural para un joven poeta recita de memoria los versos de Rimbaud. Y al otro lado un guionista en su peor momento cruza hacia la felicidad, con dos copas compartiendo su anhelo con un celebrado escritor mejicano. Llegan sommeliers y cocineros de todas las cardinalidades santiaguinas. Se ve genuino entusiasmo en personas que buscan iluminación para sus amor. Allí están los curiosos de siempre, o los disfrutadores de siempre, en grupos, solitarios, levantando copas de cepas y estilos mientras pinchan carnes, que es el ritmo a seguir. Sentada se ve a una actriz rezagada en el tiempo con un director que se extravió en el tiempo; quizá sólo recuerdan, porque los recuerdos son facilísimos de beber. Y no pueden faltar aquellos que necesitan un espacio para conversar de sus inquietudes, algunas comprensibles, u otras que parecen tonterías, que en realidad son inesperadas liberaciones. Y eso es un bar, un bar de vinos, donde simplemente las cosas suceden y no se requieren pronósticos.
A ese rincón de Nueva Costanera llegan de todos lados descomplicándose del asunto ‘vino’ (que a ratos tiende a la rigidez y por el contrario, aquí se facilita) a divertirse y zapatear en lo podría ser una frontera, descartándose de cualquier casilla a pesar de que al salir, se nos revela nuevamente un barrio bien logrado en su formalidad. Y este magnífico contraste y hecho es algo que por momentos me recuerda al escritor Julien Gracq, quien escribió algo más o menos así: lo bello ante todo, es lo que desorienta.