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De heridas dictatoriales: Disidencia sexual y un propio mundo para pensar el presente. Por Diego Lagos Garrido y Susana Solís Gómez

En vísperas de los 50 años del Golpe de Estado en Chile, escribimos esta columna dos personas nacidas en el año 1990. Pertenecemos a la generación de Beatriz Hevia, quien comentaba hace unas semanas que no podía dar su opinión acerca de la dictadura militar porque no había vivido en ese período de tiempo. A diferencia de Beatriz, a nosotrxs se nos hace imposible comprender nuestra experiencia de vida y nuestro presente sin enmarcarlo dentro de la complejidad histórica, política y social de nuestro territorio. Hemos optado, entonces, por un permanente ejercicio de Memoria, por ir tejiendo nuestra propia historia y nuestra propia vida con la hebra del recuerdo.

A nuestros treinta y dos años, y cuando muchos como Hevia nos han dicho que no podemos hablar porque no nacimos en esa época o que dejemos atrás las heridas del pasado, nosotrxs seguimos con la herida abierta. No se elige tenerla, es el curso de los hechos, la historia política y social de la que somos parte. A 50 años, nos encontramos con un ascenso de los sectores conservadores y anti-derechos, que quieren devolvernos con violencia al closet, lamentablemente, esas intenciones, también calaron fuerte en los sectores populares y, solapadamente, en algunas de las organizaciones de las izquierdas.

Reconociéndonos como parte del colectivo de la disidencia sexual, nos hemos impulsado a escribir esta columna con el afán de poder hacer este ejercicio de tejido que antes mencionamos, entre nuestra pertenencia a este colectivo y la vivencia de la dictadura. Existe allí un cruce pocas veces visibilizado y que se vuelve necesario hacer presente, sobre todo pensando en un contexto actual donde los cuerpos que pertenecemos a las disidencias, seguimos viviendo la discriminación y la violencia muchas veces de la forma más descarnada.

Así, la tortura, uno de los hechos más escalofriantes ocurridos sistemáticamente durante el período dictatorial, nos lleva a pensar y analizar las prácticas que, con la misma sistematicidad, se han llevado adelante sobre quienes somos parte de este colectivo. A modo de ejemplo, Miguel Lawner, preso político, recordaba y escribía acerca del clóset como un método de tortura en el centro de detención de Villa Grimaldi. Allí, comenta que experimentaba un calor insoportable, que llegaba a ahogar a quienes eran sometidos al encierro.

Rita, mujer travesti del sur, dice que cuando tenía catorce años, le encerraban en un galpón sin comida. Otrxs compañerxs nos han hablado acerca de esta práctica como una forma de coartar la expresión sexual, de género. Una manera de restringir nuestra propia identidad y existencia. En nuestro caso, recordamos como los lugares en donde crecimos, pueblos del sur de Chile, fueron también un gran clóset que cobraba forma en la estructura heteropatriarcal que guiaba nuestro día a día. Siquiera llegar a pensar en que nuestra orientación sexual podía tener lugar, podía ser realmente válida, era una ilusión. El silencio era una ley impuesta de manera arbitraria e incuestionable.

Crecimos en espacios educativos y familiares donde la norma era la heterosexualidad obligatoria. Quienes se atrevían a desafiarla, eran cuestionadxs o convertidxs en objeto de burla. La broma, el chiste, las palabras peyorativas eran dispositivos de control que rodeaban nuestro cotidiano. Nosotrxs vivíamos a solas con nuestra verdad. Se nos negaba la libertad de expresión.

Aún cuando la dictadura cívico militar terminó con la llegada de la democracia, en la que se ha mantenido el modelo económico neoliberal que ha calado y precarizado la vida de tantas personas y aún, como es bien sabido, se sostiene la constitución dictatorial del 80, las violencias sistemáticas hacia el colectivo han seguido su curso. Un hecho muy visible lo constituyen las violencias que se expresaron durante el contexto del estallido social, donde la represión policial se dirigía con especial atención a los cuerpos que se salían de la norma. Pero aún fuera del estado de emergencia formal, pareciera que nuestras existencias circulan en permanente peligro. Es lo que nos recuerda el reciente asesinato de Ever, cuya identidad de género no fue respetada incluso luego de su deceso.

¿Cuántas nuevas generaciones deben vivir el día a día soportando las diferentes dinámicas discriminatorias y violentas en sus espacios familiares, educativos y/o laborales? ¿Cuántxs continúan viviendo en el silencio y en el encierro dentro de los territorios de este sur del sur?

Si aún nos mantenemos con los resabios de la dictadura dentro de nuestra vida diaria y aún hoy en día la impunidad marca a las miles de familias afectadas por vulneraciones a los DDHH durante este período ¿Podemos pensar en una fecha de término para nuestro propio estado de excepción?

En términos de propuestas, pensamos que para sanar la herida son necesarias muchas manos. Manos que también estén heridas, pero que en conjunto puedan crear un mundo posible para nosotrxs. Gloria Anzalúa nos invita a dialogar desde la idea de frontera, Claudia Rodriguez a imaginar un futuro travesti, Silvia Rivera Cucicanqui un mundo ch´xi, Daniela Catrileo nos habla desde el río herido.

No queremos un mundo perfecto, que mire hacia el futuro y olvide el pasado. Somos mundos heridos y ahí queremos seguir, sin olvidar, con rabia, alegría y deseo. En ese mundo herido somos mucho más que víctimas; somos protagonistas de nuestra propia historia, de esa que nos quitaron y que estamos recuperando, para visualizar, en algún horizonte, una vida que pueda ser vivible para todxs.

Diego Lagos Garrido
Susana Solís Gómez
Integrantes Colectiva Disidencia Aquí y en la Quebrá del Ají

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