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De la tutela al sujeto de derechos: la historia inconclusa de la protección a la infancia y adolescencia en Chile. Por Maritza Ortega Palavecinos

Desde los albores del siglo XX, Chile ha construido -y reconstruido- su sistema de protección a la infancia como si buscara permanentemente corregir un error de origen. Los nombres cambian, las instituciones se reforman, los decretos se promulgan, pero la deuda persiste: la protección sigue siendo más asistencial que especializada, más reactiva que reparadora.

La primera arquitectura institucional se remonta a la Ley 4.447 de 1928, que creó la Dirección General de Protección de Menores y los Tribunales Especiales de Menores. El país transitaba desde un enfoque punitivo hacia uno de tutela estatal, todavía centrado en la “corrección moral” y el control más que en la restitución de derechos. Durante las décadas de 1930 a 1960 se consolidó una red de casas, internados y reformatorios que respondían a la lógica caritativa y disciplinaria de la época: se acogía, se asistía, pero no se reparaba. En 1966 se dictó la Ley 16.520, que creó el Consejo Nacional de Menores (CONAME), con mandato de coordinación de políticas, aunque sin herramientas ni presupuesto para incidir realmente.

En 1979, en plena dictadura militar, se dictó el Decreto Ley 2.465, que dio origen al Servicio Nacional de Menores (SENAME), dependiente del Ministerio de Justicia. Su función era doble: proteger a niños/as vulnerados y ejecutar medidas para infractores de ley. Esa fusión - en un mismo organismo - de niños vulnerados y adolescentes sancionados marcaría por décadas una confusión estructural. El enfoque fue tutelar, disciplinar, jerárquico. La infancia, administrada por el Estado, se convirtió en objeto de control.

Con el retorno a la democracia y la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño (1990), el discurso cambió. Se habló de “niños sujetos de derechos”, de “protección integral”, de “restitución”. Sin embargo, la práctica institucional siguió anclada en la residencia, la internación y el castigo simbólico del abandono. En 2017, una investigación de la PDI detectó 2.071 casos de violencia y abuso en hogares del SENAME, y al menos 310 con connotación sexual. Naciones Unidas calificó la situación como una violación “grave y sistemática” de derechos humanos. En 2019, 187.825 niños y niñas fueron atendidos por el servicio; el 3,8 % estaba internado en residencias y el 5 % en acogimiento familiar. Las cifras expusieron la distancia entre el lenguaje de derechos y la realidad institucional: lo que se llamaba “protección” seguía siendo contención o incluso castigo.

Frente al descrédito total del modelo, en 2020 se promulgó la Ley 21.302, que creó el Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia (SNPE) - conocido como “Mejor Niñez”-, dependiente del Ministerio de Desarrollo Social y Familia. El cambio prometía especialización, acompañamiento familiar y reparación del daño. Pero la pregunta inevitable, cuatro años después, es si esa promesa se cumplió.

En la práctica, el nuevo servicio heredó gran parte de las limitaciones estructurales del antiguo SENAME: alta rotación de equipos, brechas en formación técnica, precariedad en la oferta regional y una débil articulación intersectorial. Los programas continúan fragmentados entre modalidades que responden más a la lógica del financiamiento que a la del acompañamiento integral, y la sobrecarga de casos mantiene al personal al borde del desgaste. El modelo cambió de nombre y dependencia administrativa, pero no de paradigma: el foco sigue puesto en administrar la vulneración, más que en prevenirla o repararla desde la comunidad y la familia.

Para 2025, el SNPE informa 115.558 niños y adolescentes atendidos al mes: 5.095 en residencias, 10.353 en familias de acogida y más de 91 mil en programas ambulatorios. Sin embargo, los datos revelan que la especialización aún es una promesa más que una práctica: entre 2021 y 2025 el número de lactantes - menores de 24 meses - en residencias aumentó un 72 %, y cada año unos 400 jóvenes egresan sin red de apoyo al cumplir la mayoría de edad.

En ese mismo período, Chile aprobó una de las reformas más significativas en materia de infancia: la Ley 21.430 de Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y Adolescencia (2022). Esta norma establece el marco legal que reconoce a los niños y niñas como sujetos plenos de derechos, obligando al Estado a garantizar su ejercicio mediante políticas integrales, mecanismos de participación y sistemas locales de protección. Su promulgación representó un avance jurídico esperado durante décadas, pero a tres años de su entrada en vigencia, sus principios aún no se traducen plenamente en prácticas territoriales ni en coordinaciones efectivas entre servicios públicos. La ley de garantías fue el paso normativo que faltaba, pero no ha logrado convertirse en la cultura institucional que la infancia chilena necesita.

La historia muestra una continuidad inquietante: Chile avanza en leyes, diagnósticos y discursos, pero tropieza en la implementación. Los esfuerzos normativos se vuelven insuficientes cuando la política pública se reduce a enunciados sin estructura operativa que los respalde. El país cuenta con cuerpos legales modernos, pero sin un sistema robusto de gestión que permita convertirlos en transformaciones reales. La fragmentación institucional - entre justicia, salud, educación, desarrollo social y gobiernos locales - continúa generando respuestas dispersas, donde cada organismo actúa dentro de sus límites administrativos, pero sin asumir una responsabilidad compartida sobre la vida de los niños y niñas.

El resultado es un entramado que interviene mucho, pero repara poco. Los niños, niñas y adolescentes circulan entre oficinas, programas, familias de acogida, hospitales y profesionales, sin que exista un hilo conductor que garantice continuidad ni coherencia en los procesos. Se habla de protección integral, pero en la práctica se ejecutan medidas aisladas, temporales y muchas veces centradas en la contención de crisis más que en la restitución de derechos. En este escenario, el acompañamiento se vuelve episódico, la reparación simbólica y la especialización una aspiración más que una práctica.

Un siglo después de los primeros tribunales de menores, Chile exhibe un andamiaje legal de avanzada, pero aún opera bajo la vieja lógica asistencial: se “atiende” más que se “protege”, se “alberga” más que se “restituye”. La tecnificación del discurso no ha logrado sustituir la ausencia de una política intersectorial real, con financiamiento estable, seguimiento territorial y evaluación de impacto. Los diagnósticos se acumulan, pero las condiciones estructurales que producen la vulneración - la pobreza, la desigualdad, la violencia intrafamiliar o la precariedad institucional - permanecen intactas.

El desafío técnico, ético, social, comunitario y político del país es pasar del control a la reparación, de la tutela a la emancipación, de la burocracia a la dignidad. Y para eso no basta con reestructurar instituciones: se requiere un cambio cultural en la forma en que el Estado y la sociedad miran a la infancia.

Hoy, el llamado no es solo a fortalecer presupuestos o crear nuevas estructuras, sino a construir una ética pública de la infancia; una que entienda que proteger no es encerrar, sino acompañar; que reparar no es solo atender, sino restituir vínculos, proyectos y sentido. Mientras la infancia siga siendo administrada por instituciones que operan desde la urgencia política más que desde el cuidado, Chile seguirá reproduciendo la misma herida que intenta sanar.

Porque proteger no puede seguir siendo un verbo burocrático.

Debe ser una acción política, social y profundamente humana.

Y mientras existan niños, niñas y adolescentes esperando justicia, ningún sistema podrá llamarse “especializado” en protegerlos.

Ojalá algún día, en Chile, los niños y niñas sí sean primero.

No como consigna de campaña política, sino como verdad cotidiana.

Que sean primero en el presupuesto, en la mirada, en la decisión pública y en la ternura.

Que ningún niño, niña o adolescente vuelva a esperar justicia, ni a crecer entre informes, residencias o excusas administrativas.

Que la infancia deje de ser una deuda y se convierta, por fin, en una prioridad ética y política que atraviese todo lo que somos como país.

Solo entonces podremos decir que aprendimos a proteger de verdad.

Maritza Ortega Palavecinos

Trabajadora social - administradora pública.

Jefa Departamento de Intervención Psicosocial del Hospital Dra. Eloísa Díaz Insunza de La Florida.

Investigadora y autora de diversas obras sobre humanización, derechos y modelo sociosanitario en Chile.

Divulgadora de contenido en @trabajosocial_saludpublica

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