Desde el colegio aprendimos muy tempranamente que el 12 de octubre “celebraba” el Día De La Raza y/o La Hispanidad en recuerdo del evento histórico que registraba la llegada de Cristóbal Colón a América en 1492. A principios del Siglo XX (1914), un exministro español cuyo nombre guardaremos merecidamente en el olvido, propuso esta primera denominación para celebrar la “fiesta de la raza” con la sospechosa intención de fomentar la Unión Iberoamericana. La propaganda de la época mostraba sendos afiches en la que un hombre español blanco, barbón, con armadura y morrión sostenía la espada mientras que delante de él, un campesino pobre, de piel oscura, sostenía una pala… la diferencia de altura y tamaño corporal favorecía por supuesto la gallardía del español, dejando muy clara las posiciones de esta unión que se estaba proponiendo.
Si repaso la infancia puedo recordar la serie de esculturas, pinturas y láminas a todo color en las que se ensalzaban las figuras de los conquistadores y la hazaña de “descubrirnos”. Así varias generaciones crecimos probablemente con la idea muy naturalizada de que esto era un evento muy positivo y alegre, que nos permitió a los pueblos americanos encontrarnos y beneficiarnos de los vientos progresistas que venían con Colón para establecer nuevas colonias en nuestro continente; en esto de manera tácita, predomina un ideario de la unidad latinoamericana como derivada de esta raíz común en una herencia lingüística y cultural que nos conecta hasta ahora.
De niña a lo largo de los 12 años de escolarización obligatoria, recuerdo perfectamente las actividades de festejo en los actos cívicos en el colegio de las monjas italianas y españolas en las que cada curso debía tener representantes dispuestos a venir disfrazados de indígenas y conquistadores para recrear el acto simbólico- muy racista debo decir- del encuentro de estas dos identidades. En esas pseudo reanimaciones históricas de bajo presupuesto siempre los indígenas estábamos de rodillas en actitud venerante de este grupo de hombres blancos, que levantaban con la misma fuerza y a la misma altura, la espada y la cruz. Después la filmografía de mayor presupuesto con Robert de Niro y Jeremy Irons, también reforzaba la compasión misionera, evangelizadora de niños indígenas vestidos de blanco cual coro de ángeles.
Tampoco puedo olvidar el refuerzo constante de las estructuras simbólicas de nuestra manera de pensar y ordenar el mundo a través las interminables “clases de castellano” con las extensas horas dedicadas a las reglas ortográficas, gramaticales y hasta en el modelado
casi ortopédico de la letra en caligrafía. Las clases de castellano no hablaban del lenguaje y la comunicación en un sentido amplio como ahora, en que algo hemos avanzado en impregnar críticamente el currículo oculto a través de una pedagogía capaz de cuestionar el aprendizaje de esta lengua materna de la “madre patria”, como si se tratara de una única expresión de ese español que nos legaron los conquistadores. Sin embargo, aquí estoy inevitablemente escribiendo, leyendo, pensando y hablando en el español criollo que resultó tras los 500 años de dominación y mestizaje.
Tampoco puedo olvidar las clases de historia en las que se nos hablaba de la pacificación de la Araucanía, de la que hoy entendemos bastante mejor cuan poco tuvo de pacífica; o de cómo hay otra tradición oral o historia social – parafraseando a Gabriel Salazar- que narra el relato doloroso de los pueblos que vivieron y aún tienen en la memoria colectiva, los saqueos y violencia de la soldadesca o las medidas políticas de integración de la república tras procesos de independencia, que solo reforzaron la expropiación y el relegamiento de nuestros grupos ancestrales y de grupos afrodescendientes que fueron traídos como mercancía esclava en el pasado.
Si tuviera más tiempo, seguro podría seguir enlistando casi infinitos ejemplos de cómo en nuestra socialización, en nuestro diario vivir y en las formas de relacionarnos, estos traspasos se hacían con total normalidad, colonizando las jóvenes mentes de los educandos, como le gustaba decir a un par de directoras que conocí.
A finales del Siglo XX, empezó a reconsiderarse la idea de que esto tal vez no había sido un descubrimiento, sino que se trataba más bien del “Encuentro de dos mundos”. En una postura más conciliadora pero que seguía la lógica asimilacionista, seguíamos reforzando simbólicamente el dualismo y la oposición del ellos y nosotros que disfrazaba de consentimiento esa falacia del encuentro, cuestión que tampoco habíamos elegido, porque para sincerar, en realidad el mundo del norte llegó sin permiso al mundo del sur y en otra versión remozada de la historia, nos regalaron un mapamundi en el que se consagra el norte/sur en una tradicional pero arbitraria dicotomía de arriba/abajo, reproduciendo de nuevo las mismas posiciones de poder superior/inferior, en un perfecto ejemplo de cómo el lenguaje crea y recrea la realidad, tal como decía Humberto Maturana.
Han pasado varias décadas de aquellas enseñanzas, décadas en las que he debido desaprender y aprender a mirar y leer la historia nuevamente desde el ángulo que me fue negado y es difícil porque no siempre es tan accesible.
Hoy veo con esperanza que en los colegios -en unos más que en otros- las generaciones más jóvenes ya han podido acceder a otras historias, a aquellas que muestran un panorama más completo y complejo de la composición de nuestras identidades y en donde se abordan cuestionamientos, que no se ocultan los daños y no se tiene miedo a asignar las responsabilidades. Si bien nos falta mucho por avanzar en tener y mantener la memoria, es interesante observar cómo el discurso y la práctica van poco a poco permeando expresiones de mayor reconocimiento de nuestras diferencias, lo cual no significa la superación repentina de estos obstáculos. Esto, como tantos cambios culturales, tiene unos antecedentes, es un proceso lento y acarrea una responsabilidad conjunta en el sentido en que es una decisión querer hacernos cargo de la historia y la herencia mestiza que nos configura.
Tras más de cinco siglos de esta configuración histórica y cultural, pienso que estamos frente a una gran oportunidad de reconocernos y valorarnos en nuestras diferencias como pueblos e identidades y se notan pasos importantes hacia ello, que parten por renombrar y resignificar en muchas partes de nuestro continente a este día como el día de la resistencia indígena o el día de la resistencia indígena, negra y popular, dependiendo de la experiencia que cada país ha tenido en relación al reconocimiento de sus grupos e historias específicas.
Esto es importante porque incluso aceptando que somos sociedades que tenemos en común el haber sido forjados en unas condiciones de opresión y colonización similares y de incluso sentirnos hermanados en ello, no debemos perder de vista que esto también puede ser parte de esta herencia colonial que conlleva riesgos de homogeneización de nuestras identidades en nuevos discursos triviales de interculturalidad. La interculturalidad a la neoliberal, funde nuestras diferencias en un campo de negociación de la identidad latinoamericana como un nuevo signo de homogeneidad, lo que podría inhibir nuestra capacidad para reinterpretarnos y adaptar los símbolos y prácticas que nos diferencian en estas culturas híbridas que hemos llegado a ser, lo que en el decir de García Canclini, se puede entender como los espacios donde habita el valor de la creatividad y la resistencia de nuestras historias singulares, donde las comunidades reinventan su identidad en diálogo con influencias externas, esas mismas que nunca han dejado de estar.
En este día de las resistencias indígenas, afrodescendientes y populares, abracemos la oportunidad de hacer de esta efeméride, un hito de conmemoración que nos recuerde cada año el sentido de supervivencia que nos marcó, pero también el valor de nuestras diferencias y la búsqueda de un horizonte de justicia social que contemple lo que cada grupo cultural reivindica, porque solo en ese reconocimiento hay una oportunidad genuina para un diálogo intercultural.
Marcela Salazar Ramos es antropóloga social, doctora en Educación, coordinadora del Programa de interculturalidad Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
