En kioscos: Noviembre 2025
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Democracia, candidaturas y elecciones. Por Patricio Bustos Pizarro

La democracia, entendida como un sistema de organización política, de convivencia cívica, de gobierno participativo y de ejercicio soberano del poder en las sociedades occidentales, es probablemente uno de los logros y avances civilizatorios más significativos y relevantes en el desarrollo de la humanidad.

Haber planteado que el poder político en una sociedad radicaba en las personas o ciudadanos que conforman una comunicad no fue algo que se alcanzó de un día para otro y tampoco se debió a la buena voluntad y libre decisión de los gobernantes por desprenderse del poder. Muy por el contrario. Ya lo señalaba el teórico político y diplomático italiano Nicolás Maquiavelo en el año 1532, en su obra “El Príncipe”.

Para Maquiavelo el político o el gobernante debía concentrar y dirigir sus acciones tras los objetivos de acceder a los espacios de poder, de ejercer influencias para procurar mantenerse en ellos y de generar las condiciones propicias para acrecentarlos a su favor. En otras palabras, concentrar el máximo de poder en sus manos y gobernar a otros, imponiendo a los gobernados de muy diversas formas su voluntad.

Por siglos en las sociedades, básicamente occidentales, la idea de poder político o el concepto de poder estuvo vinculado de maneras muy diversas y a través de numerosas expresiones histórico- culturales a formas de gobierno relacionadas con aspectos religiosos, teológicos, dinásticos, monárquicos, oligárquicos y autoritarios, entre otras muchas formas de gobiernos de alcances y significancias menores.

Incluso el concepto y el sistema democrático de gobierno concebido e instalado por Clístenes en la Atenas de la Grecia antigua, hace 2.500 años, por razones obvias ha variado sustancialmente respecto de las concepciones modernas y contemporáneas, tanto desde el punto de vista simbólico y cultural como organizativo y jurídico. Entendido así, es posible sostener con cierta seguridad que lo único que hoy permanece casi inalterable, considerando las diferencias propias que emergen de los procesos de evolución histórica, entre la democracia del siglo VI y la democracia de los tiempos actuales es el nombre y su significado y alcances primigenios. La elección periódica de quienes ejercen el poder político y la participación de los ciudadanos en los procesos eleccionarios también perduran, pero con marcados matices. Otra cosa muy distinta, y que sin dudas da para otra columna, es el tema del origen y de la legitimidad del poder y su evolución a través de los siglos.

En consecuencia, el haber planteado algo diferente a las formas no democráticas en que las sociedades se organizaban y gobernaban en el pasado, en distintos periodos de la historia, no solo constituía una herejía, sino algo que atentaba contra la ley natural, llegando incluso a desafiar los designios de dioses y divinidades. Sin dudas que para la época resultaba descabellado, desafiante y casi suicida pensar y sostener que el poder pudiese radicar en los ciudadanos, en las personas, en los habitantes de una ciudad, es decir, en quienes mayoritariamente conformaban una comunidad y en quienes aportaban con su trabajo y esfuerzos a sustentar su desarrollo, su progreso y su proyección. Aquellos que formularon y promovieron esas ideas descabelladas, desafiantes y suicidas fueron quienes legaron y transmitieron a las generaciones posteriores lo que hoy se entiende y conoce como democracia.

Sin embargo, e independiente de las modalidades y de las formas en que la democracia se ha entendido y practicado en las sociedades de algunas de las Polis de la Grecia antigua, de la Roma republicana o en las sociedades modernas y contemporáneas, un aspecto sustancial de las democracias siempre ha estado presente, también de muy diversas formas y modalidades. Se trata de los procesos de eleccionarios mediante los cuales se han elegido a quienes han llevado a la práctica el principio democrático de la representación de la soberanía popular.

De acuerdo con los planteamientos de la teoría democrática, es en el pueblo donde radica la soberanía popular y de su voluntad emana el poder público. Siendo así, conseguir el respaldo y el apoyo de los integrantes del pueblo se transformó en un objetivo altamente preciado. En distintos contextos históricos, y tras el propósito de ofrecer desinteresadamente sus servicios para trabajar en beneficio de la comunidad y de los intereses de la sociedad, surgió la figura del candidato, figura que con el transcurrir de los siglos también ha experimentado transformaciones y adquirido una multiplicidad de significados y alcances tanto simbólicos como políticos.

¿Pero en qué contexto histórico y por qué surge la figura del candidato o el concepto de candidatura?

Como es natural, las sociedades y sus modos de organización, de convivencia, de gobierno y de ejercicio del poder político evolucionaron y se complejizaron. La política o los asuntos de la ciudad o de la República se hicieron públicos y los organismos y mecanismos de poder en los que se estructuraban las sociedades comenzaron a requerir de personas idóneas, competentes y calificadas para su administración, conducción y gestión. Las decisiones ya no dependían únicamente de la figura del rey, ni de la nobleza o del gobernante, fue en este contexto que comenzaron a intervenir también el pueblo, sus representantes y sus organizaciones, el Senado y otros organismos de similares propósitos.

En el caso de la República de la Roma del siglo V y para los cargos disponibles se requería de representantes o magistrados, los que necesariamente debían ser electos de entre varios ciudadanos interesados en contribuir al desarrollo y al progreso de la sociedad romana, en velar por el bien común y por su estabilidad. Las elecciones introdujeron el concepto de competencia política entre los ciudadanos que legítimamente aspiraban a transformarse en representantes de distintos grupos de interés para administrar el Estado y para aplicar la ley. Los magistrados se convirtieron en los funcionarios públicos del Estado Romano, funcionarios altamente capacitados e idóneos ética y moralmente para desempeñar funciones de carácter ejecutivas, judiciales y administrativas.

¿Pero qué simbolizaba, representaba o se buscaba con la figura del candidato y su candidatura?

La palabra candidato contiene en sí una diversidad de alcances simbólicos y prácticos de la mayor relevancia. En efecto, el origen etimológico de la palabra candidato proviene de la palabra latina “candidatus”, que a la vez procede de la palabra “candidus” que normalmente suele ser traducida como cándido, puro, limpio, inmaculado, haciendo referencia con ello fundamentalmente a la idea de personas que reunían ciertas cualidades éticas y morales que los transformaban en personas idóneas para asumir responsabilidades públicas y políticas en la República.

Por su parte, la palabra latina “candidus”, que también solía utilizarse como un adjetivo, servía para describir, destacar y relevar los rasgos y las cualidades de una persona cuyos pensamientos y conducta cívica lo convertían en alguien sincero y puro; adquiriendo con ello también dimensiones asociadas a la blancura, a la brillantez y a lo radiante. Ser reconocido como una persona cándida significaba e implicaba transformarse en alguien que por su forma de ser en la ciudad brillaba con intensidad, irradiando hacia el pueblo y hacia los ciudadanos una imagen de seriedad, de responsabilidad y de pureza que lo convertían casi de inmediato en un potencial candidato.

La palabra candidato simbolizaba la blancura, la pureza y la sinceridad de intenciones que debían estar presentes en el ciudadano que aspiraba a ser electo para ejercer alguna magistratura en la República. Por tal razón en la antigua Roma los candidatos debían vestir una túnica blanca, llamada “Toga Candida”, que representaba la honestidad, la probidad, la integridad y la honradez; todas virtudes y actitudes que la ciudadanía buscaba y esperaba de un candidato para ejercer la función pública. De ahí que los candidatos a magistrados debían presentarse vestidos con una túnica blanca.

Como es posible apreciar, un elevado estándar de exigencia ética y moral era requerido a los ciudadanos que buscaban ser ungidos como candidatos. En el sentido más primigenio del concepto y del proceso de elecciones establecidas en la República de la Roma antigua, constituía para los candidatos un gran honor asumir la condición de tal y para quienes posteriormente resultaban electos una gran responsabilidad cívica de representar y de servir a los ciudadanos y a la República.

Sin embargo, y como ha ocurrido en todas las sociedades y civilizaciones en el desarrollo de la humanidad, las ambiciones desmedidas, el ego incontrolable, las intrigas de poder, la corrupción y la creciente pérdida de los valores y los principios que sustentaban el ejercicio de la novel democracia y de la República provocaron su debilitamiento progresivo, su decadencia moral y luego su extinción.

En unos días más en Chile se realizará la novena elección presidencial y parlamentaria desde que en 1990 se retornó a la democracia. En las papeletas aparecerán 8 candidatos a la presidencia, 125 candidatos al Senado y 1.096 candidatos a la Cámara de Diputadas y Diputados. 1.229 candidatos y candidatas buscarán conquistar la adhesión y las preferencias de la ciudadanía para ser electos y así gobernar Chile y dictar nuevas leyes que regirán los destinos de la ciudadanía y del país.

Es legítimo entonces preguntar, sin caer en romanticismos, ¿Cuántos de los candidatos y de las candidatas inscritas para participar en las elecciones del 16 de noviembre de 2025 reúnen los requisitos éticos y morales exigidos en la antigüedad para vestir la túnica blanca?

Sería muy útil que los electores, en los que radica la soberanía y la voluntad popular, pudiesen reflexionar en profundidad y con espíritu crítico amplio acerca del tipo de autoridades que Chile requiere y necesita para ser gobernado y para conducir al país por la senda del desarrollo inclusivo y sustentable, para dictar leyes que respondan a las necesidades y requerimientos más urgentes y sentidos de los ciudadanos.

Quizás también sería oportuno y hasta necesario que los ciudadanos pidan y exijan a los candidatos y candidatas que transparenten sus reales motivaciones y que muestren en forma prístina y objetiva sus propuestas e iniciativas. Unas cuantas imágenes rejuvenecidas, unos atractivos slogans en los afiches, unos jingles pegajosos en las radioemisoras, algunas cuñas efectistas en los medios de comunicación e imágenes seductoras en la franja electoral no son suficientes ni alcanzan para ver y diferenciar el verdadero color de las túnicas que por estos días visten los que aspiran a entrar a La Moneda y al Congreso.

Hoy más que nunca se hace necesario recordar a los ciudadanos, que los electores son los principales responsables del tipo de autoridades que resulten electos para gobernar, para dirigir el país, para cuidar y fortalecer el sistema democrático y para asegurar la construcción de un sistema de derechos sociales inclusivo, justo, plural, fraterno, solidario y tolerante. Por eso, votar no es solo marcar una raya más en unas cuantas papeletas de colores.

Patricio Bustos Pizarro

9.314.562-3

Compartir este artículo