Preguntamos –la necesidad de “arder en preguntas” como escribía Artaud– ¿cuál es, si es, la salud de la democracia en Chile? ¿o su estado de ánimo, su gracia, sus des-gracias, su potencia o su impoder (Blanchot)? Cuál el lugar en el que más allá de los metabolismos discursivos cotidianos, perforados de intereses hegemónicos y de reproducción sistémica, logra sobrevivir al constante riesgo de muerte que la acecha. O riesgo de vida, por cierto.
Porque no se sobrevive a la muerte, se sobrevive a la vida, dirá Jacques Derrida (la sobrevida).
O bien que, en su dimensión gerencial, puramente de gestión orientada a pasteurizar un presente radicalmente inestable, lo que se intenta es estucar (para no mostrar las grietas y las deformaciones simultáneas que atraviesan su rostro sin cuerpo) la agonía, es decir esa zona intersticial, crítica, en la que no existe ni plena vida ni plena muerte sino, parcialmente, respiración artificial. Hablamos de una democracia medicada que peligrosamente se recupera una y otra vez en aquella zona anfibia que recorre al filo, ahí, en el límite de dejar de ser, al margen, alucinante de moribunda pero que en su tecno-devenir incesante sigue enchufada a la espera, tal vez, de vivir eternamente o que, de “Golpe”, sea de nuevo lanzada al perímetro de lo inerte y en el que un país entero se re-refleje en las vitrinas del espanto.
La democracia, lo decía Rancière, ha sido motivo desde siempre (y en tanto es concebida como la cristalización de una amenaza que, en su ser-pueblo –“naturalmente” desposeído de derechos– amaga con destronar a los que detentan el poder ya sea por herencia o por designación divina) de un odio; pero vamos más lejos, también, siempre, se ha odiado a sí misma y es, pensamos, el aleph de su propio delirio, la cardinalidad primera que orienta su krisis y el factótum de su potencial desmoronamiento. Esto es serio, desolador, en ningún caso expresión de un deseo, sino casi una sociología de la catástrofe; toda vez que pensamos en el presente y futuro a corto, mediano o largo plazo de la democracia chilena, no podemos sino evidenciar su entumecimiento, el río de hielo que empieza a recorrerla con el peligro de petrificarla y así despejar la ruta para que la estulticia, politizada y retorizada en neofascismo, ingrese por la puerta ancha de una historia que la democracia misma no pudo defender porque su naturaleza siempre será traicionarse, corromperse, contagiarse de sí misma y hacer vaporosos sus principios que al final son nada más que decires, léxicos, símbolos y figuraciones delirantes que con la realidad no tienen ningún parentesco. Democracia sin pueblo, democracia que decreta participación, democracia corrupta, democracia paciente crónico, democracia depresiva, democracia etérea, democracia sin humanos, democracia avatar.
Todo esto a propósito de la fundación “Democracia viva” ligada al oficialismo y a la que, como ya sabemos, le fueron transferidas pornográficas sumas de dinero y que, juicios morales más juicios morales menos, devolvió a la política a su sitial típico y ubicó a los nóveles estandartes de la plaza Ñuñoa que asaltaron el Palacio de Santiago-Centro en la órbita clásica donde gravita el poder.
Ahora se rasgan vestiduras; ahora todos son prístinos paladines de la política sin corruptela y nadie más que la pandilla juvenil de “Las lanzas” sería la culpable –hoy es parte, sin duda– de la reproducción del tráfico de influencias, la “hermandad”, la repartija del piño, las sábanas y los acomodos, en fin. Política, poder y corrupción son partes del mismo desastre y entre todos abrevian un principio que es, en Chile, tan antiguo como coyuntural, tan inmemorial como reciente. Aquí aparece la pulsión adherida que le va a todo ejercicio de autoridad cuando de gobernar se trata.
Entonces un par de cosas.
Siguiendo a Hannah Arendt el “mundo”, como espacio del inter-ese donde lo público y lo común serían los ejes de toda potencial comunidad, es llevado al terreno de lo político. En esta dirección, el mundo sería la posibilidad de agenciarse en la polis distribuyendo sentidos comunes, pre-juicios; prejuicios que van a ser entendidos por la filósofa como el lugar previo al dictamen del totalitarismo y en donde habita, al final, la condición de posibilidad de lo puramente político y el impulso de toda resistencia. El mundo entonces, al generar sentidos comunes, nutre a la política de signos y efectos de interpretación de la realidad que nos une y reúne.
Y volvamos. Si vamos a la etimología de la palabra corrupción, sabremos que viene del latín corruptio. El término está compuesto por el prefijo con que significa “junto” y la locución rumpere que, a su vez, significa “romper, quebrar, partir” (Rodríguez, 2004; Pardo, 2018). En esta línea lo que ocurre en la democracia chilena y en cualquiera, lo que le sería propio y consustancial en no importa qué momento histórico o cuál grupo político, es la ruptura en conjunto de un mundo, en el sentido de Arendt.
Queremos decir que no se trata solo de cantidades de dineros morbosos los que se filtran entre membresías, o de piñatas selectas a las cuales solo algunos son invitados, o de coimas muy bien dirigidas. No, es mucho más serio, y triste. Se trataría de un mundo que en su significación política más pura se ve despedazado por la acción programada de un saqueo que lo craquela no solo destituyendo, sino que desactivando lo común. Esto nos obliga a volver a auto-poseernos, volver al yo que se procesa en los intereses particulares suturando con este desplazamiento lo que Judith Butler denominó, ahí donde también pensaba en la condición sine qua non de lo político, desposesión.
La democracia en Chile siempre ha agonizado. Se engendró moribunda y es congénitamente el eslabón canónico de tragedias ciertas. Por lo mismo nunca ha sido plena porque siempre ha sido capturada por la oligarquía ya sea hacendal/tabaquera, o gremial/chicaguista o concertacionista/pactista, o millennial/retobada, o lo que sea, poco importa y corre severos riesgos de que se enciendan los fusibles que terminen por pulverizarla. Nada de campañas del terror, en ningún caso es el punto, sino que pareciera que ya no hay óbices para el ingreso de eso a lo que ya no se le teme, pero se invoca: la derecha ultrona neofascista o, “derechamente”, militar.
Al final, la democracia padece –por seguir a René Girard– de una “crisis mimética”, se parece mucho a sí misma y en este fetiche radical y narciso revela toda su potencial miseria y nos transparenta el umbral hacia el horror.
Hace un par de días en un suburbio de París Naël, un joven de 17 años de clase obrera y descendiente de migrantes argelinos, murió a causa de una bala que le impactó en el tórax disparada por las fuerzas policiales francesas.
La República; la misma en la que hace más de 230 años se declararon los principios de igualdad, libertad y fraternidad coreando la hermandad entre los hombres. Pero no olvidemos, nunca, que casi en el mismo momento en que esto ocurría miles de cabezas rodaron por las calles y pueblos de toda Francia ensangrentando el paisaje.
Hay que proteger la democracia, sí, pero de sí misma.