Un pequeño análisis al proceso de invasión de América y nuestro presente.
Los mesoamericanos tenían un mito para explicar el origen del cacao, o mejor dicho, como fue que llegó a las manos de los humanos. Decían que el Dios azteca Quetzalcóatl lo robó del paraíso terrenal, donde cohabitaban los dioses con un sinnúmero de especies animales y vegetales, entre ellas el árbol de donde proviene este fruto. Tras el hurto, la divinidad bajó a la tierra, donde lo plantó. Lo que buscaba Quetzalcóatl era que hiciéramos del cacao nuestro alimento, de esta manera además de tener comida, seríamos mejores personas y sabios, una consecuencia de alimentarnos de lo que comían las deidades. Lo cierto es que el fruto llegó a tierras aztecas de otra manera, en un proceso enigmático si consideramos su origen geográfico, ubicado en la selva amazónica y en la cuenca del Río Orinoco en Venezuela. En esos tiempos, unir dos puntos, a miles de kilómetros de distancia era algo complejo, considerando la inexistencia de métodos de transporte y de comunicación, tal como los conocemos hoy en día. Estamos describiendo el contacto entre dos grupos étnicos hace miles de años, quienes además de intercambiar los productos que les daba la tierra, hicieron lo mismo con sus costumbres. Es de esta manera como se forjó en el continente una sociedad intercultural, vigente hasta nuestros días y de la cual nos olvidamos a diario, situación extraña, en tiempos donde se hace necesario hablar de la descolonización de nuestra memoria.
Mitos y realidades.
La cultura occidental, cobarde y violenta, llegó como una invitada inconsciente e indeseable, apuntando con armas y secuestrando a la gente. Según los relatos y fuentes históricas de la época, los cuerpos eran apilados y olvidados en fosas rudimentarias, en entierros masivos, donde la tradición se extinguía lentamente, entre el barro y el fuego que consumía la vegetación nativa, de selva a monte, de mar a cordillera. Un cántico chamán amazónico habla de que el día se transformó en noche, en una extensa y pegajosa oscuridad que invadió los cuerpos, pudriendo sus bocas y llenando sus extremidades con yagas purulentas. Así las personas fueron devueltas a la tierra, al barro y la ceniza que proliferaba en la selva como hongo en carne descompuesta.
¿Qué castigo es este? Las tribus del Orinoco en Venezuela se extinguían, cayendo como moscas. El resfrío común, desconocido entre los habitantes del continente americano hacía estragos. Más de la mitad de ellos en cuestión de décadas murió, abatidos por enfermedades y el armamento traído por los recién llegados, personas que tenían por costumbre lucir sus armaduras metálicas al sol, con una espada en mano y la biblia bajo el brazo.
En El Caribe, la mitología de algunos pueblos mencionaba la próxima llegada del fin de los tiempos, de un Dios todopoderoso, el que vendría acompañado de grandes bestias escupidoras de fuego. No estaban tan equivocados.
El nacimiento de la muerte.
Se dice, que los primeros europeos al llegar a América observaron asombrados la vida de los habitantes de estas tierras. Acá se encontraron con pequeños grupos tribales, los que vivían en chozas a orillas de los ríos, a los que acudían desnudos para obtener alimentos y refrescarse. Como es de suponer, no conocían el trabajo ni la propiedad privada. Su vida se basaba en el respeto por la naturaleza y una especial conexión con los astros y su explicación del “origen del todo”, fundada en relación entre el cielo de arriba (los muertos) y el de abajo (el nuestro). Por eso vivían en libertad, con peces nadando entre sus pies y pájaros multicolores volando sobre sus cabezas. Esto llamó tanto la atención de los invasores, que unos pocos decidieron quedarse a vivir acá, en el lugar al que le dieron el nombre de “El Paraíso”. La muerte vino de un grupo que nos trató de bárbaros, por no seguir sus costumbres, no hablar su lengua y adorar al sol.
Etnocidio y memorias fracturadas.
La persecución y la muerte se hacían cada vez más comunes. En América, África y Asia se vivía la caza de personas como un deporte exclusivo para los ricos y las clases sociales más acomodadas. En la segunda parte del siglo XVIII, el antropólogo y naturalista Johann Friedrich Blumenbach hablaba con gran naturalidad sobre la existencia de diferentes grupos humanos, cada uno distinto entre sí. Llegó a acumular cientos de cráneos de personas provenientes de diferentes partes del planeta en su laboratorio, con la intención de comprobar que los orígenes de la belleza y la inteligencia eran europeos. Así se dio paso al origen científico del racismo, bajo el cual se sustentarán invasiones y matanzas a gran escala.
Los períodos de colonización, exploración y conquista se encuentran caracterizados por la instalación forzada de la cultura occidental. No debemos referirnos únicamente a la evangelización, debido a que la enseñanza del trabajo y la lengua también se encuentran manchadas con sangre y pólvora.
Tradicionalmente, cuando hablamos de genocidio nos dirigimos únicamente a la gente, al cuerpo violentado, destruido y hecho desaparecer, demostrando un desapego hacia lo que esa persona representa, de forma individual o para su grupo. Para quienes estudiamos la historia, esto debiese ser considerado algo erróneo si pensamos en sus otros efectos, relacionados a las formas de representación y relación sociocultural que se pierden cuando estos fenómenos ocurren. Es por esto, que durante los últimos años se ha comenzado a hablar de etnocidio, para referirnos a los eventos que marcaron la desaparición de comunidades étnicas dentro de los procesos de exploración, conquista e invasión, entendiendo que uno de los efectos es la imposibilidad de lograr una efectiva reproducción cultural de los grupos afectados.
Secuestro y extinción.
En Europa se hizo común la llegada de barcos provenientes de distintas partes del planeta. En los puertos atracaban, llenando los mercados del autodenominado viejo continente, abasteciendo de frutas tropicales, plantas y animales exóticos. Entre las mercancías a comercializar, también se encontraban personas, provenientes principalmente de Asia, África y América. Permanecían agachadas, sucias, encadenadas y enfermas. Muchas morían esperando comprador y en caso de llegar primero la muerte, sus cuerpos eran arrojados al mar como alimento para peces.
El secuestro de población nativa se hizo común hasta los inicios del siglo XX, al punto de que los gobiernos de turno avalaron este tipo de conductas. Así ocurrió en Chile con la población Selk´nam y Kawésqar, tomados por la fuerza desde el interior de sus viviendas ubicadas en las orillas de los canales australes, donde vivían pacíficamente. El Estado de Chile asumió la necesidad de colonizar estos territorios durante el siglo XIX, transformándose en una política en base a la compensación económica por nativo muerto o secuestrado. Fueron muchos los que fallecieron dentro de barcos, en un viaje sin retorno a Europa. Iniciaba así el exterminio, etnocidio que manchó la historia de esta parte del planeta y de la que muy pocas personas hablan.
Los sobrevivientes fueron exhibidos en zoológicos humanos, en países como Bélgica, Francia y Alemania, en jaulas sucias y malolientes, en las que eran descritos como habitantes de tierras lejanas, bárbaros comedores de carne humana. Los pocos que sobrevivían lo hacían enfermos, mutilados física y culturalmente. Perdían el habla producto del estrés y la tristeza por estar lejos de su origen terrenal. Ese mutismo destruyó parte importante de su cosmovisión, diferentes formas de manifestación de sus tradiciones. Al no poder transmitir su cultura a nuevas generaciones fueron condenados a su desaparición.
El presente.
La muerte siempre ha sido sagrada, porque es el punto donde se logra conectar el mundo de arriba con el de abajo. Según algunos grupos tribales del Amazonas, el fallecimiento de un ser querido o cercano es un paso más para obtener la vida eterna. Aquellos que logran ascender a los cielos permanecen con nosotros, guiándonos, siendo representados por la naturaleza que nos rodea. Se transforman en selva, río o montaña. De esta manera logran trascender en el tiempo, haciendo de sus restos memoria, transmitida de generación en generación.
Hace más de quinientos años, la cultura colonizadora se impuso a la fuerza, colisionando frontalmente con la nativa, apoderándose de sus estructuras y mecanismos de reproducción, desapareciendo parte importante de sus registros en el proceso. Claro, los territorios comenzaron a ser ocupados y su población desplazada, por lo que se perdió la conexión con la tierra y el conocimiento sobre esta. Los ríos se secaron y los bosques nativos fueron reemplazados por monocultivos. El relato se transformó en el mito de una memoria fracturada y lengua pasó a ser consideraba un símbolo de resistencia.
El autor, Arturo I. Castro Martínez, es Profesor y Licenciado en Historia y Ciencias Sociales. Máster en Historia Contemporánea y Mundo Actual de la Universidad de Barcelona.