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Disculpen lo paranoico. Por Antonio Baeza

Ante cómo los sucesos se han ido alineando para perjudicar al pueblo luego de este brote mundial de COVID-19 me cuesta no comportarme de manera conspiranoica.

Hace poco, sumergido en el encierro involuntario que nos ha recluido en el espejo del aburrimiento, estuve leyendo un hilo de comentarios en Facebook donde varias personas debatían y una de las facciones era cientificista de un modo muy armónico con el pensamiento de Carl Sagan y su albacea, Neil DeGrasse Tyson. Había un tono de rechazo férreo a la tesis de la ‘guerra biológica’ y la línea argumental refería rápidamente a la lectura de los artículos académicos donde personeras y personeros de la ciencia indican que, efectivamente, el virus se habría empezado a esparcir a partir de murciélagos mal hervidos en China y que no sería posible que haya sido fabricado. Había hincapié en la solidez de los estudios. Quise comentar pero rechacé el posterior hilo de respuestas que probablemente habría venido, así que me abstuve. Pensé en que no debe ser tan difícil escribir un artículo científico falso con la maestría suficiente como para que tenga total consistencia interna. Uno de los requisitos para que un planteamiento sea considerado ‘científico’ es la ‘replicabilidad’ de los estudios: Que pueda repetirse el método para ver si los resultados siguen siendo similares y así falsar o corroborar las conclusiones del artículo inicial. Incluso si hubiera datos de varios estudios que hayan realizado estas pruebas de replicabilidad ¿Podemos asegurarnos de que no se trata de esfuerzos literarios muy bien consumados? Confío mucho en la ciencia y doy crédito profundamente a su declaración de valores y a su aporte metodológico a la civilización. Gracias a ella tengo vacunas y puedo escribir estas líneas en un computador. Me conmueve, además, la disciplinada aceptación del cientificismo respecto a las publicaciones académicas a partir del riguroso análisis de la consistencia de sus métodos. Pero, lanzo nuevamente la pregunta ¿Podemos asegurar que no se trata de un gran y maestro montaje? Va esta pregunta para científicas y científicos que lean esto: Obviando el tema de sus valores personales y el respeto por la probidad y la honestidad e invitando a aceptar que no es posible asegurar que el total de personas de ciencia en el mundo sea así de noble -sobre todo si hay un beneficio económico suculento a cambio de la discreción absoluta o, quizás, una amenaza muy cruel sobre sus nucas- ¿Creen ustedes que existan científicas y científicos tan brillantes que serían capaces de escribir un artículo falso que parezca verdadero hasta en el más mínimo detalle, imposible de ser descubierto o rastreado incluso por la investigación más ávida? Yo al menos, humildemente, pienso que sí puede haberlas o haberlos. He ahí la raíz de mi confianza en mi impulso conspiranoico. Sobre todo, pensando en que no creo que haya alguien dispuesta o dispuesto a hacer la réplica de hervir murciélagos para ver si hace brotar de nuevo el virus. Si se dan las condiciones para hacerlo en un entorno muy protegido, por favor graben el video lo más detalladamente posible -incluyendo ojalá imágenes de las micrografías electrónicas- y divúlguenlo. Y si efectivamente surge de un murciélago a la olla ¿Puede el método optar a asegurar que no se hizo tal preparación gourmet de manera intencional y controlada y no como un hito azaroso en alguna cocinería perdida en China? O incluso si efectivamente surgió por mala fortuna o por gracia del algoritmo estúpido de la deriva biológica -parafraseando a Dawkins, el rottweiler del cientificismo- ¿Es posible descartar que haya sido obtenida y aislada una muestra del virus para intereses particulares o de Estado o, en su defecto, que alguna entidad haya logrado encontrar una forma de propiciar a voluntad el contagio extendido? Porque un arma no es arma porque se fabrica, sino porque se usa intencionadamente para dañar o matar; una guerra biológica puede hacerse con un virus de origen silvestre.

La Historia reciente refuerza un poco mi paranoia. Demoró la población del país en informarse y aceptar que el golpe militar en Chile de 1973 fue orquestado desde el Departamento de Estado de los Estados Unidos. Varios montajes fueron diseñados y divulgados como verdades por la prensa durante la dictadura de Pinochet. No fue la ciencia, sino la prensa, pero ambas instituciones comparten la facultad de producir contenido que luego es compartido a otros sectores de la sociedad, con muchas veces intrincados túneles y laberintos donde la información se fuga. La ciencia tiene un método mucho más riguroso, al parecer, que la prensa. Pero ¿Está libre de ser usada por poderes fácticos que condicionen a su campo de desarrollo? ¿Es un científico inmune a que su familia sea amenazada de muerte? La ciencia quizás descubre pero, ante todo, es un sistema de validación y, como tal, es susceptible a los intereses de las plataformas que sostienen su operar.

No me deja tranquilo la sospecha de que el COVID-19 se propagó por el mundo con ayuda de la omisión de los Estados. Acá en Chile pareció ser un botiquín de ayuda en paracaídas para la administración Piñera, un tanto complicada -aunque jamás acorralada, como las visiones optimistas señalan- por el reciente Estallido Social. Otra pregunta a científicas y científicos: ¿Era muy descabellado haber cerrado fronteras en el momento que se conoció el primer contagiado por el virus en el país? Podría haberse sometido a cuarentena sólo a esa persona y a quienes interactuaron con ella dentro de Chile, una muchedumbre no tan grande que podría haber sido obligada a permanecer en sus hogares o en alguna clínica con férrea vigilancia de la fuerza pública y cuidados médicos ejemplares. Ni siquiera se habrían complicado los empresarios con que la gente no fuera a trabajar por la cuarentena, pues todo seguiría operando. Porque igual íbamos al trabajo ya a esta altura; nada más se quemó ni se saqueó y las manifestaciones eran en Plaza Dignidad, el eje Alameda y las poblaciones de combatividad histórica en Santiago de Chile. Pero no. Se dejó propagar el virus aquí y en muchos otros países. Se provocó una histeria colectiva que asustó a la población, contribuyó a crear un clima de caos e hizo caer las bolsas de comercio. En Brasil el presidente Jair Bolsonaro puso en duda los datos sobre las muertes y, al igual que Piñera acá, dio libertad a los empleadores de no pagar remuneraciones si por precaución de salud sus trabajadoras y trabajadores no podían asistir a su laburo. Cuesta no pensar que se trata de una nueva forma de aplicar la doctrina del shock ¿Con qué motivos? Probablemente algún conjunto de grupos económicos y de poder se beneficia mucho de esto al ver oportunidades. La pregunta es ante todo refiriéndose a la escala global del capitalismo, pues en lo particular salta a la vista: La clase alta de Santiago de Chile se pasea haciendo fiesta y vacacionando en las playas vacías -sin rotos, sin flaites- de pueblos litorales a los que llevan posibilidades ciertas de contagio, arriesgando a personas que no pueden acceder a los servicios de salud con los que los ricos cuentan; por cierto, sus empresas pueden darse el lujo de despedir gente o no pagar sueldos, condición que les permite tener bastante seguridad de que sus arcas no se van a vaciar y sus privilegios se van a mantener.

Hay voces que señalan que el tiro podría haberles salido por la culata a quienes dominan el mundo. Soy escéptico de eso. Los privilegios no dejan de ser tales por el virus; las fluctuaciones en los tipos de cambio y las fugas de capitales nos afectan a nosotras y nosotros, no a los rentistas. Quizá varios grandes empresarios efectivamente terminen en la ruina; aquellos serán los más débiles entre sus pares. Los más fuertes sobreviven, se transforman y trascienden, sentando lo que quizás sean las bases de una nueva fase del capitalismo mundial cuyas características aún son un misterio. Y son este tipo de fuerzas viles las que han movido el orden del planeta durante ya varios siglos, con los pueblos como masa útil o inútil y los recursos naturales a su merced. El COVID-19 se ha esparcido porque los Estados, cooptados por ellos -o fundados por ellos incluso, en su gran mayoría-, lo han permitido de una manera que parece, al menos, sospechosa. Abogo, por ello, por una conspiranoia como actitud de alerta, que se base en sospechas y no en noticias falsas, en una retroalimentación crítica de la ciencia y no en su rechazo y, sobre todo, como una negación de la aceptación inmediata del absurdo y el azar en la explicación de procesos que tienen un impacto tan decisivo en la perpetuación de la dominación.

Antonio Baeza es ciudadano chileno. Escritor bestia, músico y trabajador de la educación.

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