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Dolor, memoria y justicia corporal: el desafío de la reparación integral en salud desde el programa Prais. Por Eduardo Felipe Alfaro Valdés

El cuerpo de las víctimas de la dictadura militar chilena continúa siendo un territorio de memoria y resistencia. A 52 años del golpe de Estado, los efectos del trauma político siguen latentes no solo en la mente, sino también en las biografías corporales de quienes sobrevivieron. El cuerpo habla donde la historia calla. En ese lenguaje silencioso del dolor persistente, Chile mantiene abierta una herida que no ha sanado del todo.

Un reciente estudio desarrollado en el marco del Programa de Reparación y Atención Integral en Salud (PRAIS), publicado en Journal of Interpersonal Violence (Carvajal-Parodi et al., 2024), demostró que el 69% de las personas víctimas de violencia política presenta dolor musculoesquelético crónico, y que el 60% sufre síntomas severos de sensibilización central, una condición en la que el sistema nervioso permanece en alerta permanente, amplificando el dolor incluso en ausencia de daño físico. Estas cifras duplican las tasas observadas en la población general chilena, revelando que el sufrimiento físico sigue siendo una expresión viva del trauma social.

Le corresponde al Estado asumir el deber histórico de reparar a las personas y familias severamente afectadas por la violencia política ejercida entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990. La reparación en salud constituye solo una dimensión de ese compromiso mayor: el reconocimiento de la responsabilidad estatal frente al daño infligido. No basta con ofrecer atención médica o contención psicológica; se trata de restituir dignidad, restablecer vínculos y reconstruir confianza. En ese sentido, la reparación en salud no es tarea de un solo programa, sino del sistema público en su conjunto. El Programa PRAIS actúa como articulador de esta tarea, coordinando los distintos niveles de atención, servicios, unidades e instituciones públicas, con el propósito de garantizar la integralidad de la respuesta reparatoria. Su misión es, en última instancia, hacer que el Estado escuche y atienda los cuerpos y memorias de quienes aún viven las consecuencias del trauma histórico.

Las mujeres aparecen en esta historia con un peso desproporcionado del dolor. En el estudio realizado con beneficiarias del Programa PRAIS, se observó una prevalencia significativamente mayor de dolor musculoesquelético crónico y síntomas de sensibilización central en comparación con los hombres. Esta diferencia no puede explicarse solo desde la biología: si bien la modulación hormonal influye en la percepción del dolor, también intervienen factores psicológicos como la ansiedad, la hipervigilancia corporal o la catastrofización y, sobre todo, condiciones socioculturales que profundizan la desigualdad. Los estereotipos de género que exigen resistencia o silenciamiento del sufrimiento, la sobrecarga del trabajo de cuidado y las desventajas en la atención médica conforman un entramado que perpetúa la vulnerabilidad. Así, el cuerpo femenino se convierte no solo en receptor del trauma, sino también en espacio de reproducción de la violencia estructural que atraviesa la historia social chilena. Reconocer esa desigualdad es también un acto de reparación.

El psiquiatra Carlos Madariaga (2018) plantea que el trauma de la dictadura debe entenderse como un hecho social total, una experiencia que abarca la totalidad del ser humano y que se reproduce a través del tiempo y de las generaciones. No se trata solo de un evento histórico cerrado, sino de un proceso vivo que continúa operando en la subjetividad colectiva, moldeando las formas de enfermar, de habitar el cuerpo y de relacionarse con el otro. En ese sentido, el dolor crónico que observamos hoy en las víctimas PRAIS no es únicamente una consecuencia médica, sino una manifestación del trauma social en el presente, un recordatorio de que el cuerpo es el primer archivo de la memoria política del país.

Madariaga también advertía que las políticas de reparación en Chile han sido fragmentadas, tardías e insuficientes, afectadas por la impunidad, la burocracia y la falta de integralidad en la respuesta estatal. Estas falencias no solo perpetúan el sufrimiento, sino que actúan como formas de retraumatización institucional. La reparación, decía, necesita ser reparada.

A esa constatación se suma la evidencia entregada por Jorquera et al. (2020), quien analizó la mortalidad en más de 38 mil personas reconocidas como torturadas en los Informes Valech. Los resultados mostraron una sobremortalidad significativa por cáncer, enfermedades cardiovasculares y suicidios, confirmando que el trauma político deja huellas biológicas medibles. La dictadura, en otras palabras, sigue enfermando y matando a sus víctimas décadas después.

La salud pública chilena, en consecuencia, enfrenta un desafío ético y epistemológico: reconocer el trauma y el dolor persistente como fenómenos sociales y políticos, no como síntomas individuales. Ello requiere construir un modelo de reparación integral en salud que asuma la interdependencia entre cuerpo, mente y memoria, integrando estrategias clínicas, sociales y culturales.

La reparación no puede reducirse a compensaciones económicas o atenciones psicoterapéuticas aisladas. Implica también rehabilitar el cuerpo dañado, reconstruir la confianza en los otros y restituir la dignidad arrebatada. Supone crear políticas intersectoriales que aborden las secuelas del trauma como un problema estructural de justicia social. Como advierte C. Madariaga, mientras el trauma siga desbordando las estrategias reparatorias, seguirá siendo un problema del presente y un riesgo para las generaciones futuras.

Desde la kinesiología y las ciencias del movimiento, el cuerpo no es un mero objeto de intervención, sino un sujeto político y sensible, portador de una historia colectiva. Trabajar con el cuerpo doliente de las víctimas es también una forma de resistencia: es permitir que la memoria se exprese en movimiento, que la rigidez se vuelva gesto y que el sufrimiento se transforme en conciencia.

Repensar el modelo de intervención de la reparación integral en salud exige mirar más allá del síntoma y del diagnóstico. Supone reconocer que el dolor persistente es una forma de memoria corporal y, por tanto, una demanda de justicia. En Chile, la deuda con las víctimas de la violencia política no se mide solo en tribunales o en pensiones, sino también en cuerpos sufrientes, en discapacidad, en la espera eterna de justicia. El desafío de la salud pública del siglo XXI es, entonces, construir una justicia corporal: una práctica que integre la verdad histórica, la atención integral y el reconocimiento del cuerpo como territorio de derechos. Porque solo cuando aprendamos a cuidar los cuerpos que sostienen nuestra memoria, podremos hablar verdaderamente de reparación integral en salud. Y quizás entonces, de justicia.

Eduardo Felipe Alfaro Valdés. Kinesiólogo. Magíster en Salud Pública mención Epidemiología. Investigador asociado del Instituto de Filosofía y Ciencias de la Complejidad (IFICC).

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