El duelo nacional por el fallecimiento de un expresidente de la República es, de alguna manera, un ritual que una fracción del país considera necesario. Como todo rito funerario, el pasado luto oficial se basó en la cegadora solemnidad que suele generar la muerte; y a este sepelio se le adicionó el carisma tan cavernario de la autoridad, junto a un componente inveterado de costumbre, de actuar acrítico, de mera inercia social. Quizá sea un automatismo ungir a un presidente con un laurel para la posteridad (otro mito dudoso). En el caso particular de Sebastián Piñera, se ejecutó un acto de Estado obsceno y festinado por los medios de comunicación, los que, aprovechando el morbo y sus intereses creados, alejaron el ojo público de la tragedia colectiva: todos los muertos recientes, los barrios reducidos a cenizas y los miles de afectados por los incendios que arrasaron y siguen arrasando diversos lugares de Chile.
Fueron exequias espectaculares, con declaraciones televisadas de miembros de la casta política, personajes públicos y chilenos de a pie. Tales panegíricos nacieron de ambiciones de figuración (en el caso de los políticos) y, en el caso del pueblo llano, se originan en un cúmulo aberrante de ignorancias y de reacciones emocionales condicionadas que, día a día, mes a mes, hacen olvidar lo que significa una república. Es más, apostaría que en estos tiempos huxleyanos, gran parte del pueblo hipnotizado no solo olvida lo que es una república, sino que jamás en su tan televisada y tiktokeada existencia se pregunta seriamente por el significado de una república, nuestra República de Chile, con su historia a cuestas y con los conceptos que la fundaron hace dos siglos: la patria, la nación y la soberanía nacional originada en la libertad del pueblo.
Estos cuestionamientos patrios implican un ejercicio académico, polvoriento, abstracto o propio de un seminario de estudiantes de historia. Se trata de tener un mínimo de dignidad ciudadana y de respeto al país. Se trata de poseer esos dos gramos de razón que, en teoría, separan a los pueblos libres del borregaje feudal o, si se quiere, a los ciudadanos de los siervos. Porque cualquier chileno con una elemental conciencia de estas cosas —sea de izquierda, de centro o de derecha— no puede y no debe olvidar que el señor Sebastián Piñera Echenique, durante su primer mandato, perdió 22.000 km de océano patrimonial y dejó al puerto de Arica sin una salida a alta mar.
Lo imperdonable no es el resultado adverso del juicio del año 2014, ni el defectuoso desempeño de los agentes que defendieron la posición chilena ante la Corte de La Haya; lo imperdonable es que el entonces presidente Piñera, estando en litigio el mar de Chile, no perdió la oportunidad de enriquecer su ya hipertrófico patrimonio, aún a costa de una eventual pérdida territorial de nuestro país. Encima, no le bastó privilegiar sus intereses privados en contra del interés nacional, sino que también ocultó sibilinamente dicha información cuando se hallaba moral y legalmente obligado a hacerla pública. Estos son hechos, no apreciaciones. Son, por añadidura, hechos notorios, conocidos y públicos, cuyo recuerdo ni siquiera precisa de labores de hemeroteca.
Repito y sintetizo. Entre 2010 y 2014, cuando el país iba asendereado a perder una gran extensión marítima de soberanía, el entonces presidente Piñera, a través de una de sus tantas marañas offshore y sus delfines familiares, compró acciones de la pesquera peruana Exalmar, la cual, en un futuro próximo, operaría en la cuota de mar arrebatada a Chile. Y a este ultraje a los chilenos se añade un sombrío contexto, pues eran los años de la tramitación y posterior promulgación de la corrupta Ley de Pesca de Longueira, Orpis y Rossi, que sepultaba económicamente a miles de pescadores artesanales, a la vez que concedía perdonazos tributarios a grandes empresas pesqueras relacionadas (¡cómo no!) con políticos y familias oligarcas. O sea, mientras miles de familias pescadoras eran privadas de sustento, el clan del presidente incumbente invertía en una pesquera del país vecino con el objeto de beneficiarse ante una eventual pérdida territorial chilena. ¿Es esa la dignidad que se pretendió evocar con el duelo nacional? ¿Así honró Piñera a los 3.000 soldados muertos en la Guerra del Pacífico? ¿Así se respeta al pueblo elector? ¿Fue aquello, en resumen, lo que debe hacer un presidente, un mandatario, el primer servidor de una nación?
En cualquier república seria, que guarde un compromiso con sus valores fundacionales, con su historia y con su soberanía nacional, Sebastián Piñera Echenique habría sido encarcelado y sometido a un más que merecido escarnio público (si es que no juzgado por alta traición u otro delito similar que hubiese adelantado estas pompas, dándole, por cierto, el cariz vergonzante y oprobioso que realmente ameritaban). Pero aquí bastó que el fiscal Manuel Guerra licuara el caso y que esta curiosa actitud del perseguidor penal fuese secundada por un velo generalizado en la prensa hegemónica de la época. Precisamente, tal silenciamiento del establishment encumbró otra vez a Piñera en las olvidadizas papeletas democráticas, convirtiéndolo, pese a su nutrido prontuario, en presidente de Chile por segunda ocasión.
Hay una carambola que ejemplifica nuestra peculiar memoria, nuestra estolidez colectiva y la escasa relevancia que solemos dar a nuestra soberanía nacional. Al menos ejemplifica, creo yo, a los millones de chilenos que profesan respetar a Chile como algo sacrosanto, pero cuyas acciones y opiniones se contradicen con cualquier clase de respeto a la patria, a la república, al vínculo que debiese ligarnos como unidad política. Pues, bien, la carambola es la siguiente: al fiscal Manuel Guerra, años después de perdonar lo imperdonable en un presidente en funciones, le tocó perseguir a los manifestantes que durante el estallido social se encarnizaron con la esfigie ecuestre del vencedor de la Guerra del Pacífico. El fiscal en cuestión llegó a considerar la importancia de la estatua como algo simbólico, y así lo manifestó ante la prensa durante el año 2021. Si tanto le importaba la relevancia simbólica del General Baquedano, ¿por qué no hizo todo lo que hubo a su alcance por encarcelar al único presidente chileno de la historia que ultrajó la memoria de Baquedano y que no tuvo escrúpulos en enriquecerse a costa de una mutilación territorial del país? ¿Qué explica tanto pesar por una estatua simbólica y tanta omisión por la pérdida tangible de 22.000 kilómetros de mar ganados, de hecho, por el mismo hombre de la estatua y por sus tropas populares siempre anónimas?
Si el mismísimo general Baquedano, por una excepción excepcionalísima, volviese a la vida escoltado por los tres mil soldados muertos, ¿hubiesen consentido el duelo oficial impuesto por el gobierno? Lo dudo. Pero dado que a los muertos no les gusta resucitar, esto último no es más que una conjetura literaria o una broma que alguno considerará de mal gusto. Tan sólo queda resignarse y olvidar pronto a las recientes fanfarrias republicanas que pretendieron canonizar a un presidente que, en más de una ocasión, demostró su indignidad en el cargo y que lucró con el cercenamiento de la república que juró defender.
Como colofón esta opereta amnésica, quizá hemos de ponderar seriamente las palabras del exministro de Transportes, Pedro Pablo Errázuriz, quien muy suelto de cuerpo afirmó que estábamos ante el deceso del Leonardo Da Vinci chileno. Pero no, hasta las loas mortuorias tienen un límite; y ningún dolor privado debiera distorsionar los contornos de la vergüenza pública y la dignidad nacional. Porque comprendo muy bien que la partida de tan eximio político renacentista cause pesar en su familia y seres cercanos, pero consentir un duelo nacional por Sebastián Piñera es faltar el respeto a la memoria, la soberanía y la historia de un pueblo defraudado por este expresidente. O es asumir que vivimos, tal como bromeaba Jenaro Prieto, en la República de Tontilandia, garante de honores a quienes la ultrajan.
Nicolás Medina Cabrera
Escritor