En tiempos donde la educación se debate entre la estandarización, la tecnología y las urgencias sociales de los pueblos y comunidades, la pregunta por una pedagogía orientada a la justicia social ya no puede postergarse. ¿Qué sentido tiene educar si no es para liberar, para reparar, para construir mundos más justos desde abajo? En América Latina, marcada por la colonialidad del poder y del saber, esta pregunta adquiere una fuerza particular. Urge una educación que no solo integre a los excluidos, sino que los reconozca como sujetos epistémicos plenos. Desde esta convicción, quiero proponer una articulación crítica entre tres caminos que, aunque distintos, convergen en este horizonte educativo: la ética de la liberación de (Enrique Dussel), la investigación-acción participativa (Orlando Fals Borda), y la orientación hacia el desarrollo de trabajos decoloniales. A ello sumo voces imprescindibles: Paulo Freire, Katherine Walsh, Elisa Loncon y Claudio Millacura.
Educar para la justicia social implica asumir que el conocimiento no es neutral. Como lo planteó Paulo Freire (1970/2021), “la educación no cambia el mundo: cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (p. 67). Esta frase, lejos de ser una consigna, nos interpela sobre el rol de la escuela como espacio de transformación social. Freire nos enseñó que enseñar es un acto político. Su propuesta de pedagogía del oprimido sigue siendo vigente, especialmente en contextos donde el sistema educativo reproduce las jerarquías sociales y culturales heredadas del colonialismo. Este principio dialoga con Enrique Dussel (1998), quien sostiene que la justicia no puede fundarse en la abstracción normativa, sino en la experiencia concreta del otro oprimido. Dussel propone una ética desde la exterioridad, es decir, desde los márgenes que el sistema ha invisibilizado. En clave educativa, esto significa descentrar el saber institucionalizado y abrir espacio a las epistemologías otras, aquellas nacidas del dolor, la resistencia y la comunidad.
A esta dimensión ética se suma la dimensión metodológica que propone Orlando Fals Borda con su investigación-acción participativa. En su enfoque, el conocimiento no se produce sobre los pueblos, sino con ellos. Esto implica una ruptura con la lógica extractivista del saber académico. Es, como diría Freire, un proceso dialógico, donde el educador también es educando. Fals Borda entendió que la producción de conocimiento debe estar al servicio de la transformación social, una idea que en educación se traduce en aulas vivas, abiertas a la comunidad y al conflicto, donde se aprende actuando colectivamente y haciendo algo concreto, lo que el Maestro Carlos Moreno H. nos describió a muchos como la necesidad de hacer “la revolución en el aula”.
Pero estos planteamientos ético-metodológicos encuentran una expresión concreta y situada en los trabajos comprometidos con los pueblos indígenas de Chile, donde se han documentado las tensiones entre la escuela y las identidades indígenas, lo que podemos observar en lo definido como el “Transitar del telar al palillo” (Miranda, 2023), ahí se advierte cómo la escolarización impone modelos culturales ajenos, desplazando saberes ancestrales. Sin embargo, también muestra cómo la escuela puede convertirse en un espacio de resistencia y reconstrucción identitaria, si se le dota de un enfoque crítico y culturalmente situado.
De manera complementaria, Claudio Millacura aporta un análisis profundo sobre la educación intercultural. Millacura (2018) destaca que la interculturalidad debe trascender la mera inclusión para transformarse en un proceso de reconocimiento y respeto hacia las formas de vida, pensamiento y espiritualidad. Su trabajo enfatiza la importancia de que la educación promueva la autonomía y el fortalecimiento de la identidad indígena, entendida no solo como un hecho cultural, sino también político. El profesor Millacura advierte que la educación debe contribuir a la descolonización del sujeto y a la reconstrucción de la memoria colectiva, tarea fundamental para revertir siglos de opresión y asimilación forzada.
Este enfoque se alinea con lo que Katherine Walsh (2010) denomina interculturalidad crítica, entendida como un proyecto político-pedagógico de ruptura con la colonialidad. Walsh no habla de inclusión folclorizante, sino de un proceso profundo de desestabilización del saber hegemónico. En su propuesta, la educación debe facilitar el diálogo de saberes, no para homogeneizar, sino para cuestionar y reconstruir colectivamente las formas de conocer. “La interculturalidad crítica se sitúa desde la resistencia, desde el abajo, desde la dignidad negada”, afirma Walsh (2010, p. 26). Esto implica que el currículo no puede ser impuesto, sino que debe nacer del territorio, del relato, del tejido comunitario.
Y es en esta misma línea donde se inscriben las reflexiones de Elisa Loncon la educación es un campo de disputa donde se juega el reconocimiento de los pueblos indígenas, insistiendo en que la justicia social no será posible sin justicia lingüística, sin el reconocimiento de las lenguas indígenas como vehículos legítimos del conocimiento. En sus palabras: “sin lengua, no hay pensamiento; sin pensamiento propio, no hay autodeterminación” (Loncón, 2021, p. 84).
Este modelo no es utópico ni abstracto. Es urgente. En territorios donde las escuelas aún enseñan que la historia comienza con la conquista, donde la lengua indígena se castiga o se reduce a un taller optativo, y donde las niñas y niños indígenas no ven reflejadas sus vidas en los textos escolares, pensar otra educación es una necesidad ética. Y, como lo señala Freire (2021), toda pedagogía debe nacer del amor y del compromiso con los oprimidos.
Reimaginar la educación desde estos marcos no es simplemente una reforma técnica. Es una apuesta por una nueva forma de estar en el mundo: una pedagogía desde el sur, tejida con memoria, dignidad y justicia. Es tiempo de que la escuela deje de ser el último bastión de la colonialidad y se convierta en el primer espacio de liberación.
A cien años del nacimiento de Orlando Fals Borda (1925–2008), su legado se proyecta con fuerza en los debates actuales sobre educación y justicia social. Su propuesta de investigación-acción participativa no solo revolucionó la manera de producir conocimiento en América Latina, sino que abrió caminos concretos para que las comunidades se convirtieran en protagonistas de sus propios procesos educativos y políticos. Fals Borda nos enseñó que no se trata de dar voz a los oprimidos, porque ellos ya tienen su propia voz, sino de construir condiciones para que esa voz se escuche, se respete y transforme estructuras.
En el campo de la educación, su aporte metodológico y ético se traduce en prácticas pedagógicas que rompen con el aula cerrada y el currículo descontextualizado. Educar, desde su perspectiva, es indagar, actuar y reflexionar colectivamente; es partir de la experiencia situada y comprometerse con el cambio social. En tiempos donde la lógica tecnocrática amenaza con despolitizar la escuela, recordar a Fals Borda es insistir en que la educación debe estar al servicio de la vida digna y la emancipación.
Hoy más que nunca, frente a las múltiples crisis que atraviesan nuestros territorios, ambientales, culturales, lingüísticas y epistémicas, necesitamos retomar su llamado a caminar con el pueblo, no por encima de él. Hacerlo desde el aula es un acto de justicia y memoria. Honrar sus cien años no solo es conmemorar una vida, sino continuar su lucha por una educación liberadora, enraizada en el sur, comprometida con la dignidad, y capaz de abrir horizontes nuevos donde quepan todos los mundos posibles, donde es indispensable el poder también honrar a quienes desde su posición de educadoras y educadores tradicionales, encarnan esta propuesta de resistencia, desarrollo y justicia social.
Tupananchiskama.
Carlos Miranda Carvajal,
Simma Lickanantay, Docente, Doctor en Psicología
Escuela de Psicología, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.