Llegó marzo y, con él, el regreso de un (mal) clásico: los “tacos”. Como si fueran una tradición no escrita, aparecen puntuales junto con el fin de las vacaciones, acompañados de bocinazos, suspiros resignados y un concierto de caras largas. El día apenas comienza, y ya estamos atrapados en un ritual de espera que pondría a prueba la paciencia de un monje tibetano. Y, claro, todo se vuelve aún más desesperante dependiendo de la ciudad donde te toque sobrevivir al tráfico.
Quienes viajamos en transporte público y hemos tenido la suerte de conseguir asiento junto a la ventana, hemos sido testigos de una imagen muy común que, en tiempos de crisis climática, resulta algo frustrante. Un automóvil, con una sola persona al volante. Esta escena a menudo se multiplica, si nos encontramos en un contexto de “taco”, la larga fila de espera de un semáforo, o detenidos tras haber ocurrido alguna contingencia en la pista.
Si el autmóvil es un SUV con motor de combustión interna (bastante comunes en nuestras calles por estos días), allí no sólo se está transportando una persona, sino que se movilizan entre una y media tonelada y tres toneladas de metal y materiales, de los cuales, en términos generales, la persona a bordo no representa más del 10% del total del peso que se moviliza. Luego, para recorrer 10 km en la ciudad, se podría consumir alrededor de 1 litro de gasolina o diésel, dependiendo del modelo y del tamaño del vehículo, lo que además generará aproximadamente 2 kg de CO₂. Tráfico, tiempo y contaminación se conjugan en una misma escena.
Según un estudio de la consultora TomTom (2024), que analiza el tiempo y la congestión en las grandes ciudades del mundo, Santiago de Chile ocupa el puesto 23 en Latinoamérica en cuanto a congestión vehicular. En promedio, una persona que realiza dos viajes diarios de 10 km en horario punta, pierde unas 100 horas al año atrapada en el caos del tráfico. En lo inmediato, pensamos en la pérdida del tiempo, mas en el largo plazo, también existe un daño socioambiental. Recordemos que la acumulación excesiva de gases de efecto invernadero en la atmósfera es la principal causa del aumento del efecto invernadero, lo que, a su vez, contribuye al cambio climático.
Llevamos demasiado tiempo sosteniendo lo insostenible. Y lo más absurdo no es solo que insistamos en ello, sino que aún nos cueste aceptar que estamos atravesando una crisis climática severa. Sus manifestaciones son cada vez más evidentes, más frecuentes, más devastadoras. Nos vuelven vulnerables ante anomalías climáticas que, en realidad, ya dejaron de ser anomalías para convertirse en la nueva normalidad. Y, aun así, seguimos sin estar preparados. Pero peor aún, sin tener conciencia de lo que nuestras propias conductas sociales estimulan.
En los últimos meses, nuestras ciudades han sucumbido ante eventos extremos: los vientos huracanados que azotaron la zona central de Chile en 2024, las inundaciones mortales de Bahía Blanca (Argentina) en marzo de 2025, el caos provocado por las lluvias en la metrópolis de São Paulo (Brasil) en el último mes de febrero y, por supuesto, los incendios forestales que, con cada temporada de extrema sequía, consumen vastos territorios de nuestro continente, amenazan ecosistemas críticos y destruyen hectáreas de patrimonio material e inmaterial. No es casualidad ni mala suerte: es la consecuencia de un planeta que nos está pasando la cuenta.
Es claro que una persona en un automóvil no ha causado, por sí sola, la crisis climática que nos acecha. Pero el problema nunca ha sido individual, sino la sumatoria de hábitos insostenibles que hemos normalizado. Es más, ello se ha dado de forma intergeneracional, desde que se comenzaron a emplear y masificar combustibles fósiles a gran escala. Enfrentar el cambio climático no pasa por una sola mudanza, sino por muchas. Son múltiples cambios en nuestros comportamientos los que realmente pueden marcar la diferencia. Y ahí es donde entra lo cultural: necesitamos revisar nuestras (malas) prácticas con pensamiento crítico y sentido colectivo. Algo de lo cual, nuestras sociedades profundamente carecen en la actualidad…
Es cierto, para quien tiene costumbre de emplear el automóvil, se trada de una comodidad que es muy difícil de sustituir. Cambiarlo por la “micro” o el metro no es gratuito en términos de confort: probablemente implique esperas más largas, trayectos incómodos e incluso sistemas colapsados. Tampoco nuestras calles han sido diseñadas para cuidar al peatón o al ciclista. Pero hay alternativas. Compartir el auto, por ejemplo, no es una solución perfecta, pero sí una mejor manera de usar los recursos.
Porque, al final del día, hay una gran diferencia entre encender un motor (a combustión) y movilizar una tonelada de fierro para trasladar a una sola persona, y hacerlo para transportar a cuatro o cinco. Lo primero es una costumbre; lo segundo, una decisión más consciente. Y de esas decisiones—pequeñas, pero colectivas—depende el rumbo que tomemos frente a esta crisis global.
Axel Bastián Poque González
Doctor en ambiente y sociedad
Investigador postdoctoral