El amor incondicional de los hijos es una figura central en la escala de valores de casi todas las religiones del mundo, pero también constituye el corazón central de la conservación de la escala de valores de la familia patriarcal. La condena por abuso sexual cometido por el padre del senador Macaya contra niñas menores de edad de su entorno familiar no ha logrado hacer mella al “amor de hijo” del senador incluso después de su condena judicial.
Desde la UDI, como también por parte de personeros políticos de otros partidos y casi la mayoría de los periodistas de los matinales de la TV abierta, coincidían en que el “amor de hijo” debía respetarse más allá de los efectos políticos del caso Macaya.
Partiendo de esta positiva acogida, el senador encontró un espacio fructífero para desplegar una impresionante seguridad al declarar la “inocencia” de su padre alegando su calidad de hijo. Pero, tampoco la familia Macaya no se quedó atrás y declaró una férrea “unidad” en relación al amor sin barreras por el patriarca de la familia. Luego sobrevino la renuncia del senador a la presidencia de su partido por la desbordante presión moral de la opinión pública y los medios críticos de comunicación. Sin embargo, tampoco esta renuncia hizo mella en modo alguno al “amor de hijo” del senador Macaya al declarar que tenía el derecho a apoyar a su padre y que por ello daría un paso al lado. Debe recordarse que el senador venía ocupando por semanas una tribuna política a la cual solo tenía acceso por su calidad de senador. Un aspecto que llama la atención en este caso es la asimetría de los sentimientos y responsabilidades mutuas al interior de la familia: mientras el padre perjudica claramente la carrera de su hijo, éste último aumenta su amor de hijo dando contundentes señales de incondicionalidad filial masculina.
La comprensión de esta constelación solo es posible bajo el prisma de los juegos patriarcales del poder. En el seno de la familia los padres son los jefes máximos y a ellos nadie puede levantarles la voz ni poner en tela de juicio ninguna de sus conductas. Los hijos deben obedecer y la madre debe velar por la unidad familiar a todo evento. La familia machista funciona a la manera de una manada liderada por padres alfa, donde sus cachorros tienen como misión la conservación de la especie para defenderse con espíritu de cuerpo ante cualquier amenaza existencial que pudiera surgir.
Es el terreno perfecto para la impunidad, la irracionalidad, el secretismo y la reproducción de valores profundamente autoritarios y arcaicos. Al interior de este disciplinamiento familiar el diálogo a corazón abierto aparece como una amenaza, la conversación sincera como una pérdida de tiempo, el perdón como signo de debilidad, la misericordia por las víctimas como una flaqueza y la asunción humilde de las consecuencias del propio proceder como una cobardía. Enfrentados a esta disyuntiva, toda la lógica chovinista se despliega con un solo fin: la “salvación” del “honor” de la familia por la fuerza de los lazos de sangre.
Ya no quedan instrumentos racionales de resolución de conflictos. El “amor de hijo” solo puede sustentarse en la negación de los hechos, el doble estándar moral, el retorcimiento civilizatorio y por ende el rechazo interno más absoluto de la racionalidad moderna representada por el estado de derecho. El patriarca o el macho alfa de la familia se alza así a los ojos de sus hijos e hijas como un santo perseguido por los resentimientos políticos de la izquierda demonizada desde tiempos inmemoriales. Las víctimas pasan al olvido. Son solo vagas imágenes que se pierden en el torrente del amor filial verdadero de una familia “unida”.
Al margen de cualquier consideración política y jurídica de las venenosas esquirlas que está dejando este caso, la pregunta que cabe hacerse es si es legítimo el “amor de hijo” cuando el padre comete delitos de abuso sexual reiterado contra menores, o comete cualquier otro tipo de crímenes. La respuesta es positiva si se acepta la escala de valores de las familias patriarcales, pero deja de serlo cuando esta lógica pretende legitimarse en la esfera pública.
La UDI se ha movido en las peligrosas arenas del pensamiento autoritario cuando alega el carácter genuino del “amor de hijo” del senador y atribuye las críticas a la “utilización política” del caso por parte del gobierno. Sin complejo alguno, transforma el “amor del hijo” en la máxima instancia moral de las personas, considerando los crímenes cometidos por el padre como un asunto colateral a este sentimiento perfectamente aceptable.
Si Macaya permanece en el senado, tendremos a un senador de la UDI cuyas conductas no se ajustarán en primer término a la ley, ni al programa de su partido, sino que exclusivamente a sus sentimientos filiales como lo ha demostrado durante las últimas semanas. La lucha de su familia para anular la sentencia condenatoria a su padre continuará. Todavía está por verse si la Corte de Apelaciones de Rancagua o la Corte Suprema se decide finalmente a hacer realidad el más codiciado anhelo de los Macaya una vez que la indignación pública amaine.
Los nuevos altos directivos del partido han decidido otorgarle un carácter ético y heroico a la renuncia del “senador-hijo” haciendo caso omiso de la naturaleza forzada de esa decisión por la inmensa indignación de la población chilena independientemente de sus posturas políticas. Es por esta razón que el análisis de género importa. El caso Macaya ha puesto en meridiana evidencia que el pensamiento patriarcal es incompatible con la democracia, la racionalidad moderna y el estado de derecho.
Eda Cleary, julio de 2024