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El arte de ser un país o el país es una propiedad. Por Francisco Javier Villegas

El año, como un ligero paisaje de “eterno destino”, huye por estos días soleados en el paisaje de Chile. Supongamos, en esa huida, que queremos hacer del país no un internado ni tampoco un manicomio; sino, un lugar donde se encuentran variadas posibilidades de la realidad social: conciencia, vida, arte, asombros, realidades, convivencias y deseos. Supongamos que, aunque fuéramos muy modernistas, y nos volcáramos hacia la consistente transparencia de la belleza y la estética, ojalá pudiéramos tener una visión suprema de unas agudas y expansivas relaciones humanas. Supongamos que lo que nos complace es igual para todos y que el consumo no nos derrite, de manera rápida o lenta, ni tampoco nos deja absortamente presos en una sola dirección y con sentido efímero.

En muchas ocasiones, he tenido el sentido de plantearme varias interrogantes acerca de lo que es la humanidad de un país y, también, sobre lo que es el poder en la sociedad. Más todavía, cuando hay implicaciones extendidas por un nuevo gobierno. Pero, ¿qué sucede cuando nos interrogamos acerca del país que queremos? ¿conviene pensar acerca de la hipercultura de un territorio que no sabe cómo terminar con tantos abusos? ¿nos estamos dando cuenta de que somos un país viejo, de doscientos años; pero, con algunas ideas, puntualmente, ¿frescas o con la sensación de juventud? Desde un punto de vista concreto, y dentro de lo que pasa en este territorio, el imán de los mercados, por ejemplo, que todo lo gobiernan, parece que son radicales, como dicen Eric Posner y Glen Weyl, o bien, son grupos que subvierten el domicilio humano sin otro afán que extender la especulación y aumentar sus ganancias.

Supongamos, entonces, que el efecto gravitante de plantearnos un nuevo país tiene consecuencias de respeto y dignidad que capta la atención de toda la población, sin distingos. De una manera u otra, podemos, conjeturar, también, que si expandimos el pensamiento aparatoso y libertario recuperaremos la llamada “razón de ser” y desde el tedio que muchas veces nos puede vencer, aparecerá la vida como el portal del ser humano encaminado a justificar la existencia y la lógica de la residencia humana. Sin embargo, ¿qué podemos decir de esta sociedad de país reducida, muchas veces, solo a cuotas, precios, indicadores, porcentajes y rankings?

A este respecto, puedo sostener que convendría buscar en la poesía, o en el lenguaje, los intrincados vericuetos de las contradicciones de un tiempo timorato e incierto y las respuestas, como los trazos puros de un dibujo de la infancia, dando cuenta de la propia conciencia o de lo que nos impone la historia a pesar del conjunto difuso y simulado, a veces, del vigilante destino. Supongamos, además, que tanta rapidez tecnológica, de estos días, quedará, en un corto tiempo más, como arqueología de una época remota; sin saber que, en definitiva, soñar el país es acostumbrarnos, de manera silenciosa, a defender lo indefendible, como dijera el gran Orwell.

Como no podemos reemplazar al corazón, sostengamos, entonces, que la fuerza natural favorecerá el buen mito de asegurar que la palabra presentirá el temblor de continuar con nuestra energía, más allá de lo fatigado que es este delirio de lo injusto, del temor, de las incertidumbres, del mal entendimiento y hasta de los temores, de algunos, por la asunción del nuevo gobierno. Digamos que, si pudiéramos levantar la casa país y, por extensión, la casa del ser humano, el día se dejará caer en su plena presencia o en su esencia de comunidad que se multiplica hasta el infinito.

Actualmente, hay un universo que debemos descubrir en esta vida que no tiene mucho ingenio: en ese “hielo porfiado” recalan la ciencia y la poesía que caminan, aparentemente separadas, pero que cada vez es más frecuente su trabajo conjunto y, también, se inclinan a una misma emancipación de las peculiaridades de sus propias revelaciones. Digamos, entonces, que el encadenamiento de ideas, la búsqueda de las cosas sin orden, muchas veces, y la creatividad debieran ser parte de las vibraciones del país que debiéramos obtener para no convertir a la casa territorio en una propiedad de pocos lo que sería quedar excluido de todas las vicisitudes y contradicciones para aquello que nos acerca y nos une como seres humanos.

Francisco Javier Villegas, escritor y profesor

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