La exigencia oligárquica en Chile es “cerrar”. Convertir a Chile en un país cerrado, exento de porosidad, sin filtraciones, unitario y totalmente cohesionado. Un país sin disidencia, en el que las fuerzas políticas “acuerdan” todo. Que no entre nada ni nadie. Constituir un país propiamente cerrado y, por tanto, “plano”, tal como la oligarquía lo ha imaginado siempre.
A pesar de la rugosidad del paisaje, la imagen petrificada desde el siglo XIX, ha sido la de un país sin sobresaltos en el que su pueblo deviene “masa en reposo” (Portales) y su política una simple forma de administrar orden. Se trata de un país aplanado (digamos “aplastado”), lleno de dispositivos de seguridad y, por tanto, de miedo en el que los pueblos solo están autorizados en ser sujetos económicos que se ajustan a la relación de servidumbre que imponen los patrones de turno.
El ciclo abierto por la revuelta pretende cerrarse y, con él, la suspensión de las formas políticas que ha mantenido las cosas en virtual suspenso. Desde el punto de vista oligárquico, no se soporta más la incertidumbre, el interregno desencadenado por la revuelta y, entonces, la exigencia dice: se ha de cerrar todo lo que yace abierto. Quienes sufrieron los embates de la dictadura y que aún exigen justicia por el dolor infringido, deberían “cerrar” sus heridas; quienes revindican la figura de un Salvador Allende “mitológico” deberían “cerrar” el mito y convencerse de que él habría sido el “principal responsable” del Golpe de Estado de 1973; quienes aún sueñan con el “maximalismo” octubrista y denuncian el carácter anti-democrático del actual proceso redactor, son exigidos a “cerrar” el capítulo y asumir la necesidad de una Constitución razonable que aspire a la “paz y tranquilidad” de los chilenos.
La violencia restauradora, exige “cierre”. Es el “cierre”. Movimiento de repliegue, operación de sutura que la oligarquía chilena siempre ha impuesto de manera sangrienta y que hoy lo hace “civilizadamente” sin militares, pero con un conjunto de dispositivos de control que resultan ser más eficaces que las otroras dictaduras: el “peso de la noche” destacado en su momento por Diego Portales, no es más que la biopolítica orientada a neutralizar las potencias populares para transformar a los pueblos en verdaderas poblaciones (sujetos económicos). La violencia restauradora impone el “cierre” y, con él, la fiesta de los pueblos es desalojada por la policía. Como si el local en que la fiesta tenía lugar no estuviera “autorizado”, la policía ejecuta su orden.
El cierre es fundamental: consiste en imponer muros que impidan otra mirada, perspectiva, en suma, que desechen cualquier posibilidad de disenso. Que las mujeres no tengan permitido abortar será considerado natural, que los trabajadores vean más disminuidos sus derechos a huelga o que el robo sistemático de las aseguradoras de fondos de pensiones se “constitucionalice” puede advenir una realidad bajo el nuevo “pacto oligárquico” en ciernes. El cierre es designado bajo la nueva noción de “encuentro” con que la presidenta del binominal Consejo Constitucional, Beatriz Hevia, denominó a la nueva época consensual-cupular que se avecina.
Pero lo que está en juego en la violencia del “cierre” por parte del proceso restaurador en curso no es más que la producción de culpas y, en este sentido, la destrucción del afecto: quienes sufrieron directamente del terrorismo de Estado, en realidad, resultan egoístas al no querer “cerrar” sus procesos; quienes fueron derrocados por la usurpación oligárquica e imperialista en el Golpe de Estado de 1973 deberían saber que fue Allende quien habría sido “el principal responsable” y quienes denuncian el carácter anti-democrático del actual Consejo constitucional deberían saber que son culpables de propiciar textos partisanos y absolutamente “maximalistas”: los tres dispositivos, el “mercurial”, el “intelectual” y el “constitucional” constituyen una máquina orientada a consumar la “culpa” en aquellos que precisamente no la tienen, es decir, a capturar el afecto para replegarlo en la forma de la servidumbre.
Ahora bien, ¿qué es la culpa? Gracias a nuestro marco latino y cristiano, estamos demasiado acostumbrados a pensar que la culpa es la única relación ética que podemos establecer con los demás. Pero su genealogía nos muestra que ésta, en rigor, fue originalmente un dispositivo jurídico (de origen romano) que, como vio en su momento León Rozitchner, fue subjetivado posteriormente por el cristianismo produciendo un tipo preciso de sujeto propicio para el surgimiento del capitalismo.
En este sentido, podríamos decir que nada tiene que ver la culpa con la ética, pero todo con el derecho. Así las cosas, “culpa” designa una relación de la vida para con la soberanía, una forma de inscripción de la vida al interior del orden jurídico-político que implica su separación, su cercenamiento. De este modo, “culpar” significa capturar la vida a un determinado orden, en rigor, separarla de sus potencias y reducirla a un orden que nunca está simplemente dado sino siempre producido por las fuerzas que hablan y actúan en su nombre.
En su carta de 1822, Diego Portales subrayaba que las “repúblicas latinoamericanas” poseían una “ciudadanía” viciosa que debía ser gobernada por una élite capaz de ejercer un “gobierno fuerte, centralizador”. Solo la élite sería virtuosa, la ciudadanía, en cambio, sería viciosa. En esta última, según el triministro, reside la “culpa” y, con ello, la imposibilidad de hacerse cargo de los asuntos públicos. El presupuesto portaliano es que los pueblos son corruptos, viciosos y, por tanto, culpables; en cambio, las élites serían limpias, virtuosas y salvadas de todo pecado. En cuanto corruptas y viciosas, los pueblos no pueden conducirse autónomamente, sino que deben ser conducidos por sus gobernantes.
La estrategia oligárquica, entonces, consiste en la producción de culpa sobre los pueblos y, en este sentido, en la separación de los cuerpos de sus potencias, de la vida de sus imágenes, tal como hoy día lo estamos contemplando a partir de los tres dispositivos señalados: el “mercurial” en el que un mal poeta invita a la “izquierda” a ser “generosa” y “cerrar” sus heridas a expensas de la justicia; el “intelectual” en el que un intelectual oligárquico insiste en que habría sido Salvador Allende el “principal responsable” del Golpe de Estado de 1973 y, finalmente, el mecanismo “constitucional” que nos ofrece “cerrar” el proceso y aprobar el nuevo texto constitucional en diciembre. Los tres dispositivos operan para cerrarnos la boca e impedir que nuestra voz pueda colarse clandestina entre los frágiles nuevos consensos.
Pero la violencia del cierre es fallida. El reciente caso ocurrido con Patricio Fernández muestra que el diseño cupular-consensual respecto de una materia tan decisiva como la del Golpe de Estado de 1973 –es decir, una materia que permea y condiciona a los tres dispositivos indicados- no puede sostenerse experimentando su propia implosión. La renuncia de Fernández es la renuncia del diseño transicional que, de una u otra forma, pretendía “cerrar” una discusión. El caso “Fernández” puede ser el prototipo del futuro “caso constitucional” que, perfectamente, podría implosionar en diciembre al ser rechazada su propuesta de “cierre”.
En este registro, ¿cómo destituir la relación de culpa con la cual, la oligarquía ha podido capturar a los pueblos transformándoles en población y “cerrar” por un momento, la irrupción de su imaginación? ¿Cómo restituir el afecto de los pueblos? Quizás, ésta sería la pregunta políticamente más radical que habríamos de formularnos hoy. Una pregunta que llama a la destrucción del actual estado de cosas. Si se quiere, una verdadera pregunta comunista.