Chile vive una crisis de violencia en las escuelas que no se puede negar. Cada semana se reportan nuevos hechos: entre estudiantes, contra profesores, entre apoderados. La respuesta más común es automática: más leyes, más sanciones, más énfasis en salud mental, más control. Esa respuesta no solo es insuficiente, es peligrosa.
La escuela chilena, como ocurre también en otros sistemas educativos, opera bajo una lógica de gestión individual del conflicto, ya advertida hace varios años. Cada situación compleja se trata como un “caso”: un estudiante disruptivo, sin habilidades socioemocionales; una familia negligente; un profesor sin tiempo. Y lo que se sale del marco esperado se deriva, se excluye: al PIE, al psicólogo, al centro de salud mental, a otro curso, a la casa. Como si el conflicto fuera una patología, una falla individual.
La escuela no se pregunta qué condiciones producen el malestar. ¿Y si se cambia el foco hacia lo micro? ¿Hacia lo que ocurre en la escuela en específico?
Ya se sabe que las acciones escolares tienen un objetivo muy claro: contener lo más rápido posible y sin mayores barreras, con el fin de silenciar el conflicto, impidiendo su comprensión y el diálogo. Hay miedo, pero lo más grave es que la masificación de la exclusión de las problemáticas de "convivencia" hacia otros profesionales, dentro o fuera del establecimiento, no ha resuelto la violencia. Ni siquiera los grandes planes nacionales de convivencia escolar, vigentes hace más de dos décadas, han logrado contenerla: se han convertido en letra muerta. La violencia no desaparece, se desplaza, se fragmenta, se burocratiza. ¿Y cómo manejamos entonces la violencia?
El conflicto no es una excepción, es parte de la vida escolar. Más aún, es una expresión de relaciones de poder, desigualdad y tensiones. No se resuelve con más castigos ni con más capacitaciones técnicas: se aborda políticamente. Se trabaja desde la micropolítica, esa red intensa de relaciones, negociaciones, disputas y estrategias que configuran la vida cotidiana en una escuela. Allí se decide qué se considera violencia, qué se calla, qué se tolera y qué se sanciona. Allí se visibiliza quién tiene poder y quién queda fuera del cuidado y su abordaje. Una escuela no se construye solo sobre reglamentos, protocolos o derivaciones. Aunque necesarios, son insuficientes. Se construye sobre vínculos, conversación y corresponsabilidad.
¿Qué hacer entonces?
No basta con hablar de habilidades socioemocionales o de convivencia escolar. Es necesario formar a los equipos escolares en una lectura y postura crítica del conflicto, para comprenderlo como síntoma colectivo de la comunidad educativa, y no como falla individual de un actor escolar. Se requieren espacios reales de deliberación dentro de la escuela, lugares donde los conflictos puedan discutirse desde sus causas, no solo desde sus consecuencias. Donde dejen de ser secretos o rumores de pasillos escolares.
La escuela no puede cargar sola con estas problemáticas. Es fundamental que municipios, servicios locales y comunidades educativas establezcan redes corresponsables, no solo estructuras de recepción pasiva de derivaciones. La derivación debe entenderse como una práctica de diálogo, no de delegación.
Hoy muchos equipos profesionales no docentes están marginados, limitados a acciones reactivas y subordinados a una lógica administrativa. Necesitan mayor autonomía, tiempo protegido, coordinación horizontal con docentes y una presencia activa en las decisiones pedagógicas y de gestión. Y no se puede olvidar la necesidad de condiciones laborales dignas.
No se puede abordar la violencia desde compartimentos aislados. Los equipos directivos, docentes y profesionales deben actuar de forma articulada, reconociendo que las problemáticas no se solucionan desde una sola mirada. Es urgente dejar de individualizar el síntoma: todo conflicto es colectivo y así debe ser entendido y abordado.
Porque si seguimos leyendo el conflicto como falla individual, seguiremos aplicando respuestas que aíslan, etiquetan y expulsan. Y lejos de calmar la tensión, estas prácticas solo profundizan el malestar: el aislamiento, el etiquetaje y la expulsión no disuelven la violencia, la multiplican.