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El derecho de elección de los padres y el mito de la diversidad de proyectos educativos. Por Fabián González

Aun cuando en la discusión de la Convención Constituyente no han sido abordadas todavía cuestiones de fondo sobre el derecho a la educación y libertad de enseñanza, rápidamente comienza a surgir el posicionamiento público de quienes ven en estos preceptos –particularmente en el segundo– la llave maestra del sistema educativo nacional en todos sus niveles. Los rectores del G9, por ejemplo, conciben y defienden la libertad de enseñanza porque según ellos estaría ligada a la elección de las personas como contrapeso “ante el poder del Estado” (El Mercurio 16/09/21). Agrupaciones de padres han manifestado también su opción por el “derecho a elegir el colegio” de sus hijos, en tanto este se identifique con sus “proyectos de vida” (La Tercera 05/09/21). Otras voces, algo más excéntricas, como la del Sacerdote Enrique Opaso, director general de la Fundación Refugio de Cristo, han señalado que “dejar fuera de la Constitución la libertad de enseñanza es un gustito ideológico de la izquierda”, y que “el Estado no puede ponerse al lado de una ideología”. Opaso cree que "los constituyentes católicos tienen que dar la cara y defender la educación privada” (La Tercera 01/09/21). Por cierto, para todo lo anterior se apela al financiamiento estatal.

Como es de público conocimiento estos tópicos también fueron objeto de la discusión sui géneris que dio origen a la Constitución de 1980. Las Actas de esas conversaciones realizadas entre cuatro paredes describen con tono premonitorio lo que terminaría ocurriendo con el sistema educativo nacional con el transcurso de los años. Los “prohombres” designados por la Junta Militar tenían claro que en ese momento, a fines de la década de 1970, el Estado tenía una mayor injerencia en temas educacionales que el sector privado. Sin embargo, también era sabido que se venían tiempos de cambio y que desde el Ministerio de Educación se proyectaba “una serie de planes (…) tendientes, precisamente, a procurar que la comunidad nacional, a través de expresiones privadas, esté en condiciones de ir abordando zonas cada vez más amplias del proceso educacional”. En esos planes al Estado solo le correspondía una misión cauteladora, orientadora y financiadora (Historia de la Constitución Art° 19, N° 11, p. 2). La Iglesia Católica también fue parte interesada en ese debate a través del Secretario Ejecutivo del Departamento de Educación del Episcopado, padre Eugenio León Bourgeois, quien señaló en su momento que la redacción de un precepto como la libertad de enseñanza debía estar en línea “con las políticas educacionales del Gobierno, en las que el Estado tiene un papel subsidiario, de manera tal, que nada de lo que la persona o la comunidad de personas es capaz de realizar… pueda ser asumido por el Estado” (Qué Pasa 25/11/1976).

Los debates de ayer y de hoy tienen en común una perorata mañosa en torno a la ‘libertad de las personas’ – o aún peor, de las comunidades – puesta siempre en oposición al “poder” del Estado. Se trata de una lectura binaria y artificial que curiosamente suele levantarse desde aquellos sectores que más trenzas tejen con el Estado, donde es posible constatar alianzas históricas con el “poder” y otro tanto de vínculos atávicos que los unen al aparato estatal. Esta verdadera tragedia cursi de no poder elegir se alimenta, por cierto, del fantasma de una educación pública puesta de rodillas y de la fracasada política de descentralización que implementaron, a punta de bayonetas, los neoliberales chilenos hace cuarenta años atrás. Todas estas defensas de las “libertades” de las personas utilizan eufemismos como “el derecho preferente de los padres” o ponen acento en el riesgo que se corre si no se les protege “debilitando gravemente a la familia” –argumento recientemente utilizado por Sebastián Piñera– o apelan a la diversidad como una suerte de credo social transversal que libera del “yugo” estatal. Usando el mismo tono que el coro de leguleyos del pinochetismo ochentero, el actual presidente de la República ha manifestado que el Estado debe colaborar en el deber y el derecho de los padres, “pero nunca pretender reemplazarlos”.

Pues bien, los padres y apoderados –que sigue siendo una expresión con sesgo, que anula el rol de las madres, abuelas y mujeres en general, en el cuidado, acompañamiento y manutención de la vida escolar–, esos ‘padres’ y esas ‘familias’ a los que aluden los defensores de la libertad de enseñanza han puesto también sus preocupaciones sobre la mesa. Un total de 19 representantes de Centros de Padres de Colegios Subvencionados firmaron una carta al director de La Tercera a principios de septiembre reafirmando su “derecho a elegir”. No es este el lugar de cuestionar las posiciones defendidas por estos centros de padres, su posición es respetable y sus planteamientos se realizan en un marco de discusión ciudadana. Sin embargo, es interesante revisar, a partir de la información pública disponible, quienes se encuentran detrás de los 19 colegios que aparecen al pie de esa carta, es decir, qué cuestiones promueven los proyectos educativos de esas instituciones y cómo se (des)dibuja la diversidad en el marco de un bucólico paisaje que propone la libertad de enseñanza como panacea.

La mitad de estos 19 colegios alude explícitamente en su nombre al martirologio católico, llevan nombres como San, Santa, Mártir, Madre o Nuestra Señora. Además, 14 de estos 19 colegios declara en su proyecto educativo ser confesional o impartir una formación católica y seguir los valores cristianos. Al definir su misión usan expresiones como las siguientes: dar educación a niños de escasos recursos para que puedan “descubrir su vocación y servir a Dios, su familia y su patria”; “Aspiramos a formar hombres de bien, capaces de organizar sus vidas de acuerdo a criterios rectos y verdaderos”; “Queremos un colegio que cuente con alumnos(as) que deseen proyectar sus vidas a través del estudio y el trabajo”; “formar profesionales eficientes, de mando medio y ciudadanos profunda y vitalmente cristianos”; “fiel en sus enseñanzas y orientaciones a la doctrina y enseñanzas de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana”; “la formación en la escuela católica se realiza a la par que se enseña, se educa y se evangeliza”; “Servir a Dios reduciendo la desigualdad de oportunidades en Chile entregando educación de excelencia a niños que no tienen la posibilidad de acceder a ella”; “Formar hombres y mujeres con valores fundados en la fe católica”, etc. Solo uno de los 19 colegios del listado se declara explícitamente laico. Todos los demás, de un modo u otro, declaran en su marco valórico adscripción cristiana y usan de manera recursiva en su proyecto educativo términos que califican como “valores trascendentes”: orden, respeto, laboriosidad, responsabilidad, valores patrios, trabajo, dios, virtud, amor, familia, libertad.

La mayoría de los sostenedores de estos 19 colegios son fundaciones de beneficencia, iniciativas familiares, filantropía, piedad culposa. Otro tanto son corporaciones ligadas a intereses gremiales y/o congregaciones religiosas. Entre ellas, sobresale la Sociedad Nacional de Agricultura (S.N.A.), la Unión Social de Empresarios Cristianos (USEC), Fundación de Educación Nocedal (Opus Dei), Fundación Mano Amiga (Legionarios de Cristo), Fundación OPTE (cristiana), Fundación Educacional de beneficencia Alto Las Condes (también de inspiración cristiana), etc. Esta última, por ejemplo, fundada en torno a la parroquia de La Dehesa, ofrece la posibilidad de “apadrinar” a un desvalido a través de una donación equivalente a 1 U.F. (Unidad de Fomento) al mes. Cada una en su estilo exuda ‘compromiso social’, preocupación por los ‘niños de escasos recursos’, o ,en otras épocas, por los hijos de trabajadores del campo, hoy día ponen acento en los jóvenes de ‘sectores vulnerables’, etc. Todas dicen que sus proyectos permiten desarrollar herramientas o que entregan formación integral con un foco espiritual y social. Señalan trabajar para la “promoción humana”, para “dar oportunidades reales”, prometen “romper el círculo de la pobreza” e incluso se comprometen en convertir a sus estudiantes (pobladores indisciplinados, marginalizados, violentados, criminalizados, mercantilizados tempranamente) en lo que estas escuelas entienden como “personas íntegras”. Por eso, cuando le preguntan al sacerdote Opaso cómo entiende la libertad de enseñanza, él responde que constituye una opción para dar características particulares a niños, niñas y adolescentes.

La gran mayoría de estos colegios, repartidos por todo el país, responden a un solo proyecto educativo profundamente conservador y monolítico, que ni es público, ni es diverso, ni mucho menos responde a las “preferencias” de los padres. Tal como se autodefinen, estos colegios se conciben como proyectos o ‘iniciativas’ evangelizadoras que no están disponibles para negociar sus marcos valóricos, tampoco su gobierno y cultura interna, ni su curriculum. Hay que adscribir a ellos; sumarse y ser parte de su programa de disciplina y esfuerzo personal si se quiere ‘salir’ de los entornos de origen. La mayoría de estos colegios son externos a las comunidades donde han sido instalados. Surgieron porque en muchos sectores de la ciudad, después de 1980, el Estado neoliberal no construyó ni una sola aula de clases. Al contrario de las escuelas públicas que en muchos barrios populares autoconstruyeron los propios vecinos y pobladores fundadores hasta la década de los ´80, estos colegios han sido diseñados en reuniones sociales en Vitacura o Lo Barnechea, concebidos desde un púlpito católico ultramontano, o planificados como un simple emprendimiento social desde un work café de postgraduados de Harvard.

Aun cuando las familias, las madres y apoderadas, y sus hijos/hijas en sectores populares no están a buen resguardo del “poder” del Estado, tampoco son indemnes al poder privado no estatal o al poder privado confesional. Ni el uno ni el otro les garantizan diversidad, participación y capacidad de intervenir en los proyectos educativos de sus escuelas. En muchos espacios educativos urbanos –públicos o privados– todo esto es un mito. El derecho que ha sido negado por décadas no es tan solo el derecho preferente de las madres de educar a sus hijos/hijas y de elegir dónde estudian. También se ha negado permanentemente el derecho a ser parte de una comunidad, a decidir democráticamente qué se aprende y cómo se aprende, a construir colectivamente las normas, o a proyectar mejoras; se ha negado el derecho de usar el espacio de la escuela como lo que es, un espacio público de deliberación entre iguales. En suma, y dicho de manera sencilla, la libertad de enseñanza se viene pensando tal y como la entendía Jaime Guzmán en 1976 en el círculo de hierro de la comisión Ortuzar: como una oportunidad y un resguardo para quienes –en nombre de “los padres”– abren establecimientos educacionales y promueven proyectos educativos asociados a intereses específicos; no es una libertad que restituya el rol central de niños, niñas y jóvenes en los procesos de aprendizaje, tampoco incluye el empoderamiento de sus madres o apoderadas en el control y rendición de cuentas democrática, mucho menos la libre organización y programación de la enseñanza por parte del profesorado.

La ecuación neoliberal que permitió que el “poder (educativo) estatal” fuera fraccionado en múltiples poderes (educativos) privados –supuestamente diversos– dio como resultado la descomposición por sustitución de la educación pública chilena. Cualquier debate serio sobre estos preceptos constitucionales debiera considerar las consecuencias de pensar tan dicotómicamente la realidad y los problemas que conlleva hacer política sin evaluar críticamente los modelos que en el tiempo largo han dado forma a nuestro sistema educativo nacional.

Fabián González
Académico de la Facultad de Pedagogía de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano

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