“En Luvina la tierra es dura, pero si uno la trabaja, algo sale.”
— Juan Rulfo, Luvina[1]
Por estos días, Chile avanza por una ruta electoral intensa y fragmentada. El próximo 16 de noviembre elegiremos a quien ocupará la presidencia de la República, además de renovar por completo la Cámara de Diputadas y Diputados y parcialmente el Senado. Será, sin duda, un momento clave para el país. Pero lo que más sorprende —o inquieta— no es solo la magnitud del evento electoral, sino el clima político que lo rodea.
Este domingo, el oficialismo vivirá una primaria presidencial entre Carolina Tohá, Jeannette Jara, Jaime Mulet y Gonzalo Winter. El resultado definirá un solo liderazgo para enfrentar al resto de las candidaturas que ya se han desplegado en la derecha, donde los nombres de Evelyn Matthei, Johannes Kaiser y José Antonio Kast ya están en carrera. Hasta ahí, el cuadro parece previsible.
Pero hay un dato que descoloca: a la fecha, 527 personas han iniciado el proceso para reunir firmas[2] y postularse a la presidencia. Sí, quinientas veintisiete.
¿Qué significa que más de medio millar de personas crean que pueden —o deben— ser presidentes o presidentas de Chile? ¿Estamos ante un despertar democrático, una manifestación de ciudadanía activa, o frente a una señal más profunda de crisis política y representacional?
¿Es este número inédito una muestra de pluralismo... o un síntoma de fragmentación radical y desorientación colectiva?
Desde una mirada optimista, podríamos decir que hay una ciudadanía que quiere tomar la palabra, que se siente capaz de disputar el poder, de representar lo que los partidos han dejado de representar. Pero también podríamos preguntarnos si no estamos ante una suerte de banalización del cargo más relevante del país, una especie de espejismo colectivo donde cualquiera cree que puede —sin mayor preparación ni estructura— dirigir el Estado.
¿Estamos viviendo una distorsión del valor de lo político? ¿Cuánto de estos impulsos obedecen a causas nobles y cuántos a deseos personales, a búsqueda de notoriedad, o incluso a una estrategia de marketing?
Quizás todo convive: la frustración con los liderazgos existentes, el individualismo alimentado por las redes sociales, la pérdida de legitimidad de las instituciones, y también una democracia que no ha sabido contener ni canalizar el malestar ni el deseo de participación real.
Y en medio de todo eso, un país que necesita respuestas urgentes: en pensiones, salud, educación, vivienda, seguridad y medioambiente. ¿Quién, entre estas más de 500 personas, tiene una propuesta viable para esos desafíos? ¿Cuántos de esos nombres serán capaces de construir equipos, articular mayorías, sostener un programa y gobernar en un contexto tan complejo?
¿Es sano para la democracia tener esta cantidad de aspirantes? ¿O estamos frente a un síntoma de agotamiento del sistema, donde ya no hay mecanismos claros de validación, ni exigencias mínimas, ni marcos que den sentido a lo público?
En esta carrera, ¿cuántos buscarán transformar el país... y cuántos solo ocuparán un espacio en la papeleta?
Faltan meses para las elecciones de noviembre, y ya se intuye que será una contienda repleta de nombres, listas, slogans y promesas. Pero entre tanta oferta, tanta urgencia y tanto ruido, quizás la pregunta que deberíamos hacernos no es solo quién quiere gobernar, sino: ¿qué estamos dispuestos los ciudadanos a exigir para que la elección no se convierta en un acto obligatorio, pero vacío de sentido y compromiso democrático?
Rossana Carrasco Meza
Profesora de Castellano, PUC; Politóloga, PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, U. de Chile.
[1] Juan Rulfo, Luvina, en El llano en llamas, 1953.
[2] Fuente: SERVEL, 26 de junio de 2025.