A Mauro Salazar y su amor al margen(s)
“(…) La certeza melancólica de la cual hablo comienza pues, como siempre, en lo viviente mismo de los amigos. No solamente por una interrupción sino por una palabra de interrupción. Un cógito del adiós, este saludo sin retorno, firma la respiración misma del diálogo, del diálogo en el mundo o del diálogo más interior. El duelo entonces no espera más. Desde este primer encuentro, la interrupción va antes que la muerte, la precede, enluta a cada uno de un implacable futuro anterior. Uno de nosotros desde quedarse solo, ambos lo sabíamos anticipadamente. Y desde siempre (Derrida, 2003, Bélliers)”.
Otra vez la melancolía, pero no como certeza. Melancolía que tiene que ver con el futuro, con una nostalgia del futuro como escribía Jorge Teillier, con un futuro anterior. Es una melancolía que desbarata al tiempo en su secuencialidad lógica y nos traslada a un espacio im-presente, en donde el tiempo fue subvertido (Il faut donc la mélancolie). Esta melancolía no tiene como escenario original la muerte, el fin, sino que surge ahí donde la vida se distribuye como amistad, como reciprocidad que se reconoce en la intersección de las alteridades.
Derrida nos habla de una interrupción en este tránsito de vida y amistad. Esta interrupción se nos revela sin tiempo y sin espacio y desde siempre contorneando los bordes del entre. Todo lo que ha sido el ir y venir de nuestra vida con el otro, estaría desde siempre firmado por la llegada de esta interrupción total. No hay posibilidad de sacudirse esta melancolía disruptiva con trabajo alguno, ella es, desde ya y desde antes y para siempre, la piel y el tono de una amistad.
Hablamos del duelo como el gran interruptor que desfonda (a la vez que repleta) nuestro paso por el mundo. El duelo siempre estuvo ahí; siempre fue quien dirigió la mano que escribió la historia y, por más desconcertante que nos parezca, condujo desde su espectral orilla el círculo amoroso de una amistad.
Ya sabíamos sin saberlo que uno de nosotros tenía que continuar solo. Es este el sello y la impronta de los amigos. La buena, tal como Derrida nos dice, es que el que queda es receptor y emisario al mismo tiempo de una herencia. Esta es una herencia que sólo pudo surgir en los múltiples instantes en donde la vida brilló para los amigos, y en donde el duelo se insinuaba una y otra vez con su potencia melancólica. Esta herencia de la que hablamos es el diálogo ininterrumpido. Y decimos ininterrumpido aunque se trate del fin del mundo para ese que muere, y cada vez otro fin de mundo para ese otro que también se va. Nosotros, los que quedamos, somos receptores al tiempo que emisarios del fin del mundo, siempre. El que queda se siente responsable de llevar en sí mismo al otro y también a su mundo; ese mundo desaparecido y aniquilado que conlleva la muerte de alguien, toda vez y a cada vez. Es el responsable de ser el testigo de un mundo desaparecido, es decir, de un mundo sin mundo. El duelo ya no es –no podría serlo de ninguna manera–, un trabajo; no hay gasto, ni consumo, ni reemplazamientos, sino una responsabilidad radical frente a la alteridad que ya no es más alterna, puesto que con su fin de mundo se llevó su mundo, no obstante, soy yo el encargado de testimoniar su cataclismo como herencia. ¿Qué hay en este diálogo? o más bien: ¿qué es lo que se dialoga cuando es un muerto el interlocutor? ¿cómo nos dirigimos al que no está si no es a través de los sonidos y los sentidos de una palabra? y, entonces: ¿cómo evitar que todo lo dicho no sea un homenaje para los que quedan? Este es el riesgo, precisamente, hacer de un adiós y de un duelo un trabajo para quienes se sienten deudos, para los que sobreviven al muerto, para los que lloran sobre la tumba del cuerpo sin vida. Las palabras, ante el que ya se fue, se arriesgan a ser consolación y podrían dar inicio a la fórmula del trabajo de duelo, permitiendo que el adiós sea un saludo para los sobrevivientes y no para el que, a esa altura, habita subterráneamente: “Ocupada de sí misma, una palabra tal arriesgaría en este regreso desviarse de lo que es aquí nuestra ley, y ley como finitud: hablar directamente, dirigirse directamente al otro, y hablar para el otro que se ama y se admira antes de hablar de él. Decirle “adiós”, a él, Emmanuel, y no solamente recordar lo que nos habrá, en principio, enseñado de un cierto Adiós” (Derrida, 1993)
Derrida siguiendo a Levinas nos señala que el tiempo de la muerte es un tiempo sin-respuesta. Es, más que nada, habitar en el espaciamiento infinito de esperar esa respuesta que no llegará nunca. Es todo lo pendiente, lo que no nos dijimos y lo que dejamos flotando suspensivamente, mientras vivíamos regocijados en el duelo anticipado de una interrupción siempre porvenir. La sin-respuesta inubicable en un tiempo lógico y solamente (im)posible en el circuito espectral de la conversación con los fantasmas. “La muerte como paciencia del tiempo” y no como la estación final en donde ésta –la muerte– se revela como el único término posible. Esto sería, así en la muerte… un amigo
Javier Agüero Águila.
Doctor en Filosofía. Académico Universidad Católica del Maule.