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El espejo de la muerte y la futilidad política. Por Mario Toro

Primero de noviembre: un año más de vida, un año más de muerte, como puede ser también un año menos de muerte, en este primero de noviembre.

I. La muerte como maestra de la dignidad

En la cultura occidental, a menudo se tiende a ver la muerte como un fracaso, un final que debe ser evitado a toda costa. Esta perspectiva, si bien comprensible, nos priva de una herramienta poderosa para vivir plenamente. Propongo que la muerte sea vista no solo como la "otra cara de la moneda" de la vida, sino como un espejo que refleja la urgencia y el valor intrínseco de cada momento. Vivir con la idea de la finitud no es abrazar el pesimismo; es una invitación radical a la autenticidad y a la priorización consciente.

Cuando somos conscientes de nuestra mortalidad, las distracciones triviales pierden su poder. Nos vemos impulsados a valorar el presente, haciendo de cada conversación una oportunidad y de cada amanecer un regalo efímero. Nos obliga a Definir lo esencial –¿qué legados queremos dejar?, ¿qué relaciones queremos nutrir?–, y a Aceptar la impermanencia, liberando el apego excesivo a lo material. Esto nos permite cultivar la valentía para amar sin reservas y vivir con una audacia que de otro modo sería inalcanzable.

II. Finitud cultural y la soberanía de la existencia

Esta visión de la muerte como motor de la vida no es nueva, sino profundamente cultural. Pensemos en Japón, donde la muerte no es solo un hecho, sino un acto estético: la filosofía detrás de los Kamikaze no era un simple suicidio, sino la máxima expresión de un código de honor donde la vida se sacrifica conscientemente por un bien superior, dándole un valor supremo al momento final y al legado. O en la cultura rusa, que, forjada por inviernos eternos y tragedias históricas, ha desarrollado una estoicidad colectiva ante la muerte. En esta visión, la vida es una obra dura y solemne; el fin es inevitable, y la dignidad se halla en cómo se enfrenta el sufrimiento y se honra el destino, no en cómo se le evade.

A esta reflexión se suma el dilema de la eutanasia, la elección final. Es el acto supremo de responsabilidad consigo mismo, donde el ser, enfrentado a un dolor insoportable o a la pérdida irreversible de su autonomía, decide ejercer su soberanía sobre su propia existencia. Es la antítesis de un "escape", pues requiere una conciencia y una valentía filosófica que pocos poseen: la decisión de culminar la propia obra. Es el reconocimiento de que la dignidad de la vida reside en su calidad, y no en su mera extensión biológica.

III. La política conservadora y el tabú de la muerte digna

En contraste, la política conservadora chilena aborda la vida y la muerte con una ceguera ideológica que es casi una farsa cruel. Mientras el arte, como lo demostró el actor Héctor Noguera, celebra la vida con espíritu libertario, la derecha política impone un tabú: solo la supervivencia biológica importa, no la vida digna.

Es irónico que quienes defienden con fervor el "valor de la vida" en abstracto, ignoren las condiciones de miseria que sufren miles de ciudadanos. Para ellos, la vida es valiosa solo si es productiva o si se enmarca en la acumulación de capital. La falta de acceso a salud, las pensiones miserables o la precarización laboral son silencios políticos que evidencian que su preocupación por la "vida" no se extiende a la dignidad en el vivir. Al rehuir el debate sobre la eutanasia, el "buen morir", y sobre el propósito de una vida completa, la derecha condena a la mayoría a una existencia sin propósito, prolongando una agonía económica que es el verdadero fracaso ético de la nación.

IV. Conclusión: el espejo de la urgencia y la filosofía de la vida

La muerte es una maestra. Al permitir que su sombra ilumine nuestra existencia, podemos vivir con mayor intensidad, propósito y sabiduría. El llamado a la acción es político y existencial: necesitamos una filosofía de vida que entienda la existencia no como un destino pasivo o una mera obligación biológica, sino como una obra de arte consciente. La vida, desde esta perspectiva, es un lienzo que pintamos con cada elección, un regalo cuya validez se mide por su calidad y su propósito, no por su duración.

La aceptación de la finitud debe impulsarnos a forzar el cambio sistémico. Si entendemos que la vida es breve y su valor es intrínseco a la dignidad, la urgencia de construir una sociedad justa se vuelve ineludible.

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