En América Latina, lo público está nuevamente en disputa. Pero esta vez, el embate no viene solo desde la tecnocracia o desde el mercado, sino desde un proyecto político que, sin pudor, busca desmantelar los derechos sociales conquistados en democracia. En nombre de una libertad individualista y hostil al bien común, resurgen con fuerza discursos que reducen al Estado a una amenaza, una maquinaria burocrática que habría que achicar hasta hacerlo desaparecer. Y con él, por cierto, se pretende arrasar también con la educación pública, la salud universal, las pensiones solidarias, los sistemas de cuidados, las políticas de vivienda y de igualdad de género. Todo lo que huela a justicia redistributiva parece ser sospechoso de “wokismo” o de conspiración progresista.
Pero conviene detenerse. Porque lo que está en juego no es solo el tamaño del Estado, sino el tipo de sociedad que queremos construir. Defender lo público no es resistir por nostalgia ni por romanticismo estatalista. Es comprender que los derechos sociales no se garantizan desde el mercado ni desde la caridad, sino desde instituciones capaces de asegurar dignidad, redistribución y justicia. Y que el Estado, lejos de ser un aparato ajeno a la ciudadanía, es una conquista política que debe ser democratizada, no demonizada.
En este contexto, vale la pena volver la mirada a procesos más estructurales. En El estado de las reformas del Estado en América Latina, Eduardo Lora describe cómo las transformaciones institucionales en la región durante las últimas décadas respondieron a una “revolución silenciosa” motivada, en gran parte, por la crisis de legitimidad del viejo Estado desarrollista. El giro reformista de los años noventa, lejos de constituir una simple modernización administrativa, implicó una redefinición profunda del rol estatal, anclada en el paradigma neoliberal del Consenso de Washington. Se estabilizó la economía, sí; pero también se redujo la acción estatal a lo mínimo: asegurar el orden macroeconómico y dejar que el mercado hiciera el resto.
El problema es que esa promesa nunca se cumplió. La apertura comercial y la disciplina fiscal no se tradujeron en bienestar colectivo. Los indicadores sociales lo confirman: desigualdad persistente, precarización del trabajo, feminización de la pobreza y servicios públicos debilitados. Las reformas de segunda generación, aquellas que pretendían mejorar capacidades fiscales, judiciales y administrativas, llegaron tarde o fueron insuficientes para revertir esa herencia. Como señala el propio Lora, la “profesionalización de la burocracia” no garantizó, por sí sola, una mejora sustantiva en la calidad de los servicios ni en la confianza ciudadana en las instituciones. Y cuando el Estado se vuelve incapaz de proteger derechos, lo que queda es el sálvese quien pueda.
Hoy enfrentamos un momento de definición. Frente a una derecha que avanza con fuerza, proponiendo la demolición del Estado en nombre de una libertad sin derechos, necesitamos recuperar lo público como horizonte civilizatorio. Porque lo público no es solo una estructura institucional; es también una ética de lo común, una forma de organizar la vida en sociedad donde el bienestar de unas y otros no dependa del mercado ni de la herencia. Es, en definitiva, la posibilidad concreta de que la educación no dependa de donde naciste, que la salud no sea un lujo y que la vejez no sea una condena.
Pero defender lo público exige ir más allá de su mera conservación. Implica transformarlo. Democratizarlo. Hacerlo más justo, más eficiente, más participativo. Incorporar con fuerza la perspectiva de género, porque sabemos que sin políticas de cuidado y sin autonomía económica para las mujeres no hay justicia real. Hacerlo más territorial, porque la equidad no puede seguir pensándose desde el centro hacia las periferias. Y más interseccional, porque las desigualdades no se acumulan por azar, sino por estructuras que hay que enfrentar con políticas integrales.
La experiencia latinoamericana nos ha mostrado que el Estado puede ser parte del problema, pero también parte fundamental de la solución. No idealizamos al Estado, pero sí lo consideramos un campo en disputa, un espacio desde donde se pueden construir políticas transformadoras. La alternativa no puede ser la indiferencia o la privatización de todo lo colectivo. El debilitamiento de lo público deja a millones de personas —sobre todo mujeres, disidencias, pueblos originarios, niñeces y vejez— a merced de la desigualdad estructural.
Por eso, este es un momento para tomar posición, más alla de una trinchera partidista, sino más bien desde la conciencia ética y política de que hay derechos que no pueden seguir siendo moneda de cambio ni estar al arbitrio de quien gobierne. Porque los derechos sociales no son favores. Son conquistas. Y como toda conquista, pueden perderse si no se defienden.
La tarea es doble: resistir los retrocesos, pero también imaginar un Estado que no solo administre, sino que transforme. Un Estado que garantice derechos, sí, pero que también repare desigualdades, reconozca diferencias y promueva vidas dignas. Un Estado que no se limite a funcionar, sino que tenga sentido para quienes lo habitan. Esa es, quizás, la gran batalla de nuestro tiempo: que lo público vuelva a importar.
Leslie Rauld Olave
Socióloga, especialista en Género y Políticas Públicas.