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El Estallido Social y la juventud popular instruida. Por Raúl González Meyer

Los sujetos presentes y entremezclados y juntados en el estallido social y su despliegue en el tiempo son varios y seguramente serán materia de mayor precisión en el tiempo. Aquí queremos remarcar la presencia importante de una amplia juventud popular y de jóvenes adultos que han sido parte de la expansión de la educación superior (ES), particularmente universitaria (ESU) y que provienen de familias distintas de la clase alta y la clase media profesional.

A principios de los años 70, solo un 5% de los jóvenes entre 20 y 24 años ingresaba a las universidades de la época. Ello, a pesar de que ya se había comenzado a producir una expansión de los estudiantes universitarios luego de las luchas estudiantiles y la reforma universitaria de fines de los años 60. Hasta ahí, si bien la universidad desde los años 30 del siglo XX había sido canal de emergencia y consolidación de una clase media profesional, la educación superior chilena había sido para una angosta elite. Luego del golpe militar, en los años 70 y 80, se paraliza la señalada expansión comenzada a fines de los 60 y la población estudiantil superior prácticamente se estancó. A fines de los 80, la relación entre profesionales y otras características del país llego a ser muy baja.

Desde los años 90 se comienza a producir una expansión importante de la población estudiantil de (ES). Desde una mirada larga, se puede decir que se comienza a recuperar el trecho del estancamiento de las dos décadas anteriores. Podemos hablar de un ciclo expansivo entre 1990 y el 2003. En relación a 1973, ese año 2003 se había quintuplicado el volumen de estudiantes de ES. La tasa de escolarización que era menos del 10% en 1965, paso a ser un 45% el 2004. Ello continua en los años siguientes de manera aumentada y, así, mientras en 1990 solo un 1,7% de población entre 18-24 años accedía a la Educación Superior Universitaria (ESU), ello pasó al 16,1% el 2010.

Un medio importante para esta expansión de estudiantes superiores de los años 90 fue la expansión y consolidación de nuevas universidades y otras instituciones privadas. En 1997 había en el país 68 universidades, 70 institutos profesionales (IP) y 119 centros de formación técnica (CFT). Esto tuvo como soporte institucional la nueva ley de Universidades y Educación Superior de principios de los años 80 que permitía crear universidades sin grandes trabas . De hecho, ya en el 2003 en estas nuevas universidades creadas se titulaba el 30% de los nuevos profesionales y el 2013 eso se elevó al 54%, superando a los titulados de las universidades tradicionales.

Pero a esos cambios cuantitativos se agrega otro, articulado con él, que da claves para la comprensión de ciertas raíces materiales y subjetivas del estallido social. En un primer momento, la señalada expansión de los años 90, en cierto grado repite con algún cambio menor la estructura social propia de una universidad elitaria. Es decir, en ese período, los que más entran a la ESU son estudiantes que se ubican en los segmentos de mayores ingresos. Es entre estos donde más se expande la ES

Sin embargo, ello va cambiando de a poco y se produce una inflexión más clara desde fines de los 90. Se trata del ingreso a la ES y a la ESU de nuevos sectores sociales. En el año 2003, el 70% de los que ingresaban a la ES (aunque muchos no terminaban) representaban a un primer miembro de la historia familiar que ingresaba a la ES. Se empieza a transitar del predominio de un estudiante universitario de clase alta o media/alta a otra situación en que aumentan absoluta y relativamente los estudiantes provenientes de familias con muchos menores ingresos, de zonas consideradas más populares y provenientes de educación media con menos recursos. En ello jugo un rol clave las menores exigencias de entrada por parte de las universidades privadas nacientes y que, como vimos, se habían ido expandiendo. En cierto grado, jugo también un rol la existencia de becas y ayudas institucionales universitarias y, aún más importante, la disposición de muchas familias a endeudarse.

En ese proceso aperturista de las universidades hacia nuevos medios sociales jugó un rol acelerador la creación de una política gubernamental a principios de los 2000: el crédito estudiantil con aval del Estado (CAE) realizado a través de la banca privada. Junto con ser un muy buen y seguro negocio para las instituciones bancarias que entraron en ese sistema crediticio, ello significó tanto una mayor expansión de estudiantes de origen popular en las universidades, así como el comienzo de un camino de ancho endeudamiento para muchos. Uno de los efectos de grandes movilizaciones estudiantiles del año 2011 contra lo que definieron como una “educación de mercado” y de la cual el CAE era un símbolo, fue la baja de la tasa de interés de ese crédito, aunque sin duda el movimiento iba bastante más lejos que ello. Pero ello siguió aumentando la entrada de nuevos estudiantes a las universidades, lo que tendrá otro hito importante con lo que fue otro resultado de un nuevo momento de movilizaciones estudiantiles (2016): el comienzo de una política de gratuidad de la ESU que en una primera etapa (así fue señalado) abarca, hasta hoy, a quienes están en los seis deciles de menores ingresos, acentuando la entrada ya significativamente aumentada de estudiantes de orígenes populares.

Se ha formado, entonces, dentro de las universidades e institutos de educación superior y en la sociedad un amplio contingente de estudiantes, egresados, titulados, trabajadores jóvenes, desempleados - que acompaña el hecho de que una buena cantidad de ellos ya eran trabajadores parciales y esporádicos mientras estudiaban- una capa significativa de jóvenes de raíces más populares que la capa más elitista del pasado, con mayor instrucción y formación y que ha experimentado en este tiempo la real experiencia de integración y recepción de la sociedad.

La expansión de la población estudiantil superior no presenta, entonces, una mera característica cuantitativa, sino un cambio significativo en la estructura social; una forma que ha tomado el proceso de modernización y que altera cualitativamente a la sociedad. Nuevos sectores jóvenes, bajo condiciones diferentes y que subjetivizan y procesan las estructuras y relaciones sociales desde esas condiciones nuevas.

Con relación a ello, no se trata solo que muchos de ellos no lograron terminar o que están endeudados (antes de que operase la gratuidad) cuestiones que por supuesto son importantes. Si no, también, que para muchos de ellos, la mayoría, la sociedad en que están viviendo no tiene las capacidades integradoras, auxiliares o complementarias a la mayor educación/formación, que estén a la altura de ese esfuerzo detrás de los estudios realizados o en realización.

La afirmación que hago, es que la sociedad sigue siendo con dosis altas de clasismo, segregación, discriminación y poderes cerrados que limitan, que ponen vallas, a la recepción de estos nuevos grupos configurados. Las redes, las relaciones, presentan fronteras y establecen límites, según ingresos, espacios, apellidos, familias.

Así, la democratización parcial y potencial de una ES más poblada de personas, de territorios, de familias, de orígenes más populares choca con un sistema socio-económico y cultural que reproduce desigualdades estructurales de origen y no acoge nuevos grupos constituidos desde una mayor educación. Esa experimentación de la brecha entre realidad y deseo; esa conciencia del tope al reconocimiento social, esa invitación permanente a la sumisión al más poderoso, explica, también en este grupo más educado la identificación con el “baile de los que sobran” . A ello se agrega una estructura productiva y de trabajos/empleos extremadamente poco diversificada que lleva décadas abusando de los bienes naturales y generando trabajos precarios con salarios bajos.

Jóvenes (y familias) que quizás creyeron que tocaban el cielo con más educación; pero ese cielo se mostró a ras de sus propias cabezas y que más que vivir en una sociedad de los méritos están en otra de la desigualdad. Y quizás experimentando que enfrentar esa desigualdad no es cosa de individuos hábiles en el mercado o de adaptación frente a los poderes cotidianos, sino de una lucha un poco más colectiva que piense e imagine la sociedad desde otros valores.

Me parece que esto ha sido un “actor” y componente clave del estallido en Chile y lo será de la historia y desenlace del futuro próximo. Por supuesto, no es lo único. Pero de allí viene parte de la rabia que estaba acumulada; del descontento y el malestar que se habían incubado. También de la desconfianza alta a las promesas institucionales.

Raúl González Meyer es académico de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Economista y Doctor en Ciencias Sociales.

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