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El monumento ausente. Por Francisca Márquez, antropóloga y Alvaro Hoppe, fotógrafo

Antes que amanezca en Santiago, el jueves 11 de marzo, un grupo de militares rinde honores a la estatua del General Baquedano. A un costado, una grúa espera el fin del clarín para desprender al caballo y al general de su base, y trasladarlo a una bodega donde será restaurado. Esa noche la escultura luce cuidadosamente pintada de negro y café, sin rastro alguno de grafitis ni banderas. La estatua es removida de su lugar, poniendo fin a una larga deriva de asaltos, pinturas y camuflajes. Según han indicado las autoridades, una vez restaurado, el General volverá a ocupar su lugar, el centro de Plaza Baquedano/Plaza Italia/ Plaza Dignidad.

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Alvaro Hoppe ©

Lo cierto es que poco importa si regresa o no, porque con esta gesta final, el General entra en el vasto inventario iconoclasta de nuestra historia monumental y patrimonial. En efecto, tal como hemos visto estos últimos años en toda Latinoamérica y el mundo, el monumento del General Baquedano como muchos otros monumentos, se ha transformado en un espacio privilegiado para la disputa de las narrativas heroicas de la nación. En este inventario de los caídos se cuentan el busto del conquistador Pedro de Valdivia “empalado” a los pies de la estatua del cacique Lautaro en Temuco; el monumento derribado del emprendedor y exterminador de fueguinos José Menéndez para ser depositado a los pies de la estatua del indio patagón en la Plaza de Armas de Punta Arenas; los héroes de la Guerra del Pacífico (1879-1884) decapitados en el Morro de Arica; o las estatuas de Cristóbal Colón en diversas ciudades del mundo. Todos ellos – y muchos más - forman parte del botín de guerra de las revueltas e insurrecciones del siglo XX y XXI y que arrancan del espacio público aquello que, en nombre del progreso y la civilización, asientan el poder colonial, patriarcal, militar y racista.

Lo importante es que junto estos actos iconoclastas y de violenta antropofagia ritual, también se levantan otros monumentos y otros relatos. Es el caso del busto de Milanka, mujer diaguita que se instala luego del derribamiento del monumento al conquistador español Francisco de Aguirre, en la ciudad de La Serena; los tres tótem o esculturas de madera representando al pueblo mapuche, diaguita y selk ́nam para dar la espalda al monumento del General Baquedano en Santiago; el monumento al Inca Cahuide resistiendo al español en la batalla de Saqsaywaman, Maca, Perú; o el busto a Comanche, el gran líder afrodescendiente del barrio marginal El Cartucho, Bogotá, Colombia. Son algunos ejemplos de contramonumentos o monumentos insurrectos que nos recuerdan que el relato de la nación se hace también de dolorosa subalternidad; y que la historia, ni la más violenta, fagocita de todas las memorias. Por el contrario, la historia siempre puede ser revisitada y subvertida no sólo para remover el horror de los pedestales sino también para homenajear a los silenciados.

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Se restauren o no los monumentos, se los traslade o se los haga desparecer, la disputa que las prácticas iconoclastas provocan en la narrativa-monumental-patria siempre interrogan la definición de lo que merece ser recordado y resguardado. La pintura o la limpieza de estatuas y monumentos no borrarán ese entramado de sentires y demandas por una sociedad más diversa y más justa. La pregunta es entonces, cómo repensar los monumentos y los espacios públicos en función de esa diversidad de gestos y voces. ¿Cómo y quiénes definen lo que es merecedor de ser resguardado y conservado? ¿Cómo hacemos memoria viva de estos monumentos derribados y ausentes? Sean cuales sean las respuestas a estas complejas preguntas, lo cierto es que la planificación y el diseño de nuestros espacios públicos –espejo de la sociedad que queremos- ya no podrá ser atribución solo de expertos y técnicos sentados en una oficina gubernamental o inmobiliaria. Los escombros monumentales, como materialidades residuales que son, debieran ser comprendidos como una invitación a repensar y reescribir sus formas significadas. Aprender a leer y a escuchar estos gestos insurrectos e iconoclastas como pizarrones y manifiestos de la sociedad que queremos parece una urgencia de estos tiempos.

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Sin desconocer la historia que subyace a cada uno de estos gestos iconoclastas, habrá también que atreverse a soñar. Tal como lo hacía el cura obrero Mariano Puga (1931 – 2020) cuando señalaba: “Levantaría una tarima en Plaza Italia, agarraría a todos los acordeonistas y guitarristas e invitaría a bailar a la gente, a hacer de esa plaza un gran centro de baile en donde cada una y cada uno pueda mirar pa ́l lado e invitar a otros que nunca han cantado, que nunca han reído. [...]Transformaríamos la plaza en una fiesta donde nos tomaríamos de la mano con los que son pisoteados y haríamos de Chile, al menos por un rato, un baile chilote.”

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