En 1989 el NO ya había ganado el plebiscito el año anterior[1] y había ambiente de elecciones presidenciales después de la derrota de Pinochet. Un cura (con cara de ratita con anteojos, según mi papá, e islámico según Juan De Castro), director de canal 13 que había animado activamente por televisión el cruento golpe de Estado en 1973 (“Levántate Chile, sacúdete de tu sopor…!”) bendiciendo después las acciones de militares, carabineros y la DINA[2] y CNI contra los simpatizantes de la Unidad Popular y sus familiares, incluyendo a menores de 14 años, a quienes llamaba “entes cloacales”, curiosamente comenzaba a hablar ahora de “reconciliación”. Y de verdad esa era palabra repetida y repetida por los diarios de la dictadura y en la radio por los políticos de derecha que antes habían denostado hasta la palabra “solidaridad”. Ambos conceptos son absolutamente evangélicos y necesarios para una sana vida personal y comunitaria. Y yo quería dar mi aporte; mi papá el 5 de noviembre del ‘73 había recibido una condena a 5 años de prisión -por acciones no comprobadas- 20 días después de haber sido ya fusilado por la llamada Caravana de la Muerte en la ciudad de La Serena, el 16 de octubre. Al año siguiente le habían rebajado la condena a 451 días de prisión, cuando yacía con sus 14 compañeros en una fosa común al final del cementerio en esa misma ciudad. Y 16 años después, ese cura, sobre los nombres de miles de torturados, muertos, desaparecidos y exiliados hablaba de reconciliación por decreto. Él lo hacía a destiempo y desde un temor culpable, cuando era necesario hacerlo desde una penitente genuina y generosa urgencia, que es lo que Chile necesitaba.
Lo recé su poco. Entonces me encaminé hacia la Vicaría de la Solidaridad a conversar el asunto. Se había programado una liturgia de reconciliación en la catedral, y en una entrevista con María Luisa Sepúlveda le dije que quería participar activamente allí “ofreciendo el perdón”. María Luisa me escuchó atenta y conmovida llamó a Enrique Palet, y tibiamente la cosa quedó ahí. Ya estaba dispuesta la liturgia con protagonistas conocidos y un desconocido seminarista no tenía cabida. Pero yo era protagonista en mi propia alma y ya había propuesto “ofrecer el perdón” públicamente, pero lo más importante de todo sería hacerlo efectivo. El perdón sana. Y cuando uno ofrece el perdón abre la posibilidad de que quien lo necesite lo reciba y así asuma, aunque sea íntimamente, que tenía una culpa que sanar. Y esto mejora la convivencia. No es el perdón a costa del olvido. No. Es necesario que no se olvide. El perdón aceptado y la memoria mantenida es un modo eficaz de cuidar el ambiente. De ningún modo esto es un proceso mecánico, automático o mágico. Debe ser preparado y querido por quien, o quienes necesiten resolver el clima enrarecido de distancias irreconciliables por las graves heridas perpetradas. De verdad no es fácil dar el paso, pero también creo que hacerlo es posible y necesario.
Sergio Arellano Stark era el general que comandaba el macabro helicóptero con la comitiva que llegó en octubre de 1973 a varias ciudades del país para torturar y acribillar a prisioneros elegidos con el único propósito de infundir terror, sin un criterio establecido, entre ellos mi padre y sus 14 compañeros. En esos días del post-plebiscito Arellano Stark fue para mí inubicable; yo había oído que estaba enfermo y mi abuela Josefina lo había increpado de frente y públicamente comentándome que su semblante “era el de un hombre derrotado”; la había mirado como con súplica y los brazos caídos. Mi abuela tenía el alma viva y él no. El Piter Ossandón, amigo sacerdote, hijo de un coronel que había renunciado al ejército después del Golpe, me había comentado que Arellano parecía un hombre atormentado o por lo menos con la conciencia pesada. En la antigua “Guía de teléfonos” busqué su nombre pero no lo encontré. Sí estaba el nombre y la dirección de la oficina de Ariosto Lapostol Orrego, que era el comandante del regimiento “Arica”, donde había sido llevado el grupo de mi papá desde la cárcel para torturarlos y fusilarlos. En el grupo de soldados involucrados se ha establecido que estaba el teniente Juan Emilio Cheyre perteneciente al personal del regimiento, al que también pertenecía el mayor Marcelo Morén Brito que venía desde Santiago en la comitiva de Arellano Stark. Cheyre era el responsable de ‘inteligencia’ en el regimiento. Juan Emilio Cheyre llegó después a ser comandante en jefe del Ejército…
Fue mucha la maldad en todos los actos, premeditados y efectuados con sadismo y sin vergüenza ni ocultamiento, y a mí no me caben muchas dudas de que quien los provoca y consuma también queda con su propia humanidad herida. La maldad es un impulso que va en contra de la conciencia humana. Causar dolor a otro es causarse dolor a sí mismo. Y quien causa activa y conscientemente sufrimiento creo que lo hace desde el propio miedo a sufrir, en este caso infundido desde el irracional temor al comunismo inculcado por Estados Unidos en América Latina, por lo que para tratar de justificar la masacre tuvieron que inventar la farsa de un ‘Plan Z’[3] que nunca existió para ocultar un genocidio que sí existió.
Era noviembre o diciembre de ese 1989 cuando previa cita telefónica llegué por la mañana a la oficina de Ariosto Lapostol. Un empleado suyo revisó si yo traía armas. Lapostol se disculpó diciéndome que tenía temor de gente mala “como Marcelo Morén Brito” (sic). Vivía intranquilo. Conversamos y lo único que recuerdo en estos momentos es que el ex general estaba sorprendido y admirado de mi visita y me dijo que cada 16 de Octubre era “un día de meditación” para él. Creo que agradeció mucho el gesto, porque años después me ubicó y me pidió visitarlo nuevamente. Esa segunda vez fue como más en confianza. Me dijo que parece que ellos (los militares) “habían hecho algunas cosas mal”. Le respondí que yo creía que habían hecho todas las cosas mal desde el primer día, como bombardear La Moneda. Él repitió “hicimos todo mal”.
En 1997 partí como misionero a Mozambique y no recuerdo qué año yo estaba de visita en Chile por mi mamá enferma y recibí en el teléfono un mensaje de texto suyo pidiéndome que lo llamara. Yo venía en una micro y estaba próximo el día de mi regreso a África y lo llamé ahí mismo. Me dijo que le agradaría mucho darme un escrito que había hecho a propósito de nuestra última entrevista. El encuentro fue en su casa y lo vi bastante deteriorado moral o síquicamente. Me dijo que lamentaba mucho haber participado en ese periodo de atrocidades y me entregó unas cuatro hojas escritas a máquina que leí después en casa. En esas páginas describía en realidad lo que su imaginación habría querido vivir. Decía por ejemplo que yo había llegado con alba blanca, que es la túnica litúrgica que visten los sacerdotes o diáconos. Que él se habría arrodillado y recibido mi bendición de perdón. En realidad era lo que necesitaba y anhelaba hondamente. Alguien que ha vivido la maldad queda con un alma tan manchada que lo avergüenza interiormente y en lo profundo lo hace sufrir. No vive tranquilo. Esa es una dimensión sobre la que se ha escrito poco en nuestro país.
Una segunda experiencia que tuve en ese mismo sentido fue en 1992 ó 93 cuando el capellán de gendarmería, conociendo mi historia familiar me pidió visitar al encarcelado “guatón Romo”, un siniestro torturador y agente civil de la DINA que recién había sido apresado en Brasil. Era la persona más despreciada del país en esos días. Estaba en un anexo destinado a los internos enfermos, llamado “hospital”, cuando en realidad era una enfermería básica. Allí habitaba una celda aislada y con vigilancia permanente. Nos sentamos con una mesa de por medio y le dije que estaba allí no para ofrecerle ni pedirle nada, sino solamente porque el capellán me lo había pedido. Que era hijo de un ejecutado político por la Caravana de la Muerte, pero que mi caso no tenía nada que ver con él. En la conversación me di cuenta que contaba con una inteligencia normal, pero con una memoria sobresaliente. Parecía que hubiera repasado mentalmente y con detalles nombres, rostros y comportamiento de un gran número de personas y registrado en la memoria una infinidad de situaciones. Pero se defendía; trataba de justificar retóricamente “la lucha contra el comunismo” en un discurso como de memoria, sin convicción. Decía que afuera lo requerían en Sudáfrica y la triple A de Argentina[4]. Después de una hora u hora y media, el guardia nos dijo que era suficiente. Nos despedimos educadamente. Era patente su soledad.
En la semana siguiente el capellán Nicolás Vial me comentó que Osvaldo Romo había quedado agradecido y me pidió volver a verlo, y así lo hice. Con la angustia estresante que sufría Romo había olvidado algunos pasajes de nuestra conversa anterior y los repetía. Yo conocía a una amiga de mi mamá que muy joven fue torturada por él junto a su pololo en Londres 38; se los describí y los recordaba bien… Esta vez se lamentó de que sus jefes militares no estuvieran encarcelados como él. Decía que era obviamente un asunto de clase social. Su tono había cambiado. Le volví a dejar muy en claro que no venía yo a confesarlo o a pedirle nada… sólo había venido porque el capellán me lo pedía. Agradeció eso. Pasó una hora y media y el guardia nos avisó que quedaban diez minutos. Y entonces sucedió algo para mí inolvidable. Osvaldo Romo me miraba con genuina emoción y mudo en su permanente locuacidad defensiva. Yo no sabía qué significaba eso… tal vez una despedida. Entonces el preso más despreciado del penal y del país tal vez, tenía los ojos vidriosos y tomándome la mano me dijo algo que me descolocó y no he olvidado nunca: “en nombre mío y de todos los que están sufriendo como yo, te pido perdón”. Grabé esas palabras, porque no había dicho “en nombre de todos los que hemos hecho sufrir a otros”, sino que “de los que están sufriendo como yo”. Se reconocía víctima de sí mismo.
Hacer sufrir hiere el alma del sádico con una herida de la que cuesta reponerse creo que mucho más que la de la humillación del torturado, cuya buena conciencia es capaz de hacerlo caminar con la frente en alto y nunca reconciliado con el torturador, porque no lo merece. La dignidad que ostentaron y ostentan con orgullo muchas personas torturadas algo tiene de lo que los cristianos llamamos “resurrección”. Los ofensores, incluyendo a los cómplices pasivos, perdieron esa dignidad como virtud interna, por lo que necesitan aferrarse a alguna bandera exterior que los identifique en un colectivo que les preste una justificación que su conciencia es incapaz de darle, porque no la tiene. Yo fui capaz de ofrecer el perdón pero creo que mi papá –torturado y ejecutado- no necesita hacerlo y nadie tiene el derecho a pedírselo. Y su dignidad está incólume.
Aún puedo relatar una tercera experiencia en este sentido. Ocurrió en mi tiempo de vacaciones fuera de Santiago, poco antes de la pandemia. En una ciudad en la que estaba de paso, una persona que supo que era sacerdote me pidió hablar con su sobrino que estaba con una fuerte depresión y delirios suicidas. Se trataba de un carabinero no tan joven, alrededor de los 40 años de edad. Pero estaba con el alma hecha añicos… parecía un niño. En el contexto del estallido social de 2019 en su unidad los superiores lo habían obligado a torturar a una persona -o a más de una, no recuerdo… pero decía “-casi mato a una persona…!!; …me obligaban y yo no quiero perder mi trabajo, por mi familia”. Eso y el ambiente de burla e impunidad que había en esos meses en su lugar de trabajo le habían roto la moral. Lo habían mandado a un siquiatra pero no se le podía adormecer la conciencia ni la decencia. Los discursos políticos no le alcanzaban para eso. Creo que darme la mano y que lo escuchara sin reproche pero sin complicidad con el daño causado, y reconociendo su propia herida, tuvo la virtud de reconocerle también que necesitaba un perdón y éste era urgente… para que nunca más.
Quiero terminar contando que le relaté esta experiencia en la Vicaría de la Solidaridad y después con Ariosto Lapostol a Mariano Puga. Él después se la contó a Pepe Aldunate, ambos muy amigos míos. A Pepe le hizo mucho sentido eso de ‘ofrecer el perdón’ anticipadamente -lo que no incluye ni el olvido ni la amnistía de la pena, porque el olvido es imposible y la amnistía es una gracia de la sociedad-, y quien tenga conciencia de necesitarlo lo recogerá. José, a los más de 100 años de edad apenas hablaba… cuando le mandé cariños y saludos con Mariano, susurraba “el perdón ofrecido”.
Roberto Guzmán Hemard, julio de 2024
[1] El 5 de octubre de 1988 se votó en un plebiscito si el general Augusto Pinochet seguía por 8 años más gobernando el país. Ganó la opción NO
[2] De la que se muestra “agradecido”, según el sitio: https://www.memoriaviva.com/Complices/hasbun_raul.htm
[3] “Plan Z” se llamó a un supuesto reguero de sangre que el gobierno de Allende iba a causar entre los militares y opositores políticos. Eso nunca existió y el reguero de sangre lo causaron los militares y civiles que respaldaron el golpe de Estado. Hay que decir que entre los principales civiles estaba Patricio Aylwin que a diferencia de otros políticos de su partido (entre ellos su hermano don Andrés Aylwin), se negó a firmar una declaración de condena al cruento Golpe. Patricio Aylwin fue después de los que junto con Raúl Hasbún reclamaban ‘reconciliación’.
[4] Alianza Argentina Anticomunista
La Bandera, 29 de julio de 2024
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