A propósito de El proceso de Franz Kafka, El 20 de septiembre de 1934 Gershom Scholem envía una carta a Walter Benjamin explicándole qué es lo que él entendía por una “nada de la revelación”: “Me refiero a un estado en el que ésta aparece vacía de significado, en el que, si bien se afirma y es válida, sin embargo, no significa.” Cercana a la tesis desarrollada por Jaques Lacan años más tarde en torno a la existencia del “significante vacío”, la tesis de Scholem porta consigo una caracterización posible para la experiencia “constitucional” que vivimos (por ahora, no toco la respuesta de Benjamin al propio Scholem).
Si la de 1980 fue la de una Constitución destituida por la revuelta de Octubre de 2019 a la que se plegó performáticamente por la totalidad de la clase política durante todo el período constituyente (el de la Convención 1 y 2) al ser obligados a plantear un parcial proceso constituyente, pero proceso al fin, entonces, la pregunta es ¿qué queda del pacto oligárquico de 1980? Justamente, más allá de las explicaciones que se han esgrimido en torno a porqué se rechazaron las dos propuestas constitucionales, lo decisivo es que el pacto oligárquico de 1980 ha quedado, al mismo tiempo, destituido y vigente. “Destituido” porque la revuelta le arrebató su legitimidad y, sin embargo, “vigente” porque sigue estructurando al orden jurídico-político.
Frente a esta paradojal situación la caracterización que Scholem hace de El Proceso de Kafka resulta muy atingente: el pacto constitucional de 1980 ha quedado vigente, pero sin significado. Flota como un significante vacío, si se quiere, en el que la clase política y el orden oligárquico que representa no logra sostenerse sino a punta de policía (administración). Por eso, hoy es el tiempo de los burócratas y sus sociologismos, de los administradores y sus “pegas”, de los partidos y sus máquinas sin proyecto.
No hay legitimidad sino violencia. Violencia que, por supuesto, no es “externa” al propio pacto de 1980 sino constitutivo de él en la medida que éste se impuso violentamente en una dictadura. Violencia que ha quedado en la superficie de un pacto que no pacta, de una Ley que funciona solo como excepción, de una Constitución que ha dejado expuesto su reverso fáctico, su constitutiva dimensión tanática heredada del momento en que, durante la dictadura, la Junta Militar se invistió de “poder constituyente”.
Se podría pensar que la situación de una “vigencia sin significado” comportaría un derrumbe. Sin duda. Pero es, a la vez, el momento de fortalecimiento de los poderes que, a su vez, se hallan faltos de legitimidad. Ese momentum es el discurso fascista que hoy, se nos aparece, sólo bajo un pacto performático de la clase política por la “seguridad”. El dispositivo por la “seguridad” compensa la falta de legitimidad del propio pacto constitucional de 1980.
En realidad, la “seguridad” (el fascismo) fue el único pacto que se impuso después de las dos fallidas convenciones, porque fue el único pacto capaz de profundizar las prerrogativas de la clase dominante después de que éstas se vieran amenazadas por la revuelta de 2019 y la primera Convención de 2021. La clase política pretendió “cerrar” el problema después del rechazo a las dos propuestas constitucionales. Pero al hacerlo, y a pesar que intentó llenar el vacío con el dispositivo de seguridad, el problema constituyente igualmente le carcome los pies. Pues no se cierra un proceso de esta envergadura simplemente porque la clase política así lo dictamina.
Pero este reino que, a través del dispositivo de seguridad, promete acabar con la violencia, en realidad, la reproduce y activa cada vez. Pues ¿qué puede ser un pacto que sigue vigente, pero sin significado sino la arbitrariedad de la violencia, el momento en que el Otro se revela un simple tirano que ejerce su arbitrio en cada nivel de la institucionalidad? Nada más que soberanía, nada más que excepcionalidad de la Ley que emerge de un pacto oligárquico agotado. En estos términos, quizás al igual que Joseph K, nos hallemos en medio de un proceso.