El rechazo social hacia la corrupción sigue creciendo conforme la ciudadanía se va enterando de los cada vez más frecuentes actos cometidos por políticos que malversan fondos, empresarios que se coluden, fiscales que tuercen investigaciones y otros tantos que traicionan la confianza en ellos depositada. Aunque este repudio es público y masivo, hay otra dimensión más íntima que pocas veces se revela: la relación entre la corrupción y la autoestima.
Un primer estudio publicado el 2016 en Frontiers in Psychology por un equipo de académicos de la Beijing Normal University, iluminó esta zona oscura con total claridad científica. Bajo el título “The Effect of Self-Esteem on Corrupt Intention: the mediating role of materialism”, dicho artículo abordó una hipótesis tan potente como perturbadora: las personas con baja autoestima desarrollan una fuerte orientación hacia el materialismo, y esa inclinación aumenta su disposición a cometer actos de corrupción.
En resumen, esta investigación a las que seguirían otras, indica que en diversas ocasiones la corrupción no es el resultado de leyes permisivas ni de deficientes mecanismos de vigilancia ni de otras causas ambientales; sino además del valor que cada persona tiene de sí misma. El corrupto no siempre roba porque se siente poderoso, sino porque se siente insuficiente. Porque él cree que si no ostenta cierto nivel de riqueza material, vale poco, casi nada. Y en esa lógica de su propio menosprecio, está dispuesto a cruzar límites éticos para conseguir validación.
Luego de diseños correlacionales y pruebas experimentales a un grupo de voluntarios, se concluyó que el bajo amor propio generó más deseo por demostrar valía a través de signos externos y una señal hacia el medio social fue la exhibición de bienes materiales. Los voluntarios que durante los experimentos se sintieron carentes de dicha materialidad, registraron una mayor tendencia a cometer actos corruptos para conseguir tales bienes tangibles. Por el contrario, se evidenció que la autoestima actuaba como un escudo contra el deseo de enriquecimiento ilícito por cuanto quienes se sentían valiosos por lo que son —no por lo que tienen— mostraron menos inclinación a justificar conductas corruptas.
Estos hallazgos transforman por completo la mirada sobre cómo combatir la corrupción. Ahora se tiene certeza que para lograr un país decente se debe fortalecer la autoestima ciudadana. Cuando un individuo siente que tiene valor intrínseco —más allá de lo que físicamente posee o aparenta— es menos probable que intente llenar vacíos personales a través del abuso del poder.
Por ello, invertir en autoestima no es solo responsabilidad de psicólogos u otros agentes privados, sino también del Estado que aspira a una convivencia basada en la dignidad, el mérito y el respeto mutuo. Educar identificando potencialidades individuales desde la temprana infancia, generar fuertes incentivos al esfuerzo personal, visibilizar capacidades de jóvenes vulnerables, aplaudir el logro de metas por pequeñas que éstas sean, publicitar oportunidades éticamente aprovechadas y considerar opiniones particulares en la toma de decisiones organizacionales; son formas concretas de construir ciudadanos que se valoren a sí mismos.
Si el triunfo sobre la corrupción pasa, entre otras medidas, por incrementar la autoestima de cada ciudadano y ciudadana, tal requisito debería ser una política pública. Así, un país que invierte en cultivar el valor interno de su gente no solo forma individuos más productivos, sino también más honestos. Porque el que se respeta a sí mismo, no necesita comprar personas como tampoco necesita venderse como persona.
Lucio Cañete Arratia
Facultad Tecnológica
Universidad de Santiago de Chile