En la actualidad ciertos discursos parecen resucitar de las páginas más oscuras de la reciente historia nacional. No son ideas nuevas, sino ecos distorsionados de un pasado que muchos anticiparon que ya eran parte de un pasado superado. Nos referimos a la retórica de la “decadencia nacional”, el rechazo a las “ideas foráneas” y la nostalgia por una intervención militar “salvadora” —tópicos que impregnaron la Declaración de Principios de la Junta Militar realizada en 1974— han encontrado un nuevo hogar en sectores de la derecha radical actual. Johannes Kaiser, líder del Partido Nacional-Libertario, y su presencia en redes sociales, es parte del síntoma de un fenómeno más profundo: la reactivación de un imaginario que, lejos de ser una reliquia, se adapta a las grietas del malestar social y a la publicitada desconfianza en las instituciones democráticas que se ha incubado en el largo regreso de nuestro país a la democracia, pero que desde las diatribas que venían desde los más alto del poder dictatorial instalaron la ides de los “señores políticos” como denostación de la normal decisión de los ciudadanos por dedicarse al bienestar de la polis. El origen de este tipo de discursos es de larga data en nuestro país, no es casual ni inocente; es la reencarnación de un proyecto que, desde Alberto Edwards hasta Jaime Eyzaguirre, ha buscado definir la identidad chilena bajo parámetros excluyentes, autoritarios y reactivos a cualquier discurso o acción que cuestione el statu quo y muestre caminos alternativos para mejorar la convivencia democrática y dotar de nuevos horizontes el desarrollo nacional.
La noción de “decadencia nacional”, popularizada por Alberto Edwards en su obra La fronda aristocrática en Chile (1928), fue un relato construido para explicar los males de Chile a partir de la corrupción de las élites y la pérdida de un supuesto orden tradicional. Edwards, influenciado por el pensamiento conservador europeo del siglo XIX, retrataba el siglo XX chileno como una caída desde la gloria oligárquica hacia el caos de la democracia liberal, un relato que la Junta Militar de 1973 volvió a usar en los años setenta para justificar su violenta intervención en el desarrollo de la democracia nacional. Hoy, este mismo diagnóstico resurge en consignas que tienen como contenido frases tales como “Chile se está hundiendo” o “volvamos a ser grandes”, promovidas por voces que atribuyen la crisis social a la pérdida de valores patrios, la inmigración o la “ideología de género”, entre otras manidas formas de explicar lo que para ellos es un retraso, debido a mala gestión del Estado, por el gobierno actual, y de paso denostar la acción del Estado a todo evento para así justificar un potencial cercenamiento del Estado y su acción. La diferencia es que, mientras Edwards culpaba a la clase política tradicional, la derecha radical actual amplía el enemigo: ya no son solo los partidos, sino todo aquello que represente diversidad, progresismo o crítica al modelo neoliberal. La decadencia, en este marco, no es un análisis histórico, sino un arma retórica para movilizar el miedo que permea muy fuerte en la opinión pública y tiene como referencia inmediata en el chileno común en las noticias que día a día difunden en horario estelar notas que aluden al descontrol y avance del crimen organizado.
El segundo pilar de este discurso —la demonización de las “ideas foráneas”— dicho discurso podría estar enrizado en el pensamiento de Jaime Eyzaguirre, para quien la identidad chilena dependía de preservar una esencia católica, hispánica y jerárquica frente a influencias externas “disolventes”. En los años sesenta, este argumento se usó para estigmatizar al marxismo; hoy, se aplica a conceptos como el feminismo, el ecologismo o los derechos LGBTQ+, tachados de “importaciones culturales” ajenas al “alma chilena”. La estrategia es clara: convertir la diferencia en amenaza aborrecer lo distinto y estigmatizar a quienes las defienden y difunden. Así, cuando el diputado Johannes Kaiser y sus seguidores hablan de “defender la familia tradicional” o atacan la “ideología globalista”, no están defendiendo valores, sino construyendo un “nosotros” imaginario frente a un “ellos” difuso, pero siempre peligroso. Es la misma lógica que llevó a la derecha corporativista de mediados del siglo XX a asociar cualquier reforma social con el “comunismo internacional”, y que hoy se recicla para resistir avances en igualdad de género o reconocimiento de los pueblos indígenas y la plurinacionalidad del territorio nacional.
El tercer pilar de este discurso —la idealización de las Fuerzas Armadas como garantes del orden— es quizás el más peligroso por su carga histórica y política. La Declaración de Principios de 1974 justificó el golpe de Estado como un acto de “salvación nacional”, una narrativa que sectores de la derecha actual intentan reivindicar al minimizar, o simplemente negando o justificando los crímenes de la dictadura o al presentar el autoritarismo como solución ante la “inseguridad” con claros mensajes que buscan reeditar la “mano dura” como sustento mediático para usar la fuerza sin control ciudadano y democrático. En redes sociales, figuras de la derecha radical como Kaiser difunden videos que glorifican el rol de Carabineros o las FF.AA., mientras se llama a “restablecer el orden” mediante mano dura, incluso al margen de la ley. Este discurso no solo ignora el trauma de la violencia estatal, sino que normaliza la idea de que los derechos civiles son un lujo en tiempos de crisis. Es una visión que reduce la democracia a un trámite incómodo y costoso, elevando la fuerza bruta a virtud política.
Ahora bien, ¿por qué estos viejos fantasmas encuentran eco hoy? La respuesta está en la combinación de tres factores: la erosión de los consensos postdictadura, la crisis de representación política y el poder amplificador de las redes sociales. Tras el estallido social de 2019, el relato del “Chile exitoso” se resquebrajó, dejando al descubierto desigualdades que el modelo neoliberal no pudo ocultar por décadas. En este vacío, la derecha radical ofrece certezas simples: la culpa es de “los políticos”, de “los extranjeros”, de “los progres”. Las redes sociales, por su parte, actúan como cajas de resonancia, donde algoritmos privilegian contenidos emocionales y polarizantes. Así, un tweet que vincula la delincuencia con la inmigración, o un video que reclama “un nuevo 11 de septiembre”, puede viralizarse sin contexto, alimentando un circuito de indignación que refuerza prejuicios y entrega supuestas soluciones que aparecen como fáciles y simples de implementar, esto en medio de la desesperanza de los ciudadanos que poco le importan las cifras macroeconómicas y los equilibrios de la economía si ello no tiene un correlato en la vida diaria, en particular en la seguridad para vivir.
Johannes Kaiser y el Partido Nacional-Libertario son un caso paradigmático. Su retórica mezcla neoliberalismo económico con nacionalismo identitario, un híbrido que en Europa encarnan partidos como Vox en España o el Rassemblement National francés. En Chile, este discurso apela a un sector joven, urbano y de clase media que se siente traicionado por la transición a la democracia: votantes desencantados con la centroizquierda, pero también con una derecha tradicional percibida como “débil” frente a las demandas sociales y al trato con los partidos políticos y la clase dirigente en general. Kaiser, con su estilo confrontacional y su activa presencia en plataformas como Twitter y TikTok, no busca persuadir con argumentos, sino activar emociones: el miedo al otro, la nostalgia de un pasado idealizado, la rabia contra las élites. Es una estrategia efectiva en un contexto donde, como señala el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, “el neoliberalismo transforma al ciudadano en consumidor, y la política en un mercado de indignaciones” (Han, Byung-Chul. 2014. En el enjambre. Barcelona: Herder. p. 23).
Pero este resurgir no se limita a las redes. Medios tradicionales, aunque de manera más sutil, también contribuyen. Cuando un panelista televisivo advierte sobre el “riesgo de que Chile se convierta en Venezuela”, o cuando un columnista denuncia el “adoctrinamiento ideológico” en las aulas, están replicando, quizás inconscientemente, los mismos tópicos de antaño sostenidos por Edwards y Eyzaguirre. La diferencia es que, mientras en el siglo XX estos relatos se difundían desde tribunas políticas, académicas o eclesiásticas, hoy se democratizan en memes, streams y podcasts. El mensaje, sin embargo, es el mismo: Chile está en peligro, y solo un liderazgo fuerte incluso dictatorial, puede salvarlo.
El problema de este discurso no es solo su contenido reaccionario, sino su capacidad para secuestrar y banalizar el debate público. Al reducir problemas complejos —como la desigualdad, la violencia o la desconfianza institucional— a consignas simplistas, evita cualquier análisis estructural que asuma la complejidad de la vida social. ¿Por qué hay decadencia? Porque “los políticos son corruptos”. ¿Por qué hay inseguridad? Porque “los inmigrantes delinquen”. ¿La solución? “Mano dura” y “volver a los valores de antes”. Este círculo vicioso no solo es falso, sino que impide enfrentar los desafíos reales que nuestra realidad demanda. La crisis de legitimidad que vive Chile no se resolverá persiguiendo chivos expiatorios, sino con más democracia, no con menos. Fabián Bustamante Olguín. Doctor en Sociología, UAH. Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo Javier Romero Ocampo. Doctor en Estudios Americanos, USACH, especialidad pensamiento y cultura. Profesor de Historia y Geografía, Sociólogo, Psicólogo.
Sin embargo, hay una paradoja en este resurgir nacionalista: mientras invoca la tradición, su éxito depende de la modernidad. Las redes sociales, herramientas globales por excelencia, son el vehículo de un discurso que rechaza la globalización. Kaiser, por ejemplo, utiliza plataformas creadas en Silicon Valley para pregonar la “defensa de la identidad chilena”. Es una contradicción que revela el carácter performativo de este nacionalismo: no se trata de preservar una esencia, sino de construir una comunidad imaginada en línea, donde la pertenencia se define por la oposición y en muchos casos por rechazo al otro.
Frente a esto, la izquierda y el centro político tienen un desafío doble. Por un lado, deben evitar subestimar el crecimiento de estas corrientes, como se hizo en los años sesenta con el avance de la derecha corporativista. Por otro, deben ofrecer un relato alternativo que, sin caer en la idealización del pasado, recupere la capacidad de imaginar un futuro compartido. Esto implica, entre otras cosas, disputar el significado de conceptos como “patria” o “libertad”, históricamente secuestrados por sectores conservadores. La patria no es una esencia inmutable, sino un proyecto en construcción; la libertad no es solo individual, sino colectiva.
En definitiva, el resurgir de los viejos tópicos de la derecha corporativa y nacionalista no es un accidente, sino un síntoma de un malestar más profundo: la dificultad de las democracias liberales para procesar el cambio social sin caer en el autoritarismo. Chile, en este sentido, no es una excepción. La pregunta es si seremos capaces de aprender de la historia, o si, como advirtió Edwards, seguiremos condenados a repetirla.