En las últimas semanas, hemos asistido a la constante controversia en torno a la admisibilidad de distintas mociones parlamentarias, generalmente levantadas por parte de la oposición en el Congreso Nacional. De ellas, se cuestiona su constitucionalidad al señalarse que estas, una vez aprobadas, devengarían recursos públicos para su aplicación, contradiciendo lo dispuesto en la actual Carta Magna la que dispone que tales iniciativas de ley sean una atribución exclusiva del ejecutivo.
Esta estrategia, reivindica la posibilidad de los parlamentarios para levantar propuestas a fin de resolver diversas necesidades sociales, como de igual forma de emplazar al gobierno para que explicite su posición frente a las mismas, establezca un diálogo que de paso a su eventual patrocinio, o de lo contrario, establezca su veto o los impugne ante el Tribunal Constitucional.
La magnitud de esta práctica resulta ser significativa. Una minuta del gobierno indica la existencia de 46 proyectos presentados en los últimos meses que debieran ser considerados inadmisibles[1]. Sin embargo, más allá de aquello que es contingente, es interesante observar el síntoma que la reiteración representa que podría indicar la evidencia de la necesidad de una relación de mayor equilibrio entre ambos poderes del Estado con miras al futuro Proceso Constituyente a fin de modificar el actual régimen político marcadamente presidencialista.
A pesar de ello, otras medulares discusiones esperan su turno y ellas debieran relacionarse con aspectos de largo plazo, por ejemplo, en lo referido a la protección social y a las instituciones que deberían asumir tal tarea en consideración a las singularidades del modelo económico e institucional vigente.
Una de ellas, a la que es importante prestar atención, es la situación de la Administradora de Fondos de Cesantía (AFC), una entidad de carácter privado, receptora de recursos que aportan los trabajadores, empleadores y del Estado para constituir esta reserva. Los efectos de la “Ley de Protección del Empleo”, los crecientes indicadores de desocupación a nivel nacional, pueden constituir una pesada carga para este sistema dado el significativo retiro de fondos, sino además porque su rentabilidad se verá mermada, dada la contingencia económica a nivel internacional, afectando los ahorros de la fuerza laboral empleada a futuro. Este modelo está puesto a prueba pues, no está organizado para abordar esta problemática cuando se extiende en el mediano y largo plazo, situación probable si la recuperación económica tuviere un ritmo lento y gradual.
En tal perspectiva, no son pocos los especialistas que sostienen que la salida para la crisis mundial derivada de la pandemia por Coronavirus, se encuentra en alternativas de carácter neokeynesiano tendientes a la activación de la cadena productiva a partir de la demanda generada por el Estado mediante la inversión en proyectos de alto impacto en la generación masiva de empleos.
Así por ejemplo, lo definió el premier conservador del Reino Unido, Boris Johnson mediante un gigantesco plan de obras públicas,[2] aunque ello nos parezca paradojal. Coincidentemente, la canciller alemana Ángela Merkel, ha propuesto un llamado “Green Deal”[3], parafraseando a F. Roosevelt y su política de reactivación tras la Gran Depresión de 1929, como uno de los énfasis que tendrá la presidencia germana de la Unión Europea. ¿Qué puede significar todo ello, un giro retórico en clave electoral o la constatación del término del ciclo neoliberal?
Claramente, estos no son tiempos para invocar austeridad, para cautelar los ortodoxos equilibrios, sino más bien para asumir controladamente riesgos que permitan enfrentar los efectos sociales y sanitarios de la pandemia, ampliando derechos y no solo el acceso al endeudamiento.
América Latina, no parece adquirir todavía la misma deriva. El eco de los discursos de reforma no parecen tener cabida en gobiernos que, salvo excepciones, están más bien desbordados por actual coyuntura sanitaria y es poco frecuente escuchar voces que sean capaces de avizorar el nuevo modelo socioeconómico que nos permita asumir el desafío de un complejo futuro. Ello es un asunto especialmente sensible desde Chile en donde, apagadas las voces en favor de cambios, el debate político se desploma sobre lo inmediatamente contingente perdiendo la cualidad de abordar las discusiones de fondo como aquello que la ciudadanía demandó hace tan solo unos meses.
Es indispensable hoy en día, visualizar nuestras grandes debilidades estructurales relacionadas, por ejemplo, con la construcción a mediano y largo plazo de un verdadero sistema de seguridad social, no solo por la inminente necesidad generar condiciones de mayor cohesión y disminución de las brechas de desigualdad, sino también porque a través de él la redistribución del ingreso puede operar de un modo eficaz permitiendo, de igual manera, un efectivo resguardo ante futuros períodos de contracción económica.
La configuración de un nuevo equilibrio agroalimentario a nivel nacional, conforma otra de esas grandes tareas. Con 157.417 Kms.2 de superficie cultivable, según datos del Banco Mundial,[4] un área claramente menor respecto de la superficie total de su territorio, la agricultura chilena afronta la tarea de satisfacer la demanda externa de cultivos especializados, como la de dar respuesta a los diversidad de requerimientos internos. Lo anterior, en el marco de una dramática crisis hídrica, no solo generada por el fenómeno del Cambio Climático, sino también por las inequidades existentes en el acceso al agua entre grandes y pequeños productores.
Abordar este complejo escenario, significa generar las obras que permitan intervenir las cuencas hidrográficas para generar condiciones propicias para un adecuado almacenamiento y distribución del recurso, así como para dar plena garantía de su acceso en atención al carácter de “bien nacional de uso público"[5] definido por la ley. Este debiera ser el principio que permita regular los intereses existentes en torno a su aprovechamiento.
La dramática experiencia vivida por el país desde el mes de marzo, ha abierto un importante horizonte de investigación que trasciende al ámbito de la salud y alcanza a las condiciones estructurales en las que se propagó la pandemia en Chile. Sus efectos, espacialmente diferenciados, inequívocamente dicen relación con la desigualdad expresada en precariedad laboral, hacinamiento habitacional y desprotección. Todos estos asuntos requieren una intervención integral que vincule el aporte del amplio espectro de las ciencias sociales al diseño e implementación de nuevas estrategias estatales que aborden las urgencias de este reverso expuesto de Chile.
[4]https://datos.bancomundial.org/indicador/AG.LND.AGRI.K2?end=2016&locations=CL&start=1961&view=chart