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El sueño nostálgico en el cobijo de la provincia: relato de integración cultural. Por Paquita Rivera y Alex Ibarra Peña.

Un paseo por las ciudades o pueblos de provincia trae consigo la posibilidad del encanto emotivo de formas de vida que escapan al fenómeno de la aceleración tan marcado en las metrópolis. Si se hace el ejercicio de desviar la vista por algún rinconcito santiaguino más allá de las sombras que impone la construcción urbana no controlada, aparece de inmediato la belleza natural de nuestro país. Pero, las ciudades no sólo deben mirarse hacia adentro, es lícito que también miren hacia la periferia; por eso si nos atrevemos a dar un paso más allá de los límites de la urbe -aquello que Sócrates no realizaba- se nos puede presentar la oportunidad para ser apresados por el reconocimiento de aquello que produce el ser humano en su capacidad creadora entregándole pertenencia a una cultura original, que aunque parezca condenada al olvido, sigue siendo un modo de vida cotidiano. Tengamos en cuenta la existencia de lugares que en su cotidianeidad esconden siempre un pedazo de poesía capaz de conmover la empatía constitutiva, a pesar de lo poco concientes que somos de es aspecto humano. Reconocemos que es un sano ejercicio pasar el borde de la ciudad con el riesgo de distraernos en ello.

Por cierto, que dicha apuesta, no sólo interpela la emocionalidad sino que también nuestro modo de pensar. Salir de lo habitual, es siempre un ejercicio que provoca la estimulación a distintos ámbitos del ser frente a ejercicios de aprendizaje, de memoria, de diálogo y de reconocimiento. Es aquella situación tan humana y propia, la que experimenta, por ejemplo, un migrante. Por eso es tan esencial la cordialidad en el encuentro con los otros que no son parte de nuestro cotidiano. El encuentro con el otro pone a prueba nuestras condiciones humanas más generosas, despertándose así la riqueza que trae la apertura reciproca a experiencias que fertilizan nuestra forma de vivir. Apartándonos del desatino humano que impone la condena mercantil, la tradición machista y clasista, de las cuales somos víctimas; consideramos relevantes algunas reflexiones al aporte que hacen los migrantes a nuestra cultura con el fin de ayudar a superar la situación de discriminación que padecen. El ser humano es un corazón que palpita junto a otros corazones, por eso cuando se enfrenta a sus capacidades creativas, es un aporte innegable a la comunidad, es un acontecimiento similar a cuando una idea se hace carne: no hay quien la detenga.

Una ciudad a escala bastante humana, es la ciudad de Los Andes cercana a nuestra capital. Ciudad siempre abierta al tránsito de visitantes debido a su situación de ciudad fronteriza. Son innegables, guardando las proporciones, algunas similitudes con su vecina Mendoza. La historia política de independencia fortaleció este lazo desde el siglo XIX, pero también es un lugar de encuentro de culturas andinas del norte (incaicas) con culturas andinas del sur (pikunche). Otros rasgos de la interculturalidad fronteriza que evidencia la ciudad de Los Andes es la presencia española, mayoritariamente en sus comidas, y la influencia italiana que es advertida ya desde sus letreros del comercio local (Italia, Venezia, Raconto, etc).

En esta vuelta a Los Andes llevados por el oficio itinerante de la enseñanza de la música, se ofrece la expectativa del reencuentro con la acogedora provincia. En el trayecto aparecen imágenes instaladas en la memoria desde la infancia, como las de la Fiesta de la Chaya o paseos en Victorias; sabores de la cazuela nogada, las aceitunas sajadas, chicha cocida y algún pastel o torta en La Golosita; la arquitectura de fachada continua y los caserones de Calle Larga, las iglesias-monasterios y el cementerio; paseos por su alameda, la hermosa plaza de armas, San Esteban, Cariño Botado, Coquimbito, el río Aconcagua, la cordillera, etc. Algunos de estos recuerdos ya serán sólo eso, las ciudades se van transformando, a veces perdiendo patrimonio (ya no hay Victorias) y otras veces ganando novedad (presencia de migrantes dominicanos y haitianos).

Partimos con la motivación de un simple viaje docente, y no sabíamos que regresaríamos con una cosecha, no sólo de la satisfacción del que enseña y es retribuido por la alegría del nuevo conocimiento, el milagro del pasar de la ceguera a la vista, de trozos de plástico (antiguamente de marfil y ébano) blancos y negros, transformados en sonidos, en expresión, en canal de sensibilidades. La sorpresa fue encontrarse con la historia viva, con la huella presente de migrantes que, tal como los que construyen nuestro presente, con sus oficios y tradiciones, marcaron y aún marcan con su presencia, al menos a dos generaciones de chilenos que supieron recibir e incorporar nuevas riquezas a su cultura; lo que hoy debiésemos ser capaces de tener en cuenta al recibir al gran número de hermanos inmigrantes que sin duda, están recién comenzando el aporte al camino de la aculturación; y que en un par de décadas con seguridad veremos fructificar en reinvenciones de bailes y música, por tan sólo nombrar algunos de los ámbitos del arte en las que veremos enriquecido nuestro acervo cultural.

Casi como un rito que requiere su actualización, o como la pulsación de un deseo, se hace imperiosa una pregunta orientada a alguna persona mayor de las que siguen haciendo de la plaza un lugar de vida social, con el temor oculto de que fracase la expectativa de actualizar el rito: ¿existe aún la fábrica CALA (Cerámica Artística Los Andes)?. Se aliviana el pecho cuando nos dicen que sigue existiendo en calle Las Heras cerca de la intersección con Membrillar, a sólo un par de cuadras de la plaza central y que está abierto incluso los fines de semana hasta las seis de la tarde. Es un día de suerte, el taller es atendido por uno de sus dueños, Guillermo Zenteno, gran conocedor del Patrimonio del Valle del Aconcagua y persona llana al diálogo. Nos relata la historia del origen de CALA que comienza en 1948 con la llegada de cuatro inmigrantes italianos dedicados a realizar piezas únicas hechas y pintadas a mano una a una, jóvenes expertos en el arte de la cerámica, añade el fuerte desarrollo que tuvo la empresa con una importante distribución nacional en el nicho de regalos para matrimonios (loza de té, floreros, decoración, etc) hasta 1973 dado el golpe no sólo a los derechos humanos y sociales sino que también a la industria nacional con la apertura de la economía a favor de las importaciones retornando al colonialismo.

Apreciar las piezas que se exhiben y que están a la venta es un encuentro con la belleza propia del producto del artista que con su oficio dona una experiencia al espectador. Aquí tenemos un claro ejemplo de que el aporte de los migrantes no puede ser entendido como mera fuerza de trabajo a favor de un capitalista. El ciudadano otro que se integra a la comunidad siempre es capaz, si las condiciones se lo permiten, de aportar con generosidad su granito para el crecimiento de la comunidad. Todo ser humano que alcanza la condición plena de su dignidad es siempre parte activa en los procesos creativos que constituyen parte de la esencia de cada ser humano libre.

La sensibilidad del artista, es plasmada como artesanía fina y minuciosa, en una producción única y, muy a nuestro pesar, probablemente camino a la extinción. Cada pieza cuenta una historia, los colores y sus combinaciones así como las texturas y las pequeñas imperfecciones aportan esa humanidad hoy en día perdida, a los utensilios u objetos de uso diario: tazas, platos, jarros. Encontrarse con esta fábrica es encontrarse con parte de nuestra historia viva, presente, y provoca el deseo de detener el tiempo y evitar el atropello, de la tan mentada globalización e inmediatez que más que impulsarnos a crecer, parece que nos ahoga.

No es difícil situarse en el paralelo de una fábrica similar en la China occidentalizada de hoy. Operarios sometidos a extensas jornadas probablemente mal pagados, manejando máquinas que moldean, que imprimen. Repitiendo patrones establecidos por otras máquinas que deciden según plantillas también establecidas por máquinas, que combinan colores y figuras; dejando por completo en el olvido la sensibilidad del arte a escala humana. Cómo no valorar este preciado tesoro patrimonial, cómo no sentir la responsabilidad de dejar un testimonio de la existencia de esta joya sobreviviente.

En tiempos de control neuroliberal de la globalización homogenizadora resulta una experiencia poética el reencuentro con lugares de cobijo instalados en otras dimensiones espacio-temporales tan distintas a las que imponen las metrópolis excedidas y saturadas que imposibilitan las prácticas empáticas propias del reconocimiento entre seres humanos.

Paquita Rivera.
Alex Ibarra Peña.
Colectivo Música y Filosofía:
Desde la reflexión al sonido que palpita.

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