“El más antiguo toro cruzó el día,
sus patas escarbaban el planeta
Siguió, siguió hasta donde vive el mar.
Llegó a la orilla el más antiguo toro
a la orilla del tiempo, del océano.
Cerró los ojos, los cubrió la hierba.
Respiró toda la distancia verde.
Y lo demás lo construyó el silencio”.
Pablo Neruda, El Toro…
Después de que raptó a Europa desde las costas de Fenicia y se la llevó a Creta, en un tiempo fundador, mítico, minoico, y ya sabemos todo lo que ha acontecido hasta nuestros días, el Toro Blanco ha seguido, a pesar de sus enfermedades, surcando mares y tierras de todos los rincones de este pequeño planeta azul, el de Modugno, el de Atacama. Lo ha hecho de forma incansable, creando Barcas, para que los animales humanos puedan vivir en ellas, los unos con los otros generando todo tipo de comunidades, en las mezclas, en la alegría, en el placer y el baile, porque es la única forma posible de vivir en la finitud misma que nos constituye radicalmente nuestros cuerpos, en una realidad contingente, caduca, porosa de suyo.
El Toro rememoraba sus inicios y de vez en cuando navegaba las costas del mediterráneo, las de Fenicia, que hoy en día son las del Líbano, Israel… o sea, nuestra amada Palestina. Recordaba a su Europa prístina, la hija de Agénor y Telefasa, y jugaba con raptarla de nuevo para que todo se volviera a iniciar de otro modo, visto lo visto con lo humano a lo largo de su historia “humana”, porque el “Odio al Otro” y en ello la “Capitalización de todo Otro” es lo que se acostumbra ya desde siglos, en especial, de los actuales siglos: XIX, XX y XXI. El Toro Blanco suspiraba, porque las Barcas del NosOtros que construye a diario, a lo largo de milenios, y con grandes esfuerzos, se vienen abajo por ciertos marineros de ellas mismas, que todo lo traicionan, porque su neurosis cristiana capitalista busca con ansias eliminar a los diferentes y, a la vez, volverlos en mercancías para su propio uso.
Un día venía el Toro desde Polignano a Mare y los polignanesi le dieron tantas ofrendas, en ellas litros de vino que estaba muy ebrio y le dolía hasta su cabezota; y volvió a pasar frente a “su” entrañable Fenicia para mirar de reojo, con su Ojo Avizor, si andaba por ahí, en la costa alguna nueva Europa desnuda bañándose. Ante su estupor vio niños muertos ensangrentados. El Toro lloraba de tristeza y de profunda amargura, desde el mar, ante tanto espanto que veía: niños asesinados, junto a sus madres, y esa sangre desde las arenas llegaban al mar y lo inundaban. El Toro se acercó a la costa bramando de dolor y su cuerpo inmenso se empezó a cubrir de esa sangre.
Trató de averiguar qué era lo que había sucedido y le preguntó a los islotes, a las gaviotas, a los seres mitológicos como alguna Sirena, a las grutas, al viento, al mar, a la luz que ilumina todos los días a Gaza, a pescadores forasteros, a los migrantes en pateras desde África, a sus amigos de juerga de Chipre, a los espectros de tantos que han muerto en ese mar, en esa costa, por decenios, pero nada ni nadie tenía alguna respuesta más o menos “inteligible” para semejante acontecimiento; ni con sus miles de años, el Toro Blanco, podía “entender” cómo el animal humano en su mortalidad más radical en vez de construir Barcas, no solo las eliminaba y las hace zozobrar con mil artilugios retorcidos y traicioneros, sino que además elimina todo rastro de ese humano, por pequeño e inocente que sea, para que no quede huella alguna de lo que fue un pueblo: el palestino, una tierra: Palestina. Y si no queda ni memoria de esa tierra, como ya lo está siendo desde 1947, ni nada de su pueblo, como lo es hoy, es posible que nada ni nadie tenga la más mínima esperanza de construir Barca alguna que desde estas tierras vuelva a florecer una Europa, de “ojos grandes”, “amplios” y que de allí se realicen las navegaciones para que los humanos pueden unos con otros bailar entre sí y de este modo, en la alegría de una amistad, afirmar una vida en medio de la mortalidad.
El Toro Blanco, en las costas ensangrentadas de Gaza, saltaba sobre sus patas: furioso. Movía el culo de arriba abajo, su gran cola era un látigo feroz que sobrevolaba el agua, bramaba hacia el cielo buscando justicia, hundía la cabeza y lloraba hacia las profundidades marinas y el oleaje aumentaba con ellas (con sus lágrimas), volvía a levantar la cabeza y miraba a niños y mujeres asesinados… Brincó brutalmente sobre el mar, se elevó muy alto y se veía Rojo… el Toro Blanco devino Rojo en el cielo y todo a su paso se detuvo y ralentizó.
Ante tan gran espectáculo todos se dieron cuenta… no solamente los que estaban siendo aniquilados de forma salvaje día a día, sino los propios victimarios perversos lo vieron a lo lejos resplandecer desde el cielo: un cielo rojo. El Toro como un oleaje marino, como una marea desatada, así como un Tsunami, estremecía la costa, el cielo y el continente. Las aguas, tierras y cielos sintieron el dolor y la furia del Toro. Sus bramidos: ¡Evohé! ¡Evohé! ¡Evohé!... generaban pánico entre las hordas malignas que intentaban huir a cualquier parte. Saltó al continente desde el cielo y fue tan fuerte el impacto que causó que se produjo un terremoto gigante, de 9 grados o más, que todo lo que estaba al derredor lo destruía con violencia, las armas de la muerte del mar, como barcos, de la tierra como tanques y del cielo como aviones dejaron de funcionar y esos humanos criminales se deshacían en la propia tierra que los sostenía. El Toro se puso a correr vertiginosamente por el continente de arriba hacia abajo, y lo hacía una y otra vez, por toda su antigua Fenicia y otros territorios colindantes y los empezó a destruir, se los llevaban los bramidos, los torbellinos de arenas y polvo, los terremotos de su correr desenfrenado y circular.
Toda la maquinaria de la muerte se disolvió ante los ojos de muchas naciones cómplices, y los palestinos, con sus pocas cosas a cuestas que tenían, sobrevivían ante el Toro Rojo porque él mismo los protegía ante su paso destructor, pues generaba tierras de remanso y tranquilidad en donde ellos lo veneraban, les daban las gracias y sus dioses, los de los palestinos, con Toro se sonreían y bailaban ante su paso: unas bellas rondas de siglos de antigüedad se escucharon nuevamente en Gaza y sus territorios.
De repente, el Toro se vio a sí mismo, rojo, destructivo, furioso, dolido y se dijo a sí mismo: Es tiempo de volver a mi inicio. Y brincó tan fuertemente que cayó en las costas de Chipre y se bañó de esa sangre de inocentes, de ese sudor, de ese dolor, que llevaba en su cuerpo. Y volvió a resplandecer Blanco, majestuoso y jovial.
Se acercó a Gaza, por medio del mar, y vio que una doncella se estaba bañando desnuda, su nombre era: ¡Libertad!… lo hacía feliz, jugando sobre el agua y junto a ella estaban otras que le cuidaban sus ropas. Ella era voluptuosa, campana azur, contorno de los contornos, mediodía y eternidad, matiz de lo sutil, ombligo de mundo que nace… y al verla en su desnudez, el Toro Blanco, sintió gran pudor y saltó cerca de ella y le dijo suavemente: ¡No temas! ¡Te rapto, mi amada Libertad!... y ella le contestó, con tono cercano y ligero… ¡Ya lo has hecho desde hace tanto!... Y el Toro se la llevó por los mares a distintos rincones de planeta… y se la vio, luego, en Creta, Micenas, Tebas, Sils Maria, Polignano a Mare, El Etna, Montserrat, Marrakech, El Teide, Atacama, El Litoral de los Poetas chilenos, Chiloé…
Polignano a Mare, 24 de junio de 2024