Por la mañana del 17 de julio de 2023 el Servicio Agrícola Ganadero, SAG, comunica que con el fin de contribuir al desarrollo de la agricultura campesina, decidió reconocer al tradicional Pipeño como una bebida alcohólica “con características propias y diferentes al vino”. De primera, la decisión asemejaba un argumento sacado de una tómbola y que al recitarse en voz alta, declaraba a todos como ganadores. Claro, un órgano público bombeando reconocimiento a uno de los pocos vinos que resistiendo, aún se considera patrimonio de Chile, es algo poco usual. Pero lo curioso es que a la vez lo desconocía, porque es un vino “con características diferentes al vino”. Contradictorio, o un error semántico, por decir o entender algo.
Seguido, para que un productor pudiese integrarse a esta nueva “categoría denominada” Pipeño, debería cumplir algunos requisitos, como superar los grados alcohólicos conforme a la ley 18.445: sobre los 11.5° y no menos. No se equivocaron, porque es lo comprendido por ordenamiento jurídico para cualquier vino. Lo segundo, era pertenecer al segmento de la Agricultura Familiar Campesina (AFC) o Cooperativas en aquellas en comunas vitícolas que integran las regiones de Ñuble, Maule y Biobío. Y aquí surge un error de comprensión pública, porque al citar regiones como cerco productivo conectadas a una “categoría denominada”, hizo pensar a algunos en una nueva Denominación de Origen Pipeño, cuando en realidad, se presentaba una Resolución para clasificar genéricamente una bebida alcohólica. Fuese buena o mala idea, contraproducente y no solicitada, la imaginada Denominación acumuló dichos fuera de razón en redes sociales, convirtiéndose en la única fuente de ruido para luego y tras un año, aceptar bajo sumisión y silencio. Como suele suceder con casi todo.
El problema real del Pipeño viene a ser el mismo que se discute hace quince años y de paso, remarca lo conflictivo de la resolución del SAG: es un vino que puede ser todo, y nada a la vez, con múltiples interpretaciones y por lo mismo, no puede comprenderse desde un solo significado, y esto viene a ocurrir porque no existe una versión del Pipeño, sino varias.
En contexto, hay vino Pipeño producto de uvas tanto de origen francés introducidas en el siglo XIX como de criollas extendidas durante la conquista y colonia chilena. Cepas tintas y en mayoría blancas procesadas en estanques de acero (tecnología), destinadas a chuicos suministrados por botillerías o alimentando al cóctel nacional, el Terremoto. Se vio durante años la aparición del Pipeño conocido como “Chimbombo de dos y media”, que corresponde a un producto adulterado y que en definitiva, contiene de todo menos vino. Sincronizando con la tradición, se encuentra el Pipeño cercano a una relación histórica, habitando aquel espació íntimo del campo chileno donde no se confunde el habla con el hecho. Las uvas deben ser criollas tintas y blancas como la País, San Francisco, Moscatel, Torontel, y estás se zarandean para caer en “pipas” de raulí, o “roble chileno”, el contenedor o tonel cónico que caracteriza y da nombre al vino Pipeño. Dentro de la tradición encontramos productores como Manuel “Cacique Maravilla”, el colectivo de Itata, Travesía del Pipeño, y productores como Louis-Antoine Luyt. Todos, embotellando el vino en un ejercicio de singularidad, agregándole valor en Chile y el extranjero.
Sin embargo, existe otro Pipeño tradicional, que mezcla uvas francesas y criollas vinificadas en pipas de raulí. En San Javier el Pipeño puede elaborarse con las uvas Carignan y País, y en Yumbel, podía ser de País o ir mezclado con la Cot Rouge (Malbec), ganándose dentro del ingenio campirano el apelativo de “Burdeo Pipeño”. En correlación, la producción de todos estos vinos se concentra hoy en las regiones de Maule, Ñuble y Biobío. Entonces, ¿a cuál Pipeño nos referimos cuando citamos la resolución del SAG?
Si bien el vino Pipeño conflictúa al no haber acuerdos intersubjetivos, la historia parece indicarnos un solo sentido.
En los Anales del Instituto de Lingüistica de la Universidad Nacional de Cuyo impreso en 1962, el vino Pipeño se define como aquel que “se mantiene en pipas”. El vino se reconoce por su contenedor. No asombra que el vino Pipeño bajo técnica de elaboración o tipo de vino no se haya descrito en la literatura técnica enológica chilena, y esto se debe a dos motivos: genéricamente, al vino de pipas se le conocía con el nombre de ‘vino’, y no mucho más, y el apelativo viene a levantarse durante el primer cuarto del siglo XX, emergiendo desde la oralidad campesina hasta popularizarse gracias a la literatura chilena. Como ejemplo, sería el poeta Alfonso Alcalde quien realizaría un grueso cateo en la gaceta Comidas y Bebidas de Chile de 1972, refiriéndose a varias particularidades del vino Pipeño, y una, es que este se prueba de pipa en pipa para corroborar su sabor, y serían expertos cofrades, los encargados de evaluar su calidad y convertir el nombre del productor en dato seguro. El de Portezuelo, su favorito.
Que un poeta como Alcalde detalle sus viajes en torno al Pipeño no es un hecho arbitrario, ya que es el único vino que acumula durante el siglo XX más de 200 menciones en poesías, cuentos, novelas y crónicas. Conectarían con él los argentinos Ernesto ‘Che’ Guevara, Raúl González Tuñón y Eduardo Belgrano. En suelo de origen encontramos a Teresa Hamel, Luis Oyarzún, Fernando Alegría, Luis Vulliamy, Enrique Lafourcade y así, hasta deslizarnos por piel y morro de la poética nacional. Dio testimonio Jorge Teillier, confeso de beberlo mientras compartía versos tabernarios con Pablo de Rokha, el poeta que se comió Chile y degustó el Pipeño de Chépica. Pablo Neruda, sostenedor de una larga antagonía con de Rokha, recordaba a su familia productora de “vino Pipeño, sin refinar”. Luis Oyarzún, escritor y poeta colchagüino en su Diario Íntimo admitiría: “Y yo soy un poco planta. Tal vez por eso me gusta el vino Pipeño, sin revolución industrial, el vino de la tierra”.
Esta relación del vino Pipeño con el mundo literario es un acercamiento a la trivialidad y una forma de trazar la idiosincrasia del escritor, elevándose por sobre la cotidianidad. La literatura explicó las características y amabilidades del Pipeño hasta convertirlo en materia sensorial-imaginativa y popular.
En apariencia, no hubo nada más neutral que un saber y técnica en torno a la pipa de raulí y uvas criollas, y por tal, deberíamos inclinarnos a una sola pregunta: ¿qué se debe patrimoniar o considerar un producto tradicional?, teniendo en cuenta la mezcolanza de tecnologías incorporadas o inminente desaparición de los toneleros de raulí, sumado el desprecio a lo criollo como acto sostenido desde la independencia chilena.
Esta semana el vino Pipeño entra nuevamente en noticia, ya que según declaraciones de una columna publicada en el medio Resumen.cl, el SAG “decretaría que el Pipeño ya no es vino”. En pro de ecuanimidad, esta es una declaración no emitida por el SAG; de hecho, jamás se dijo tal cosa. Es solo un titular y texto que busca más bien equiparar la resolución del Pipeño con aquellos vinos que la industria produce bajo los 11.5° grados. Esto ha provocado un revoltijo en redes sociales, convirtiendo lo ya sabido y publicado en protesta y odio taxativo. Legítimamente, muchos pidieron explicaciones, otros intentaron darlas y hasta imaginarlas. La exageración cruzada fue el único resultado.
Si es que todavía queda algo para sacar lustre, es que el Pipeño vuelve a acuñarse como relación entre palabra y vino. Se han planteado consensos de significado y llamados a reflexión, como los que ha hecho para este mismo medio mi compañero de letras Alex Ibarra.
Queda claro que la pasión en vías de nada viene a ser lo contrario a un pensamiento crítico, y quizá hasta deberíamos aprender un poco de la literatura chilena, que entre euforia y desencanto, jamás se desvió en reconocer que el vino Pipeño, era parte de una vida gozosísima, al grado que beberlo, parecía tan satisfactorio como escribirlo.