“Y a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades”, escribía Rimbaud en su poema “Adiós” de 1873 (Temporada en el infierno).
Como si siempre quedara una esperanza, un resto de algo por hacer. O como si en cada “noche de los proletarios” (Rancière) –en la que el sueño se entrega al arenal fatiga de la subordinación siempre porvenir– al final de esa misma noche, a la aurora, se insinuara la transparencia de un amanecer plebeyo; amanecer para esos que jamás han decidido nada, sino que desde siempre fueron decididos. Como sí a cada segundo la espera de un nuevo día fuera ya un futuro anterior, algo que pasó. Un hoy ya reivindicado, ya absuelto de la miseria totalizante de las jerarquías tradicionales; un hoy pulsando a fuego en la metáfora de que todo alguna vez podría cambiar, alterarse, invertirse; haciendo emerger la historia de aquellos que no la han tenido porque, claro, se les ha arrebatado, transformando sus querellas y esperanzas en un sudario en el que se imprimen marcas, fantasmales marcas, que jamás llegaron a ser tiempo, contexto, política en el sentido factual; nunca emancipación y siempre acato. Querellas que fueron sacadas del fértil humedal de la historia para ser trasplantadas al páramo desértico donde nada germina sino que todo se consume, y en el que la inevitable y seca tormenta restauradora de los poderes típicos reconoce su clima y su agitación restituyente.
Esto parece habitar en el verso de Rimbaud: un trágico optimismo. Uno en el que las ciudades recibirán triunfantes al margen –salido de su propio margen– para incluirse en la definición de su destino; abandonando entonces la sempiterna obligada contemplación de todo lo que pasa, de todo lo que cambia, de todo lo que se produce y distribuye como infamia en el centro de una futurología ya escrita, desde siempre articulada en y por la naturalización de un mundo, por la reificación de los hechos, por el secuestro hermenéutico de la historia.
Esto es lo que, también, pienso, viene a ser este 17 de diciembre. Quiero decir la renovación del evangelio oligárquico (sea cual sea la forma que tome: como nueva o vigente Constitución) en el que el simulacro de un triunfo puede ser tan insano y desactivante para un cierto clamor popular que, por ahí, aún palpita, murmura y subsiste en la asfixia de una institucionalidad fuera de serie, excepcional; institucionalidad que se ha entendido como nuestra potencia, nuestra diferencia a la luz de los vecinos cuya gramática histórico-política no sería sino tercermundista, propia de pueblos indestinados donde la jauría popular no habría permitido la tan ansiada “estabilidad”; esa misma que Chile gargarea al mundo como el reflejo narciso de un país hiper-sensualizado consigo mismo.
Y ya no se trata siquiera de un puro asunto de (i)legitimidad, sino de la bruma en la cual nos regocijamos pensando en que un “En contra” triunfador vendrá a auspiciar la profundización de una democracia que ya abdicó de sí misma. Porque en Chile la democracia se traicionó, se auto-plagió y se abandonó al canon desesperante de la representación, de la delegación; la misma frente a la que una espectral soberanía claudica en espiral, instalándose en la zona renovada –por siempre renovada– del pacto refractario (Mauro Salazar), reaccionario y opuesto a una democracia radicalizada o como expresión de la precuela del populacho.
Hoy celebraremos, otra vez, la canonizada entronación de una democracia hierática, es decir, sacralizada sin ser sagrada. Democracia demótica y pagana en el peor sentido del término; pagana porque no hay pueblo a la vista que la nutra, y porque en su bastardización todo lo que heredamos es el palimpsesto –la huella de la huella– de un país que se narcotizó en sus protocolos y procedimientos, abandonándose a la tristeza de una historia que, más que historia, es el estilo y corte de una ciudad amurallada, para nada espléndida y en la que no tenemos, siquiera, el arma de la paciencia.
A favor o En contra, como sea, no habrá aurora sino un largo nocturno del que solo podrá sacudirnos el temblor de una nueva revuelta.