A Manuel Antonio Garretón, por su generosidad sin condiciones
“¿Dónde estoy cuando no estoy en la realidad o en mi imaginación?”
• Domenico, en Nostalghia de Alexander Tarkovsky
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Escribir en la nada es escribir sin fe, pero escribir, “escribir pese a todo”
(Marcela Rivera Hutinel).
La palabra fe viene del latín “lealtad” (fides) –y de ahí todos los derivados–. Y esto me parece muy intenso, en el sentido que escribir sin fe significaría hacerlo “sin lealtad” ¿Sin lealtad a qué? ¿a una institución? ¿a un dogma? ¿a una posición política? Escribir sin fe entonces podría pensarse como una escritura que no se sostiene a sí misma, que es solo vapor o, al final, una flecha sin destino, un significante sin posibilidad alguna; escribir sin cardinalidad, sin esperar ningún eco ni retorno.
Entonces se trataría de una escritura condenada hacia sí, subsumida y resumida en una especie de zona ególatra en la que todo significado solo se desplegaría dentro de ella y el mundo, así, no existe más, no va más. El mundo en este inciso es una sucesión de puntos muertos. No hay flujo, cadenas de sentido, hiatos imaginativos. El mundo calzó su sutura, no se sabe hasta cuándo pero ya no se descose como posibilidad para nutrir otros mundos, de orbitar en torno a otros soles, en fin.
Escribir en la nada sería, en principio, eso: una escritura sin mundo; solo un licuado de algo que fue, lo que queda después del holocausto. “Del incendio el incienso”, dirá Derrida. En el siglo XVII el filósofo y matemático Blaise Pascal hablaba del horror vacui, que nos ha llegado como el famoso enunciado “la naturaleza aborrece el vacío” ¿Aborrecemos el vacío? Sería lo primero que habría que preguntar. Y aquí, pienso, si entendemos al vacío como la nada, es que si lo odiamos también lo resistimos; y es posible que sea ex nihilo este resistir; una suerte de ontología de la resistencia que nos mantiene en vilo, pero nos reconoce en la vida. Se aborrece la nada, pero se le resiste; como sea, esto ocurre y discurre, y esto puede ser lo más increíble, no sin amor.
Más allá del sadismo del género humano y del óxido que lleva adherido como un abyecto barniz, sería posible deconstruir esa nada, ese lugar que despreciamos porque al parecer “nada” deja, “nada” indica, “nada” presiente ni “nada” impulsa. Entonces ¿podemos invertir ese aborrecer la nada en amor a la nada?
“Solo puedes deconstruir lo que amas”, escribía la filósofa Gayatri Spivak y, pienso, este es un decir total, una estructura general del pensamiento. Nada podría ir sin amor, aunque la nada misma nos sostenga y nos enchufe la corriente alterna y desestabilizante del sinsentido. No se trata del amor filial o del amor al mundo como absoluto, se trata de amar lo que se odia, lo que definitivamente nos hace arder de ira, de aquello que nos invita a desear el mal o de comprendernos por fuera de cualquier norma y así organizar la revancha, en fin. Se odia lo que se ama y se ama lo que se odia. Y aquí siempre habrá una esperanza para el yo y el pensamiento, así como para volver a ese mismo mundo que sin preguntar nada nos sembró en el vacío más radical.
Es lo que también, en otro tono y con otra épica filosófica, se pregunta Heidegger en ¿Qué es metafísica?, de 1930. Aquí la interrogante es “¿Por qué hay ente en su totalidad y no más bien la nada?”. El ente es toda la posibilidad del ser mismo y, entonces, la totalidad de las opciones de mundanidad posibles, los existenciales. El ente es lo contrario de la nada, se insiste, es el mundo y la realidad comprendida como el espacio para habitar y existir (el lenguaje, nada menos). Sin embargo, el filósofo, no sin angustia, se pregunta por qué al final solamente no hay “nada”. La nada debería ser la región elegida y prometida donde, justo, el vacío se disemina sin tiempo y sin espacio; “nada” que a la vez viene a ser toda la realidad posible y, también, el sin límite de los desbordes del sentido. La nada es el lugar sin límites donde todo pasa.
Hace un par de semanas fui “desvinculado” de la Universidad donde trabajé durante 7 años. No hubo razones –por más que insistí en que me las dieran– más que las de “necesidades de la empresa”. Este no es un texto escrito en tono de vendetta o para culpar a alguien de mi despido. Sé que todo pasa por no haberme sometido nunca a dogma alguno y a mis posiciones políticas que nunca oculté, al contrario, las expuse y las transformé, pienso, en movilización y extensión universitaria. Pero debo decir, igual, que cuando en 15 minutos ya no “pertenecía” a la institución que tanto apreciaba, me quedé (o al menos eso sentí) en la nada, en la más radical nada. Y aunque la desesperación se imprimió en la piel y el corazón y más allá de la tristeza, no pude sino amar en ese vacío, en esa ausencia total de fe; responder en la fragilidad de la existencia con el humor del humillado, pero encontrando en esa indeterminación tan frágil, la certeza de que, en simple, la palabra y la escritura no la vendí jamás y que esa sí era una victoria, aunque en ese momento parecía y era el vacío más brutal.
Tal vez, solo tal vez, de eso vaya escribir, como ahora lo hago, en la nada.