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Esculturas urbanas lúdicas de la plaza Brasil de Federica Matta restauradas. Por Daniel Ramírez

¿Qué decir de la escultura urbana de Federica Matta? Habría que hablar primero de nuestras ciudades, lo que equivale a hablar de nuestras vidas.

Las ciudades surgieron de pronto, o con el tiempo. Fueron creciendo con una pasión rectilínea. Luego vino la obsesión por el cuadrado. Pasaron siglos y no nos dimos cuenta que nuestra vida urbana, con todo lo que tenía de conveniente, era una brutal conjunción de ángulos rectos, apenas matizados por algunos de 45 grados, en los techos. Incluso allí donde hubo círculos, estos fueron por imitación de las torres de defensa de los fuertes de antaño.

Esa geometría omnipresente, ¿no causará algún daño a nuestras almas? ¿Cómo se vive tanto tiempo rodeado de grises, metales, vidrios, aluminios, cemento, sin perder una parte de nosotros mismos? Por supuesto, todo obedece a una racionalidad, todo está pensado, medido, todo es útil, rentable, las calles, las esquinas, los ángulos rectos y el gris de las paredes y el gris del cielo, el de nuestras almas grises.

Allí trabajan, viven, aman y lloran personas, seres sensibles, soñadores. Pero, ¿por cuánto tiempo permanecen sensibles, soñadores? Nuestras sociedades enfermas de racionalidad productiva, enfermas de jerarquías sordas, desigualdades mudas, poderes ciegos, nuestras colmenas de humanos, hormigueros de gente, acorralados por ángulos grises y rectos estucos, con el hollín de nuestros vejestorios de motores y nuestros inconscientes poblados de cerrojos y códigos, por llaves y guardias, por signos PARE y dirección obligada, no virar izquierda, no pasar, cruce (de la memoria) peligroso.

¿Cómo hemos podido vivir y cómo puede sobrevivir algo de lo humano en esos amontonamientos de triste geometría, en esos hacinamientos de inatención y descuido, en esas máquinas de apuro ininterrumpido, de urgencia vacía, esos laberintos sin enigma, que hasta el minotauro evitaría?

Federica Matta es una artista nómade y hacedora de mundos, paisajista de lo imaginario y cartógrafa de los continentes interiores, navegadora de las corrientes subterráneas de la historia. Y ella tiene una respuesta.

Claro, sólo una sobredosis de colores y curvas tiene aún el poder de despertar lo que va quedando de humano en nosotros, lo que vive aún de infantil, de inocente, de transparente, de brillante, de danzante; solo una inundación polimorfa de alegría, una potencia telúrica de seres emergentes, arcaicos, des sueños tan antiguos que a nuestros cerebros programado se les ha olvidado olvidar. Convocar esas fuerzas tectónicas que siglos de empedrado y toneladas de pavimento no han podido acallar el fondo creador de lo que tal vez aún somos.

Cerros cargados de historia, volcanes de furor, cordilleras inmemoriales, icebergs exilados, templos ignorados y dados del azar cósmico. Federica los ha convocado por nosotros –no todos tienen ese poder. Quién pudiera saber cuántos otros seres fueron convocados; pero esos vinieron. Esas entidades han respondido al llamado, y nos traen los ecos de una vida tan fuerte que puede con todos los ángulos rectos del mundo, si prestigiosos sean estos, si necesarios. Hay que poder gritar en un mini tobogán, escalar un monstruo colorido, ¿cómo vivir sin eso?

Los años pasan, incluso para las formas de la gracia; las vidas pasan y todo se desgasta, como los recuerdos, como el brillo de los ojos. Niños jugaron en la plaza Brasil en los años 90, otros jugaron en los años 2000, los unos crecieron y son adultos, los otros ya tuvieron hijos. Las generaciones se suceden y la materia de las cosas se gasta. Ley de la vida y aún más de las ciudades, sobre todo cuando las cosas no se cuidan, lo cual también es una oscura ley de nuestras ciudades. Restaurar, reconstruir, renovar ese lugar es un gesto de reparación, de reencuentro con una parte vital de la ciudad, un acto de salud pública. Los hijos de quienes jugaron allí hace décadas, también los nietos, podrán recibir, entre risa y risa, entre carrera y escondite, el mensaje secreto de las entidades que concurrieron a la invocación de la artista.

Restaurar el arte es de alguna manera reparar el mundo. Tikún Olam decían los antiguos sabios cabalistas, que significa “reparar el mundo”; por supuesto, en lo poco que podemos hacer, reparar el mundo restaurando el arte es repararnos a nosotros mismos. Tanto más aquellas obras que ayudan a vivir, que constituyen una medicina secreta pero disponible para todos, en medio de la urbe. Aquellas que, como un efecto de relatividad general curvan el espacio; aquellas que, como un efecto de fluctuación cuántica dan lugar a realidades paradójicas. La ciencia sabe, el arte saborea. La inteligencia, la cultura, la poesía y la historia están allí, como concentradas, para que nuestros cansados pasos por las esquinas, nuestras pausas en los semáforos que ritman nuestros rutinarios recorridos, no se vean privados de lo que constituye la substancia de lo humano, de lo animal, de lo terráqueo, de lo originario, de lo primitivo; y no permanezcamos carentes del gesto primogénito, del movimiento ancestral, de la ternura subterránea que sostiene nuestras vulnerables encarnaciones.

La compañía de las construcciones vivas de la escultura urbana lúdica, de la acupuntura citadina palpitante, de la inspiración social, libertaria, ritual y musical de Federica Matta, hoy restauradas, nos hace estar menos solos en el difícil camino hacia el futuro, en el cual tantas reparaciones esperan su hora.

Daniel Ramírez

Septiembre 2018

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