1. Quién hubiera dicho en 1980 que cuarenta y tres años después todavía estaríamos intentando reemplazar la Constitución de Pinochet. Sin perjuicio de las numerosas reformas parciales que se le han hecho, este ya es el segundo (o tercer) intento de crear una nueva constitución dotada de amplia legitimidad democrática. Sigue inmediatamente al apabullante rechazo al proyecto de nueva constitución que produjera la convención constitucional entre 2021 y 2022, cuyas causas requieren una interpretación que no puede excluir, entre otros factores y en dosis por determinar, hýbris, sectarismo y estolidez de convencionales individuales y en facción, timideces, exabruptos y algunas leseras del texto final, tanto miedo político (y económico) como autoengaño colectivo [1] ante el proyecto y los cambios drásticos que desencadenaría, una intoxicación (des)informativa de envergadura, agotamiento del ímpetu de la contestación de 2019 y hartazgo ante payaseos y violencias a ella asociadas, los efectos psicológicos y sociales de la pandemia, un indirecto voto de condena al gobierno en funciones. Por si todo ello fuera poco, en el presente proceso constitucional las elecciones de mayo de 2023 han otorgado a la ultraderecha y a la derecha convencional tantos representantes que, si lo quisieran, podrían redactar un proyecto constitucional a solas, sin siquiera oír a las restantes fuerzas políticas ni tampoco considerar las eventuales observaciones que formule la comisión experta. De esta manera, el escenario recién descrito sitúa al proceso en curso diseñado por los partidos en el Congreso entre la espada (el rechazo del proyecto anterior) y la pared (un nuevo proyecto por el que parte importante de las derechas no tiene mayor interés y que, requiriendo aprobación plebiscitaria a fines de este año, tampoco es respaldado por muchos ciudadanos hastiados de la cuestión constitucional y sumamente antipolíticos).
Como sea, hay que notar que este nuevo proceso incluye un catálogo de doce bases institucionales. Algunas de estas son ostensibles constricciones al ámbito de acción que tienen los redactores (genuinos o espurios expertos designados unos, consejeros electos otros) para diseñar una nueva propuesta de constitución. Ahora bien, si hacemos de la necesidad virtud, hay que reconocer que en esas bases se halla un hito inédito en la tradición constitucional chilena. Se trata de la 5ª base, según la cual “Chile es un Estado social y democrático de derecho [...]”. En efecto, de volverse cláusula constitucional y de alentar unas prácticas políticas correspondientes, ella haría posible la superación de la subsidiariedad à la chilena, desencadenando consecuencias institucionales, económicas, aun culturales de envergadura.
2. La subsidiariedad, para entendernos, ha venido a ser la manifestación constitucional del peculiar modo de neoliberalismo que en Chile se implantara por la fuerza desde los años 70 del pasado siglo, que con algunos cambios fructificara en las dos décadas concertacionistas y perviviera en los años más recientes, y que es al menos una parte de la explicación de la revuelta social de octubre de 2019. Su consagración normativa –axiomática para algunos– se ha sustentado en una discutible interpretación del vigente texto constitucional, que a ratos parece ostentar ella misma rango constitucional. Es justamente dicha práctica constitucional chilena la que ha perpetuado el principio de subsidiariedad y ha creído reconocer todo un (también exegéticamente elaborado, pero altamente discutible) orden público económico derivado de aquel. Este paquete ideal e institucional se convirtió en un lugar común, permeando aulas universitarias, estudios jurídicos, tribunales de justicia, partidos políticos, incluso una parte significativa de la sociedad civil. Y ha hecho de la privatización y desregulación el fundamento de la mayor parte de la actividad empresarial y productiva, alcanzando los sistemas de educación, salud, pensiones, transporte, vivienda y urbanismo, y del agua (a través del dominio sobre los derechos de aprovechamiento).
3. Aunque la presentación teórica de este paquete ha sido mayormente económica, no han faltado criollas versiones jurídicas. La primera, claro, corrió por cuenta de Jaime Guzmán [2]. Otras fueron expuestas por discípulos suyos: “la intervención estatal en actividades propias de las sociedades intermedias es de suyo excepcional, temporal, y revela una falla en la estructura social que debe en definitiva repararse [Los requisitos para que el Estado intervenga serían tres y copulativos:] 1. que se trate de actividades, fines o bienes particulares claramente convenientes para el bien común general, 2. que los particulares no estén logrando en un nivel adecuado dichos fines o bienes particulares, o no exista en dicha área presencia alguna de particulares que, vía ejercicio de los derechos emanados del principio de las autonomías sociales, se hayan propuesto alcanzar dichos fines, y 3. que el Estado haya agotado legalmente todo su esfuerzo para que los particulares asuman tales actividades [...]” [3]. Ahora, con toda el agua que ha corrido bajo el puente desde el 2019 y justo mientras la comisión experta discute un anteproyecto de nueva constitución, el mismo autor de esas líneas considera decisivo declarar la compatibilidad entre Estado social de derecho y subsidiariedad, entre “la faz social responsable del Estado” y “la participación privada en el bien común”, y por ende reconocer constitucionalmente “la adecuada autonomía de las agrupaciones sociales, obligando al Estado a respetarlas”, todo ello en el entendido de que la subsidiariedad no se opone al activo despliegue estatal en pos del bien común [4].
4. No vaya a creerse que semejante defensa de la subsidiariedad es cosa pasada o que solo la enarbolan hoy los herederos directos de los Chicago Boys y de la Navarra School del neoliberalismo católico, ambos tan influyentes en Chile, los cuales recelan de todo aquello que la ponga en tela de juicio (como algún miembro de Libertad y Desarrollo que, en calidad de experta, acaba de expresar el deseo de que en una nueva constitución “la persona no esté expuesta y quede cautiva de un sistema únicamente estatal” en salud [5]). La base del Estado social ha incomodado incluso al socialcristianismo conservador, para el cual carece de fundamento una oposición total entre “el principio original de subsidiariedad” elaborado por la doctrina social de la iglesia católica romana y “la versión neoliberal de aquél, recogida en la Constitución de 1980”, razón por la cual “la izquierda tiene que ofrecer razones y garantías suficientes respecto a que su proyecto de Estado social no constituye un proyecto de estado total socialista disfrazado” [6]. También ha tocado a la derecha chilena más liberal, que pese a recomendar un proceso constituyente cuidadoso a nivel de principios, de arreglos institucionales y de precisa protección de derechos fundamentales en lo que respecta al Estado social, sigue abrigando temores de que una cláusula de Estado social como la prevista sea no solo discutible sino poco adecuada para nuestros desafíos sociales, un eslogan que más bien erosione la legitimidad de un nuevo pacto constitucional, el epítome de “herramientas constitucionales propias de mediados del siglo pasado” [7].
5. La subsidiariedad, como se ve, ha calado hondamente. Y como en buena medida ha sido la manera chilena de referirse al neoliberalismo, ambos términos se han vuelto entre nosotros más o menos intercambiables. No es posible aquí detenerse ni en la precisa historia de las ideas que está en juego (al menos, escuela austríaca, ordoliberalismo de Friburgo, monetarismo de Chicago, libertarismo, neoconservadurismo [8]), ni en las variedades del neoliberalismo realmente existente, la crisis del Estado de bienestar (de les Trente Glorieuses) que las catapultó y sus correspondientes oleadas de medidas gubernamentales y políticas económicas (sobre todo, desregulaciones y rebajas impositivas, liberalización del comercio y la industria, privatización de empresas estatales [9]). Baste con esta precisa (y nada peyorativa) caracterización: “el neoliberalismo contemporáneo es en gran medida un eco de la clásica economía política liberal. Para Adam Smith, el mercado era el instrumento superior para la abolición de la clase, la desigualdad y el privilegio. Aparte de un mínimo necesario, la intervención estatal solo sofocaría el proceso igualizador del intercambio competitivo y crearía monopolios, proteccionismo e ineficiencia: el Estado defiende la clase; el mercado puede potencialmente disolver la sociedad de clases” [10]. Thatcher lo decía de otra manera, exhibiendo un ejemplar de La Constitución de la Libertad (de Hayek) y golpeando la mesa para afirmar: “¡esto es en lo que creemos!”.
Por cierto, una de las quaestiones disputatae es cuál es la mejor descripción del ímpetu neoliberal: si “[...] el intento por construir mercados eficientes en todas las áreas posibles o hacer de la sociedad una utopía liberal de mercados libres y consumidores siguiendo señales de precios”, o si es, más bien, “[...] un proyecto político que no [...] trata tanto del mercado sino de lo que este permite: liberar a los actores económicos –a las grandes corporaciones– de las regulaciones sociales (¡políticas!) que sobre ellas se han construido” [11]. Digamos, de paso, que se puede sospechar que la primera pretensión, al morder la realidad, termina por desembocar en la segunda, esto es, que la ingenua versión smithiana de los mercados conduce a la más realista versión hegeliana: y es que, poco después de Smith, ya delineaba Hegel “[...] el modelo prototípico de una economía de mercado que se libera dentro de su propio ‘reino’, pero que está limitada por otras instituciones, en particular por el Estado, que se sitúa por encima de ella. El mercado es aquí un elemento necesario de una sociedad moderna, que encarna valores importantes como la libertad —al menos un cierto tipo de libertad— y la individualidad. Pero también es profundamente problemático: libera poderes que pueden perturbar el orden social y crea enormes desequilibrios y desigualdades económicas. En resumen, el mercado, por mucho que se lo necesite y valore, crea problemas. Es, por lo tanto, necesario encontrar un equilibrio entre darle el debido lugar y limitar su impacto” [12].
6. Sea de ello lo que fuere, que la subsidiariedad chilena sea intercambiable con el neoliberalismo del Ladrillo se verifica, por ejemplo, a través de aquello que hicieran en el campo sanitario chileno ese grupo de economistas e ingenieros comerciales, originalmente sin expertise, pero con las herramientas estatales en sus manos: queriendo cimentar un mercado de la salud bajo la convicción ideológica de que seguros privados –integrados con clínicas del mismo tipo– pueden muy bien funcionar con algunas precauciones y correcciones, terminaron imponiendo un subsistema casi completamente independiente del público, para el segmento minoritario más rico y más sano de la población, que lo financia a través de sus cotizaciones obligatorias, magramente regulado y en manos de entidades lucrativas [13]. Algo análogo cabría decir de nuestra peculiar televisión pública, sujeta en principio al avisaje publicitario y ofreciendo por ende una programación difícil de distinguir de la de cualquier canal televisivo comercial. O de las universidades estatales chilenas y (todo hay que decirlo) de algunas privadas complejas y en principio comprometidas con los requerimientos de la libertad académica, cuya tradición y/o actualidad aún las distinguen de otras universidades básicamente docentes, propietarias, pese a estar estas y aquellas reguladas (y financiadas) en aspectos decisivos casi del mismo modo. O del transporte público nacional, escindido financiera y jurídicamente entre la capital y el resto del país, operado privadamente, carente de regulaciones básicas, coordinación y planificación. Etc.
7. En cambio, ¿qué implica un Estado social y democrático de derecho? Supone, ante todo, hacerse cargo de la crisis que sufriera el Estado benefactor en el siglo pasado y de la que surgiera precisamente el neoliberal, y de que la crisis de este a partir de la gran recesión de 2008 y por la emergencia ambiental (y vital) exige una imaginación institucional nueva y robusta. También, faltaba más, encarar las deficiencias profesionales y de otros órdenes de nuestra burocracia pública. De ahí que el social no sea un Estado estatista, ni siquiera uno que niegue la participación privada en la provisión de bienes valiosos para la comunidad. Recuérdese que en la misma base se añade que el Estado social tiene por finalidad “[...] promover el bien común; [...] reconoce derechos y libertades fundamentales; y [...] promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal; y a través de instituciones estatales y privadas”. Por ello, positivamente, la cláusula de Estado social remite a un Estado al cual incumbe el bienestar común, una activa posición de garante de derechos básicos, en especial reconociendo y protegiendo derechos sociales a través de políticas redistributivas que aseguren ciertos umbrales económicos y culturales de igualdad. Como dijera un gran jurista alemán nada revolucionario, sino socialdemócrata y católico practicante: se trata de “[...] un Estado que intervenga en la sociedad, que asuma funciones de procura asistencial y de redistribución; un Estado que opere activamente contra la desigualdad social, para que la igualdad jurídica y la libertad individual, incluidas en las garantías del Estado de Derecho, no se conviertan en una fórmula vacía para un número de ciudadanos cada vez más amplio” [14]. Todo esto en el entendido de que, si “la ciudadanía social constituye la idea central de un Estado de bienestar” [15] o social, su sentido actual exigirá aguda conciencia histórica, altas dosis de antidogmatismo y una panoplia de nuevos instrumentos políticos y jurídicos [16].
8. Entonces, el debate acerca de una nueva constitución requiere de un pacto social diferente o, mejor, de prácticas objetivadas de reconocimiento que nos permitan ir tomando distancia de las oligárquicas dinámicas de dominación y servidumbre enquistadas en nuestra historia. Esto puede ser entendido también como un debate acerca de la necesidad política, social (y ambiental) de abandonar la subsidiariedad como coto vedado de la actuación estatal, para asumir en cambio un Estado social y democrático de derecho que, a la altura de las peculiaridades y desafíos del siglo que vivimos, provea bienes públicos sin impedir la intervención de los particulares, pero que a la vez habilite otras políticas industriales e impositivas, regulaciones que protejan mercados competitivos, la planificación de sectores productivos no meramente extractivos sino que agreguen valor y que sean social y ambientalmente sostenibles. Lo que es tanto como decir que deben admitirse, desde luego, intensos grados de discrepancia en relación con un Estado social en Chile, cuya configuración habrá de ser desarrollada por la legislación y la administración. Así, una nueva constitución puede abrir un ámbito, el del Estado social, cuyos rasgos específicos serán perfilados por la cotidiana política democrática y que, siguiendo la terminología habitual, podrán ser de lo más diversos: bien socialdemócratas, bien conservadores, bien liberales. Decisivo es que ninguno de estos posibles escenarios esté mandado ni prohibido, constitucionalmente hablando.
Cualquiera sea el caso, parecería razonable esperar que un nuevo Estado social incluya el aprendizaje de las últimas décadas (respecto de los Estados benefactores así como de los Estados neoliberales) y la aguda necesidad de abandonar el pensamiento mágico en relación con la desatada crisis ambiental, las locuras financieras, el anatema de las instituciones estatales versus la canonización de las mercantiles, o los niveles de desigualdad de ingresos y sobre todo de riquezas propios de sociedades plutocráticas e hiperdesiguales (como en la trayectoria que vienen siguiendo los EE.UU., según Piketty, hacia una sociedad ‘hipermeritocrática’, de ‘super-estrellas’ y ‘super-gerentes’). La crisis de la salvaje praxis chilena de la subsidiariedad debe impulsarnos, entonces, a repensar la arquitectura institucional del Estado social y su interacción cooperativa con diversos agentes de la sociedad civil. Urge, en este sentido, colmar los actuales vacíos estatales con las más virtuosas versiones del actuar público y privado, y no dejar espacio a las (cada vez más complejas) organizaciones criminales que se alimentan de la ausencia estatal y aumentan progresivamente su dominio en barrios y poblaciones populares del país.
9. En fin, nada fácil será la eventual constitucionalización ni la posible operación democrática del Estado social. Para colmo, dejar atrás el atrincheramiento constitucional de la subsidiariedad à la chilena requerirá enfrentar un factum local: si tras el 18 de octubre de 2019 el experimento neoliberal chileno parecía estar en jaque, ahora, después del 4 de septiembre de 2022 y el 7 de mayo de 2023, el pronóstico para el plebiscito del 17 de diciembre de este año se ha vuelto sumamente reservado. Después de todo, the matrix is reloaded...
Notas:
[1] Sobre este tipo de proceso, véase R. Pippin, “Hegel on Social Pathology: The Actuality of Unreason”, en Crisis & Critique, 4/1, 2017, pp. 333-351.
[2] Véase R. Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán. Una biografía intelectual, Santiago de Chile, Lom, 22011, y del mismo, “La síntesis conservadora/neoliberal de Jaime Guzmán: la subsidiariedad como principio articulador”, en R. Cristi y P. Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo. Propiedad, bien común y poder constituyente, Santiago de Chile, Lom, 2015, pp. 209-228.
[3] A. Fermandois, Derecho Constitucional Económico, Tomo I, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 22006, p. 90.
[4] A. Fermandois, “Estado social y libertad: un promisorio primer texto”: El Mercurio, 5.04.23, p. A1.
[5] Véase https://twitter.com/daniloherrerad/status/1645822658267815941?cxt=HHwWioC91Zu_kdctAAAA. Sobre la Escuela de Navarra, véase B. Mereton, “Our Lady of Mont Pelerin: The ‘Navarra School’ of Catholic Neoliberalism”, en Journal of History and Economics, 2/1, 2021, pp. 88-153.
[6] P. Ortúzar, “Respuesta a Luna, Soto, Walker y Zapata”: https://www.ieschile.cl/2023/04/respuesta-a-luna-soto-walker-y-zapata/. El IES, por lo mismo, ha puesto en circulación El Estado subsidiario de Ch. Delsol: https://www.ieschile.cl/2021/08/nuevo-libro-el-estado-subsidiario/.
[7] J. F. García y L. E. García Huidobro, “¿De qué hablamos cuando hablamos de un Estado social y democrático de derecho?”: https://www.ciperchile.cl/2023/03/02/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-un-estado-social-y-democratico-de-derecho/.
[8] Véase, por ejemplo, D. Cahill et alii (eds.), The SAGE Handbook of Neoliberalism, Los Angeles, Sage Reference, 2018, pp. 83-189.
[9] M. Steger y R. Roy, Neoliberalism. A Very Short Introduction, Oxford, OUP, 22021, p. 14.
[10] G. Gosping-Andersen, The Three Worlds of Welfare Capitalism, Princeton University Press, 1990, p. 9.
[11] A. Madariaga, “Reacción al foro: ¿Qué es el neoliberalismo?”: https://www.intersecciones.org/reaccion/comentario-de-aldo-madariaga/.
[12] L. Herzog, Inventing the Market. Smith, Hegel, and Political Theory, Oxford, OUP, 2013, p. 7.
[13] Véase J. Ossandón, “¿Cómo terminamos gobernados por mercados? Los mercados como políticas públicas y el mercado de la salud en Chile”: https://www.ciperchile.cl/2020/07/11/como-terminamos-gobernados-por-mercados-los-mercados-como-politicas-publicas-y-el-experimento-de-la-salud-en-chile/
[14] E.-W. Böckenförde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Madrid, Trotta, 2000, p. 35.
[15] G. Gosping-Andersen, Three Worlds, p. 21 (citando a T. H. Marshall).
[16] Véase, en este sentido, A. Mascareño, “Hacia una nueva arquitectura de Estado social: redes de política pública y bienes colaterales”: https://www.ciperchile.cl/2023/04/23/hacia-una-nueva-arquitectura-de-estado-social-redes-de-politica-publica-y-bienes-colaterales/.
AUTORES:
Marcelo Espinosa
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez
Enzo Solari Profesor de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso