En el contexto de las nuevas tecnologías y con la capacidad de amplificar cualquier mensaje desde un simple teléfono, surge una pregunta inevitable: ¿las comunicaciones están atravesando un cambio real y profundo? Es una frase que se repite desde hace años, pero hoy, más que nunca, ese cambio se vuelve tangible.
Ya no sorprende ver kioscos casi vacíos. Lo que antes eran puntos de encuentro con la prensa, hoy sobreviven como confiterías con algunas revistas viejas que apenas asoman. Aun así, existen medios —como éste— que resisten, entregando nuevas ediciones a quienes aún valoran ese ritual de leer en papel.
Los grandes titulares impresos han dejado de ser una parada obligatoria. Hoy, esos titulares habitan en lo digital, encapsulados en imágenes diseñadas para viralizarse en segundos. Los medios han tenido que adaptarse a esta lógica de inmediatez, donde internet se presenta como un territorio sin filtros, ni límites editoriales. Una imagen vacía puede tener más impacto que un reportaje profundamente investigado.
Como periodista, experimento cierta tristeza ante esta transformación. El romanticismo de ver una nota publicada, sentir el papel entre las manos y saber que alguien más la leerá con atención, parece convertirse en una experiencia que las nuevas generaciones quizás nunca vivan. Todo ha cambiado: incluso la política ha mutado. Hoy, los líderes disparan dardos a sus adversarios desde las redes sociales y fabrican sus propios titulares, prescindiendo de los medios tradicionales. A su vez, los grandes conglomerados mediáticos han tenido que abrazar los formatos digitales, adaptándose a la lógica del clic.
Quizá solo sea un nostálgico. Pero detrás de esta nostalgia se esconde una preocupación real: la velocidad de circulación de la información va de la mano con la falta de control y responsabilidad. La ausencia de líneas editoriales permite que cualquier persona cree un medio, muchas veces sin el más mínimo compromiso ético. Y aunque eso me inquieta, también reconozco el valor de la democratización de la información: hoy todos pueden publicar, opinar y ser leídos. Eso tiene una potencia transformadora innegable.
Sin embargo, en medio de esta revolución, lo que falta —y urge— es criterio. El equilibrio entre libertad y responsabilidad, entre acceso y calidad, entre velocidad y verdad, se vuelve más necesario que nunca.
Los medios han cambiado, ya no queda duda. Todos viven bajo la lógica de la inmediatez. El contenido más viral impone la agenda, y los clásicos “golpes informativos” ahora llegan en forma de publicaciones fugaces. Pero lo que más preocupa es la proliferación de mentiras en la red. El impacto de la desinformación no se debe solo a quienes la crean, sino también a una audiencia cada vez menos crítica, y a una realidad donde cualquiera puede producir contenido que aparenta ser verdad.
Yo también he tenido que adaptarme: aprender a convivir con los algoritmos, empujar el contenido para que sea visible, estar presente en la pantalla de cada teléfono, a toda hora. También tuve que entender la nueva lógica de la publicidad, donde lo impreso o lo visual en la vía pública ya se considera algo casi vintage.
No lo niego: me entusiasma que todos podamos crear, romper las barreras físicas e idiomáticas, conectar temas de un extremo al otro del mundo. Pero eso no quita que necesitemos marcos editoriales, pensamiento crítico y una ciudadanía más preparada para no creer todo lo que aparece solo por estar bien editado.
Hoy, la inteligencia artificial puede moldear la realidad con videos creados a partir de simples comandos. Basta un texto y algunas instrucciones para que una imagen ficticia se convierta en “realidad” frente a nuestros ojos. Y entonces, la pregunta inevitable es: ¿es verdadera la realidad que estamos viendo, o estamos consumiendo una versión completamente alterada?
La revolución comunicacional ya no es una promesa. Está aquí. Y lo que hagamos con ella —como periodistas, como creadores, como ciudadanos— definirá no solo el presente, sino también el futuro de nuestra verdad compartida.