En kioscos: Noviembre 2025
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Estratos críticos. Diálogos entre Nelly Richard y Benjamín Arditi. Por Mauro Salazar J.

a Benjamín

Lo que sigue es el registro de un diálogo posible —si es que puede llamarse así— entre Nelly Richard y Benjamín Arditi. Un diálogo no en el sentido de la presencia plena de dos voces que se encuentran, sino de algo más frágil, más espectral: el espacio donde dos lecturas, dos escrituras, interrogan lo que sucedió y continúa sucediendo en el pliegue entre historia, crítica y política. Nelly Richard sostiene una defensa -diagramática- de la multiplicidad que rechaza toda traducción prematura, que se resiste a la violencia de la fijación de sentido. Benjamín Arditi ha examinado las insurgencias y la política viral, preguntándose qué sucede cuando la apertura deviene lujo especulativo, cuándo la aporía se resuelve negando toda máquina representacional.

La caracterización de las insurgencias encierra una verdad inquietante: «las insurgencias no tienen un plan, ellas son el plan» (en esa carencia de fundamento reside precisamente la huella de su potencia, aquello que escapa a toda calculabilidad). La política viral —esa modalidad descentralizada donde militantes y ciudadanos tejen conectividades sin necesidad de pertenencia institucional fija— desplaza marcos cognitivos. Pero ¿hacia dónde? He aquí lo que permanece en suspenso. Entre ambos autores circulan interrogantes que definen la política contemporánea: ¿qué es la democracia cuando se convierte en campo de batalla permanente? ¿Cómo pensar las nuevas derechas como captura de formas insurgentes? ¿Puede el feminismo mantener su multiplicidad sin reproducir los tribalismos que critica? ¿Qué significa que la hegemonía se descomponga sin que emerja una post-hegemonía capaz de sostenerla? ¿Dónde está el populismo en todo esto? Octubre, revueltas, insurgencias. Tal hito que aún sangra hacia atrás y hacia adelante, como multiplicidad y conectividad distribuida, sin jerarquías, política viral, donde la potencia colectiva prescindía de estructuras.

Pero entonces: ¿cómo nombrar lo que sucedió? Una voz lo llama complejidad no negociable (tiempos que coexisten, géneros que articulan con clases, ancestralidades indígenas que conversan con rabia contemporánea). Otras miradas lo ven como multiplicidad hegemónica frustrada —ese mismo que funcionó en la calle se desgarra apenas toca la máquina representativa. Sin embargo (y es crucial): ambas están escuchando lo mismo. Ambas reconocen que sucedió algo que no debía suceder. Que la política funcionó de otra manera. Pero aquí comienza el verdadero nudo: la diferencia no radica en lo que observan, sino en cómo lo sostienen —en qué hacen con eso que vieron juntas. Una voz insiste en que esa multiplicidad viva debe permanecer abierta, debe resistir la «traducción», debe continuar siendo potencia sin convertirse en programa. Su defensa no es del feminismo sino de su derecho a no cerrarse, a mantener la apertura como forma política precisamente. La otra escucha y pregunta —y su pregunta no es retórica sino inquietante—: ¿qué sucede después? ¿Cuándo la apertura sin institucionalización deviene lujo especulativo? Hermoso en la calle, verdadero en la multitud, ciertamente. Pero ¿cómo se alimenta? ¿Cómo se convierte en poder que realmente cambie algo?

A) Nudo uno. La apertura imposible. Una sostiene que la multiplicidad es el cambio, que expandir lo vivible es transformación política, que no hay que esperar al Estado. La otra contesta —inquietante—: ¿pero ¿qué sucede cuando el Estado captura a los jóvenes que la izquierda rechaza de antemano? ¿Es entonces expansión de lo vivible o es contracción? Y entonces emerge la pregunta sobre lo que está sucediendo: ¿ultraderechas en auge como síntoma de cambio epocal? Un movimiento ultraderechista cuya complejidad exige interrogación urgente. ¿Se trata de una resignificación de fascismos históricos o de una novedad que requiere otros nombramientos? ¿Opera también mediante formas de insurgencia y política viral, capturando marcos cognitivos y afectos antes que programas políticos explícitos? Una voz leería en ello cómo la izquierda no supo comunicar la multiplicidad como ventaja política. La otra observaría la incapacidad de mantener mecanismos de inclusión para quienes fueron rechazados de antemano. La derecha capturó un público que la izquierda no quiso sostener mediante narrativas simples y potentes. Pero ¿qué recursos, qué prácticas habría cabe recoger desde la izquierda para contrapesar estas dinámicas? Aquí convergen en algo que genera máxima fricción: ambas saben que la izquierda feminista ofreció diagnósticos correctos, pero narrativas fallidas. ¿Por qué? Porque la narrativa de la multiplicidad no es narrativa. Es anti-narrativa. Es precisamente el rechazo por simplificar lo que se simplificaría para contar una historia convincente. Una lectura dirá que eso es su virtud. La otra dirá que eso es su derrota política: en política, la complejidad sin comunicación es como no tener complejidad. Y, sin embargo —y éste es el espacio verdadero donde ambas se tocan— saben que no hay salida fácil. Si la izquierda simplifica para competir narrativamente, muere como pensamiento. Si no simplifica, muere como política. Este es el nudo imposible. No hay solución sino la necesidad de vivir en ese nudo sin resolverlo. Lo que confunde es que no están en desacuerdo sobre lo que sucedió, sino sobre lo que debe hacerse con lo que sucedió. Convergen en algo inesperado: la izquierda intelectual sin cogniciones se encerró en la universidad. No construyó narrativas para atravesar los estriados de lo público. Mientras los feminismos ganaban batallas simbólicas (lenguaje inclusivo, códigos de convivencia), la derecha ocupaba territorios mediante narrativas simples. Ambas lo diagnostican. Ambas saben que es verdadero. Por fin, la izquierda puede pensar la infrapolítica (infrapolitics) sin negarla. Es decir, ¿no comienza a asesinarla precisamente en el momento en que intenta comprenderla, en que la nombra como infrapolítica de izquierdas, la domestica, la vuelve inteligible, la convierte en campo legítimo de interrogación? ¿Y sin embargo —he aquí donde la pregunta se vuelve inquietante— ¿no necesita la izquierda de esa infrapolítica para no morir completamente en la traducción hegemónica?

Nudo dos, punto de bifurcación: el problema de la expansión versus la radicalidad. ¿Puede expandirse sin traicionar? ¿Puede mantenerse la radicalidad sin cerrarse? Una cree que sí —que los feminismos pueden ganar batallas sin renunciar a la multiplicidad que las originó. La otra toca con precisión: el problema no es que haya que elegir, sino que cuando hemos elegido (y siempre elegimos), tendemos a elegir la simplificación, el tribalismo, el patrullaje de ortodoxia. Marta Lamas, que entendía visceralmente la intersección entre precarización, género y sexualidad, fue expulsada del feminismo por no ser «suficientemente feminista». No es mera anécdota. Es síntoma de que la defensa legítima del feminismo devino en defensa de la pureza.

Ambas ven que el feminismo ganó el derecho a defenderse. Pero ¿a costa de qué? ¿De expulsar a sus propias pensadoras? ¿De reproducir la lógica del tribunal que tanto criticaba? He aquí el punto donde la izquierda feminista se atraviesa a sí misma y no reconoce lo que la atraviesa. Pues hay un momento en toda expansión donde la multiplicidad debe elegir, donde la apertura encuentra sus límites no en lo exterior sino en su propia necesidad de defenderse. ¿Y qué sucede entonces? Que la defensa legítima deviene purificación, que la frontera trazada para proteger la diferencia se convierte en trinchera que expulsa precisamente aquello que la originó. El feminismo ganó el derecho a la autodefensa, sí, pero ¿a costa de qué precio? He aquí donde emerge la verdadera pregunta, no si puede expandirse sin traicionar, sino cuándo esa expansión ya es, inevitablemente, una forma de traición.

Nudo tres, estratificación: el tribalismo como reproducción de lo que se critica. La izquierda clásica era trinchera: o dentro o afuera. ¿No reprodujeron los feminismos sus propias formas de cierre? Una dirá que no completamente —que los movimientos de mujeres en la calle sabían articular, sabían mantener la complejidad.

La otra observará que cuando entraron a la política institucional, cuando los intelectuales comenzaron a traducir lo que en la calle era vivo, algo se cristalizó, algo se endureció. La multiplicidad se convirtió en demandas competidoras. Aquí aparece lo que podría llamarse lo común sin comunidad: ambas están escuchando que algo fracasó. No el feminismo. No la multiplicidad, sino la forma política de mantener la multiplicidad funcionando. Cuando dos fuerzas coexisten en tensión permanente (feminismo y marxismo, género y clase, raza y economía), solo hay dos opciones aparentes: que una domine a la otra, o que ambas se destruyan mutuamente. Una tercera opción —su coexistencia no resuelta, su convivencia en conflicto permanente— exigiría algo que ni la izquierda ni el feminismo construyeron: un espacio político de la escucha donde lo múltiple pueda existir sin ser traducido. Ambas tocan algo que sienten sin poder del todo decirlo: la política contemporánea se define menos por lo que logra que por lo que no puede sostener. Una lo vive como defensa de lo abierto. La otra lo experimenta como diagnóstico de lo cerrado. Pero ambas están tocando lo mismo: la imposibilidad de mantener juntos los varios sentidos de la emancipación sin que uno termine dominando. Entonces, ¿no será acaso que la hegemonía opera como una composición traicionada, como el perverso sellamiento de multiplicidades que persisten sin ser capturadas bajo un principio único? Un incesante trabajo de mantener varios planos en su irreducible diferencia, sin jerarquía que los aplaste. ¿Y no sería entonces la hegemonía ese momento donde la composición se cierra, donde lo múltiple es forzado a la unidad, donde los planos se estratifican bajo el peso de una fuerza dominante? ¿Cómo mantener, pues, la composición genuina frente a esa captura hegemónica que la devora?

Nudo cuatro, máquina de guerra. Quizá es el más intenso. La cuestión de la narrativa y la inclusión emocional. La derecha descubrió algo que la izquierda ignora: que la política es asunto de narrativa antes que, de programa, que la inclusión emocional precede al acuerdo conceptual. Un joven precarizado —precariato— votará por quien le diga «tu crisis no es tu culpa, es culpa de los feministas/progresistas» antes que por quien le diga «la crisis es estructural». La primera narrativa ofrece enemigos. La segunda ofrece sistemas. La primera es más vendible. La derecha operó como insurgencia y política viral: sin programa aparente, con conectividades distribuidas, capturando marcos cognitivos mediante afectos. Ambas convergen en algo que genera máxima fricción: la izquierda feminista ofreció diagnósticos correctos, pero narrativas fallidas. Una defenderá que es mejor mantener la complejidad. La otra dirá que eso es derrota política. Y, sin embargo —y este es el espacio verdadero— ambas saben que no hay salida. Si simplifica, muere como pensamiento. Si no simplifica, muere como política. Este es el nudo imposible. Lo que emerge entonces es una forma de comunidad que no tiene obra. Un estar juntas de ambas voces que no produce síntesis, sino que produce algo distinto: la audibilidad de que ambas tienen razón. Que la multiplicidad fue verdadera en octubre y que se traduce inevitablemente en el tiempo después. Que el feminismo debe existir como campo autónomo y que ese campo tiende a reproducir tribalismo. Que expandir lo vivible es política y que sin poder político eso queda como especulación hermosa.

Nudo quinto, democracia e imaginación. ¿Quién puede reivindicarla si su propia forma permite que enemigos la erosionen? ¿Cómo está variando el sentido de la democracia en contexto de auge ultraderechista? ¿Se trata de degradación o de reconfiguración cuya lógica aún no terminamos de comprender? Ambas están escuchando juntas algo oscuro: la democracia como campo de batalla donde cada fuerza cree defender las reglas del juego, pero en realidad está usando esas reglas para cambiarlas. La derecha dice: «queremos democracia, por eso el pueblo tiene derecho a sus valores tradicionales». Y eso es democracia también. Pero toda fuerza política dice lo mismo sobre su enemiga: hay una democracia verdadera y otras falsas.

Aquello que podría llamarse conflictividad -futuro abstracto- permanece cautivo en la aporía que Richard nomina micropolítica del espacio, gestos de resistencia que no encuentran forma en la inmediatez, pero que quizá son políticas posibles en la segmentación autoritaria de la demanda -bajo inminencias de autoritarismo.

Gestos que Arditi antes rastreaba como «mediadores evanescentes», se disuelven bajo el autoritarismo que ya no necesita visibilidad, sino que opera en la informalidad misma de la represión. Los movimientos son -serán- invertebrados, sin partitura que los ordene, como si la vida bajo represión difusa hubiera transmutado también la capacidad de articulación colectiva, dejando solo cuerpos enemistados cuya salud mental se fragmenta sin posibilidad de recomposición. Y aquí reside un espanto adicional, los gobiernos de marea rosa en América Latina, aquellos que prometían la redención del espacio político, resultaron siendo ellos mismos productores de ese vacío, de esa informalidad represiva disfrazada de gestión, de captura de la revuelta (caso chileno) en lenguajes institucionalizados. Aquí residen problemas de traducción: aquello que en nuestra parroquia se ha dado en llamar el «consenso de Washington». De otro lado, entre Nancy, Agamben, Badiou —esas voces de universalidad— y la «furia stasiológica» que recorre la calle sin traducción conceptual posible. Y una revuelta -caso chileno- de halo redentor, incapaz de acceder a las lenguas elitarias de la teoría. Hojarascas….

Dr. Mauro Salazar J.

Compartir este artículo