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Ética extraviada: cuando el país necesita que sus instituciones funcionen. Por Rossana Carrasco Meza

En tiempos de licencias médicas falsas, filtraciones judiciales y oportunismo electoral, el deterioro ético deja de ser un problema abstracto: son fallas que cuestan país.

Una mañana de otoño, mientras el país comenzaba su rutina entre bocinazos y titulares, la Contraloría General de la República dio a conocer un hallazgo inquietante: miles de funcionarios públicos habían utilizado licencias médicas para viajar al extranjero, en abierta contradicción con el reposo que esas licencias justificaban. En algunos casos, incluso se detectó a profesionales de la salud dispuestos a “vender” certificados médicos sin sustento alguno.

Más allá del impacto mediático, el verdadero daño es más profundo. Cuando se abusa de un derecho destinado a proteger a quien realmente está enfermo, no solo se erosiona el sistema de salud: se quiebra la confianza en lo público. Y mientras algunos se aprovechan, el ciudadano común —el que cumple, el que espera su turno, el que sostiene al Estado con sus impuestos— termina pagando la cuenta.

No hace tanto, los colegios profesionales cumplían un rol clave en vigilar la ética en el ejercicio de las profesiones. Eso cambió drásticamente en 1981 , cuando bajo el régimen militar se les despojó de su carácter obligatorio y se limitaron sus atribuciones disciplinarias. Desde entonces, su capacidad de fiscalización se redujo a mínimos, y con ella, una red de control ético que alguna vez fue sólida.

En paralelo, otra grieta se ha vuelto costumbre: la filtración de investigaciones judiciales de alta connotación pública. Casos apenas iniciados aparecen en los medios con documentos reservados y conclusiones apresuradas. Las filtraciones no solo vulneran el debido proceso, sino que socavan la credibilidad del sistema, afectando a inocentes y abriendo espacio para la manipulación política o mediática.

Estas dos situaciones, distintas en forma, pero similares en fondo, revelan un patrón preocupante: la normalización de prácticas que debilitan las instituciones desde adentro. Y, como suele ocurrir, el mayor impacto no lo sufren quienes manipulan el sistema, sino quienes más lo necesitan.

Todo esto ocurre, además, en un año electoral. Y sabemos bien lo que eso significa: promesas fáciles, discursos altisonantes, soluciones simplistas para problemas complejos. Sin embargo, este contexto también puede ser una oportunidad. Porque si algo está en juego hoy no es solo el poder, sino la credibilidad misma del sistema democrático. Para quienes aspiran a la presidencia o al parlamento, el desafío va más allá del cálculo electoral: se trata de demostrar con hechos que están dispuestos a recuperar la integridad del Estado desde sus cimientos. Abordar con seriedad el deterioro ético —en la salud pública, en la función pública, en el sistema judicial— puede marcar la diferencia entre seguir atrapados en la retórica o comenzar un giro real.

Con especial atención debe observarse cómo algunos sectores, especialmente desde la extrema derecha, ya comienzan a utilizar estos hechos para justificar una agenda de debilitamiento del Estado: eliminar ministerios, desmantelar instituciones de control y reemplazar lo público por una lógica puramente gerencial. El riesgo es que se aproveche el descrédito de lo existente para instalar una estructura aún más frágil, con menos regulación, menos fiscalización y menos protección para el ciudadano común. Es decir, responder al abuso no con más integridad, sino con más desprotección.

Chile enfrenta hoy una encrucijada ética. Recuperar la integridad en la función pública no es una aspiración idealista, sino una necesidad urgente. El país no puede sostenerse si las instituciones son capturadas por el oportunismo, la desidia o el doble estándar.

Reparar este daño requiere más que sanciones puntuales. Exige reinstalar mecanismos de control—desde códigos de ética colegiales hasta auditorías sistemáticas—y, sobre todo, una cultura de responsabilidad compartida. Porque cuando las instituciones funcionan, lo hacen para todos. Pero cuando se corrompen, se vuelven trampas para quienes más confían en ellas. Recuperar la ética no es un gesto simbólico. Es la condición para que Chile vuelva a confiar en sí mismo.

Rosana Carrasco Meza, Politóloga PUC, Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local U. de Chile

27 de mayo de 2025

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