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Fe entre las bolsas: el evangelio frente al abandono en los barrios populares. Por Wido Contreras Yévenes

En las veredas del casco antiguo de Huechuraba —y en tantas otras poblaciones del país— las pequeñas bolsas transparentes ya no llaman la atención. A veces llevan polvo, restos, una promesa rota. Caminan entre los niños que van a la escuela, las madres que van por pan, los adultos mayores que matan la tarde en una banca. Nadie pregunta de dónde vienen. Nadie las recoge. En silencio, el narcotráfico se volvió parte del paisaje.

El sociólogo Matías Rodríguez, en una reciente columna publicada en El Pincoyazo, escribió algo que resuena:

“Me niego a aceptar que las bolsas con droga se vuelvan parte del paisaje urbano, como si fueran simples papeles de helado tirados en la calle. Propongo algo sencillo pero poderoso: no miremos hacia otro lado. Denunciemos. Avisemos. Conversemos en la junta de vecinos, en el colegio, en la feria. Exijamos que la Municipalidad actúe con rapidez. Involucrémonos como comunidad.”

Tiene razón: mirar de frente este problema es urgente. Pero junto a esa denuncia hay otro rostro, silencioso y persistente, que pocas veces aparece en el debate público: las comunidades evangélicas que enfrentan al narcotráfico con fe, con comida y con acompañamiento. No tienen recursos, pero tienen algo que el Estado olvidó entregar: presencia.

Donde el Estado se retira, la fe ocupa el territorio

Las bolsas no solo hablan de consumo; son también una evidencia del abandono. Donde el Estado se replegó, la fe ocupó el territorio.

El pentecostalismo popular —ese que no necesita catedrales ni vitrales— usa casas como templos, patios convertidos en altares, comedores que entre semana sirven porotos y los domingos se llenan de cánticos. Son familias que abren su casa para ofrecer refugio a quienes llegan con el alma cansada y el cuerpo dolido.

En esos espacios, servir un plato de comida es servir esperanza. Escuchar al silenciado es darle voz. Acompañar al que sufre es, en los márgenes, una forma concreta de hacer política sin decirlo.

La fe como refugio y comunidad

No es casual que las iglesias crezcan donde la institucionalidad se borra. Allí, el pastor no es solo guía espiritual: es vecino, mediador, consejero, y a veces también terapeuta. El templo —esa mediagua que vibra con el coro y el pandero— se vuelve punto de encuentro, contención y organización.

El teólogo y antropólogo Nicolás Panotto lo ha planteado con claridad: en los barrios, la religión no es solo rezar, sino una forma de organizar la vida cuando el Estado no aparece. Las iglesias de base son refugios, comedores y redes de cuidado donde la fe se vuelve acción colectiva.

En esos lugares, la fe no se predica: se practica. La oración se mezcla con la olla común, el canto con la ayuda mutua. Y cuando alguien cae en la droga, no se le expulsa: se le acompaña.

La historiadora María José Concha Candia observa algo similar: muchas personas con problemas de adicción encuentran en las iglesias evangélicas una forma de rehabilitación y acompañamiento que el Estado no ofrece. En esos espacios, la fe se convierte en un camino de redención y reconstrucción personal —no desde el castigo, sino desde la contención y la comunidad.

La fe, en esos barrios, se volvió una forma de cuidado colectivo.

El poder político de lo invisible

No hay cámaras ni aplausos. Solo mujeres que cocinan, hombres que reparten panfletos bíblicos, jóvenes que tocan la guitarra para mantener a otros lejos de la calle y del tráfico. En lo cotidiano, ahí donde el Estado no llega, el evangelio se convierte en resistencia.

Por eso, más que caricaturizar o mirar con desconfianza a las iglesias evangélicas —que hoy “hacen la pega” en los territorios más golpeados— deberíamos reconocer su rol como un termómetro de la democracia.

Donde aparece un templo improvisado, hay una ausencia estatal que se hizo costumbre. No se trata de idealizar la fe, sino de entender lo que revela: la capacidad de los pobres de organizarse y cuidar al otro cuando el Estado los deja solos.

Aunque no siempre hablen de política, su acción es profundamente política. Cada culto, cada comida compartida, cada oración en una pieza húmeda es una forma de decir: seguimos aquí, aunque nadie nos mire.

Creer como forma de resistencia

Creer, en esos barrios, es resistir. Reconocer la fuerza política que habita en la fe. En los lugares donde la institucionalidad llega tarde, la fe llega a tiempo.

Y en ese tiempo —el del encuentro, la esperanza y la acción— los pobres siguen haciendo lo que la democracia olvidó: cuidar al otro, sin presupuesto ni permiso.

Quizás por eso, entre las bolsas que el viento arrastra, todavía se escucha un canto: el de quienes, incluso en el abandono, siguen creyendo en la vida compartida.

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