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Filosofía política de la letra: género y universidad. Entrevista de Alex Ibarra a Cecilia Sánchez

Cecilia Sánchez C.S), filósofa y ensayista, docente de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Entrevistada por Alex Ibarra Peña (A.I) Colectivo de Pensamiento Crítico palabra encapuchada.

A.I: Cecilia, parto agradeciéndote esta posibilidad que me das para esta entrevista, como siempre es un gusto poder conversar contigo. Hace unos años se te consideraba una filósofa emergente, pero en los últimos años, esa sensación ha cambiado, y al menos yo, no tengo dudas de que eres una de las figuras más representativas de la filosofía chilena. ¿Crees que en este reconocimiento a tu trabajo es importante la publicación y valoración que se la ha dado a tu libro sobre la filosofía en Chile? ¿Cómo ves tu acierto investigativo considerando la distancia que ahora te da el tiempo?

C.S: Alex, agradezco mucho tu reconocimiento, aunque en modo alguno creo ser la más representativa. Celebro que estés probando con las entrevistas para dar a conocer y poner en la esfera de lo público el pensamiento y las impresiones de quienes se dedican a la filosofía en Chile en el momento actual. En cuanto a tu pregunta, el libro que mencionas lo comencé a escribir durante la dictadura y fue publicado recién el año 1992. Dado que su desarrollo y publicación contó con el apoyo del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC), en ese momento a cargo de Enrique D’Etigny, puede decirse que su origen es extrauniversitario, es decir, es más de la sociedad civil que del sistema universitario que en ese momento de ningún modo lo habría acogido. De modo implícito, el libro recoge la biografía de quienes vimos desaparecer el Estado de Derecho y experimentamos el desmembramiento de la Universidad de Chile y -con ello- la crisis del concepto de universidad. Desde principios y mediados de los años 80, filósofos como Pablo Oyarzún, Patricio Marchant, Willy Thayer, Iván Jaksic, entre otros, realizan estudios y exámenes de la situación de la filosofía en Chile. En el contexto de replanteamiento de este ejercicio (que no era sólo de Chile), antes de publicar el libro recibí importantes comentarios de parte de Patrice Vermeren y Stéphane Douailler, Laurence Cornu, Jean Claude Pompugnac, incluyendo a Jacques Derrida. Para todos ellos, el tema de las prácticas de la enseñanza filosófica y las políticas educacionales revestían mucha importancia, en especial porque se encontraba muy vigente la vocación de pluralidad del Collège International de Philosophie, abierto a reflexiones y discusiones de la filosofía en todas partes del mundo. Extraoficialmente, recibí algunos comentarios críticos de quienes se mantenían en la corriente heideggeriana en Chile, debido a que mi estudio tiene una orientación investigativa y entra en relación con períodos históricos que sirven de contexto para abordar, de modo empírico y conceptual, la configuración universitaria e institucional de la filosofía en Chile desde el siglo XIX hasta finales del siglo XX. Quien lea el libro puede apreciar que se trata de una investigación fechada y que, por lo mismo, pone entre paréntesis la abstracta universalidad de la filosofía. Hoy es menos problemático leer el pensamiento de autores como Foucault, Benjamin, Rancière o Arendt, quienes entrecruzan el pensamiento con acontecimientos políticos, técnicos o económicos. Por lo tanto, se resiste menos que el pensamiento se pueda entender desde diferentes lugares político-epistemológicos de enunciación y que el saber se relacione con emergencias y modelos culturales. Quienes sí le dieron una generosa bienvenida al libro, aunque no exenta de críticas, fueron, entre otros, Eduardo Devés, uno de los presentadores, junto con Carlos Ruiz y Humberto Giannini. También recibí comentarios muy útiles de parte de Carlos Ossandón, Mario Berríos, Ricardo Salas y Javier Pinedo, quienes me hicieron prestarle atención al corpus de lo que se ha discutido y entendido como “pensamiento latinoamericano”. Uno de los criterios que utilicé para hablar de la filosofía en Chile se centró en la pregunta por la relación de subordinación o autonomía entre el Estado, la Universidad y la Facultad de Filosofía, según fue planteada por Kant en El conflicto de las facultades. Este criterio me llevó a fechar la creación del Departamento de Filosofía y a prestarle atención a los tipos de razonamientos y debates suscitados al interior de la Universidad. Bajo estas circunstancias, me remití a algo todavía más modesto: me interesaba prestarle atención a los estilos de razonamiento que pueden apreciarse en la confección de los programas de estudio y a su manera de ponerse en relación con los problemas del mundo. Me interesaba establecer que lo que usualmente se programa de modo técnico, como itinerario de aprendizaje, es al mismo tiempo una filosofía implícita de la que dependían las modalidades de la enseñanza y las formas de escritura de la filosofía tanto escolar como universitaria. En cuanto a la autonomía de la que depende este saber, en el siglo XX ya no podía decirse que lo que se programaba en los departamentos de filosofía obedecía a imposiciones del poder político o eclesiástico, como sí ocurrió en el siglo XIX con el tomismo y el positivismo. Sin embargo, durante la dictadura, el poder político nuevamente interfiere en los programas de estudios universitarios y escolares y determina qué profesores podían enseñar y qué materias podían dictarse. En la actualidad, es más o menos evidente que la autonomía, muy relativa, que llegó a implementarse en las universidades chilenas entre los años 30 hasta el Golpe de Estado, se perdió completamente (si es que alguna vez existió). Si se lee a Theodor W. Adorno, el diagnóstico es lapidario, ya que: “Ninguna filosofía escapa ya al mercado”. En nuestro caso, a la imposición militar la sigue la del mercado, irrumpiendo no sólo en las universidades privadas, también las públicas y las instituciones que financian la investigación se rigen por criterios productivos que van en desmedro del pensar autónomo. Este es un tema que desarrolla actualmente José Santos, uno de los filósofos que en su reciente libro examina de manera cartográfica las condiciones en que se ejerce la filosofía en los últimos años.

A.I: Como sabes, en mi libro sobre la filosofía analítica en Chile y en esta serie de publicaciones que vengo haciendo para LMD, la entrevista viene a ser una herramienta para el pensamiento crítico. Tu libro sobre la filosofía chilena fue, podríamos decir, pionero en considerar esta herramienta metodológica. ¿Cómo llegaste a la idea de incorporar la entrevista en tu trabajo? ¿Qué valor le entregas a la entrevista para el desarrollo del pensamiento crítico?

C.S: Como formato, la entrevista es un género referencial que resulta muy paradójico si se asume la filosofía desde allí, ya que se considera un género “menor”. En cambio, la filosofía es un discurso “mayor”, incluso puede decirse que el mayor de todos. Quizás este sea el motivo por el cual el formato de la entrevista tiende a ser poco utilizado en nuestro medio, dado que nos oponemos a siquiera rebajar un poco un discurso que se concibe desde la impronta de la alta cultura. No es así en Europa u otros lugares. Para citar algunos ejemplos, en Francia, Foucault, Deleuze, entre otros, la usan en algunos de sus libros; en el caso de Alemania, es muy conocida la curiosa entrevista de Habermas a Marcuse. En Chile, conozco (por internet) las realizadas por Iván Jaksic y Max Figueroa a Humberto Giannini; también he leído la encuesta- entrevista sobre la situación de la filosofía al final del siglo XX realizada por Raúl Fornet-Betancourt a Roberto Torretti (publicada por el entrevistado en su libro Estudios filosóficos 1957-1987). El resto de las entrevistas, tienen como nuevo ingrediente el de ser audiovisuales, la mayoría realizadas en medios informativos por periodistas profesionales o de modo independiente por estudiantes. En mi caso, en Una disciplina de la distancia procuré utilizarla para remediar o suplir, si es que eso es posible, un problema de memoria, por así decirlo, del período comprendido entre los años 60-70. Antes de recurrir a la entrevista busqué en muchos documentos, libros y artículos alguna referencia a este período y pude constatar el escaso interés que tienen los/las filósofos/as chilenos/as de relatar sus experiencias o revelar aspectos de su intimidad en entrevistas, memorias o diarios íntimos, salvo muy contadas excepciones. Esas excepciones, bien se sabe, son Luis Oyarzún, Humberto Giannini y Patricio Marchant (en el siglo XXI habría que mencionar a José Santos). En relación con esta suerte de recato o compostura, me llamó mucho la atención leer, de Pedro León Loyola, Hechos e ideas de un profesor; libro escrito en tercera persona acerca de su propia biografía, desde el tiempo único de un narrador que devela el transcurso de una historia de modo neutro. Esta suerte de neoclasicismo, reconocible ya en Andrés Bello y Victorino Lastarria, es patente en el ámbito chileno de la filosofía, ya que lo que resulta problemático es hablar o escribir en primera persona, reticentes a reconocer que estamos atravesados por la dualidad de lo público-privado de la modernidad en varios sentidos. En la esfera de la cultura, se produce una irresolución entre hacerme ver como una persona pública o exponerme como yo privado, porque se vacila entre exhibir lo que me agrada o me molesta o bien atenerme al registro de los hechos de modo neutro. Una de las pocas excepciones parece ser Luis Oyarzún, quien en ciertos aspectos de su pensamiento acude al diario de vida y usa el tono íntimo que lo caracteriza. Leonidas Morales, prologista y editor de su diario de vida, dirá que tal vez se deba a su homosexualidad la elección de un género que, en Chile, fue mayormente ocupado por mujeres debido a su marginalidad. La escritora argentina, Silvia Molloy, es muy certera en su libro, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, cuando señala que hablar o escribir en primera persona es una cuestión de actitud que problematiza las validaciones de los discursos hegemónicos en Hispanoamérica. En las entrevistas que realicé lo que más me interesó es la verbalización del recuerdo de ciertos fragmentos de un período que se escapó del todo de la memoria escrita. En el caso de los/as entrevistados/as, se produjo la conversión de la memoria en relato, una fabulación que daba poca cabida a la universalización o al ideal cognitivo desde donde se lee la filosofía. En este sentido, puedo decir que sí fue una buena “herramienta”, como tú dices, porque me introdujo en experiencias como el método de Grassi, en los debates políticos del período y también en las reverencias que se les daba a ciertos profesores y a ciertos filósofos, aunque reconozco que se me escapó de las manos la transcripción de estas entrevistas. En cuanto a si la entrevista puede llegar a ser una herramienta del pensamiento crítico, respondería que depende de lo que se entienda por “pensamiento crítico”. Para mí era importante salir del formato de los discursos magistrales y aproximarme a lo más doméstico o a lo que se cree son minucias del ejercicio de la filosofía en su enseñanza, pues creo que en Chile su instrucción se encuentra muy prisionera de los grandes discursos y tiende a no apreciar las pequeñas prácticas que la rigen.

A.I: En conversaciones más informales te he dicho que eres una filósofa “border”, con la intención de hacer notar ese horizonte de fusión entre la filosofía y la literatura principalmente. Otro de tus libros hablaba de “ensayos cruzados”. ¿De dónde parte tu motivación de cruzar la filosofía con las áreas artísticas? Sin duda evidencias un interés por la estética, ¿la preocupación por la estética te interesa desde una dimensión política?

C.S: En el libro Escenas del cuerpo escindido es donde he sido más explícita en el rechazo a los campos de saberes disciplinarios ordenados por objetos propios porque se pierde la posibilidad de hablar de temas intersticiales o “border”, como tú denominas al gesto de abrirse al cruzamiento con la literatura y, agregaría, a dejar irrumpir el cuerpo. Al contrario, cuando se acentúa lo propio de cada disciplina, en cierto modo, ese saber delimitado por fronteras rígidas se asemeja a la organización de una familia homogénea, con su derecho de propiedad sobre el sentido, con el dominio del lenguaje propio y de sus propios horizontes. En mi caso, me opongo a formar parte de una familia restrictiva, ya que la mayor fidelidad que debemos tener cuando pensamos es con respecto al mundo y sus contaminaciones. Hace algunos años Carolina Pizarro, académica del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA), me invitó a participar en un coloquio titulado “Un pie aquí y otro allá”, cuyo propósito era referirse a la validez del ejercicio transdisciplinario. Acepté de inmediato porque me interesó que este nombre asociara la multiciplicidad de saberes con el desequilibrio de un cuerpo que carece de sustento. Un cuerpo así, sin piso, anda buscando donde afirmarse; busca sustitutos para apoyar el pie en un lenguaje que ya dejó de creer en las reglas discursivas acostumbradas. De modo semejante, la literatura (en un sentido amplio) es para mí un lugar alternativo donde siempre se puede buscar poner el pie; sobre todo en Latinoamérica, donde la poesía, la narrativa y las crónicas del siglo XIX y del XX nos hacen comprender el lenguaje, la política y el pensamiento de un modo que jamás podrá abordar la filosofía.

A.I: Reuniendo tu preocupación por la filosofía chilena y por el tema de género. ¿Nos puedes comentar algo sobre la filosofía hecha en Chile por mujeres? ¿Quieres señalar alguna dificultad específica a tu desarrollo profesional en cuanto mujer?

C.S: Primero, creo necesario recalcar que la forma en que las mujeres se relacionan con la filosofía todavía depende de una ideología patriarcal, cuya estructura se enmarca en un conjunto de oposiciones que han tenido efectos excluyentes. Entre los más gravitantes, están los dualismos público/privado, razón/pasión, visible/invisible, naturaleza/cultura, materia/forma, pasivo/activo, humano/animal. Menciono estos binarismos porque varias de las mujeres que intentan participar en la filosofía han debido denunciarlos para poder incluirse en dicho campo. A modo de ejemplo, basta con señalar la capacidad de palabra del “animal político” (zóon politikón), celebrada por Aristóteles por tratarse de una virtud humana que permite una relación de libertad entre iguales. En cambio, a las mujeres les recomienda como virtud hablar poco, debido a que su “silencio es un ornato” (Política); es decir, es masculino hablar de modo público y es femenino callar en este espacio. Este silencio también es exigido a las mujeres por religiosos y hombres de la cultura, entre ellos, San Pablo que solicita a las mujeres silencio en la iglesia y Schopenhauer que lo pide en el teatro. Hoy se ha reconocido que las mujeres hemos padecido un tipo de dominio que nos ha confinado a quehaceres de tipo doméstico-maternos como el servicio, el cuidado y la nutrición, bajo un silencio parecido al que se les impuso a los esclavos. En la época de la modernidad, pareció natural hablar del “bello sexo” como menor de edad y sin ningún deseo de llegar a la adultez, según lo dice un poco al pasar Kant en su texto sobre la Aufklarüng. Incluso hoy, quien quiera hablar en la esfera de lo público debe sonar con una voz de tipo patriarcal, es decir, usar el tono fuerte de la voz falocrática. Luce Irigaray dirá que la reducción de lo femenino a figura materna ha tenido como efecto que su voz suene demasiado “chillona” como para suscitar alguna inquietud en el espacio público. Por este motivo, algunas feministas formulan su crítica a la filosofía sobre la base de un desmontaje del “falocratismo” o del predominio del “Espíritu” o de la “Humanidad” como categorías homogeneizadoras que encubren un dominio masculino que produce la borradura de la politicidad de lo privado. Desde el punto de vista de la cultura y la raza, surgen como nuevos temas los feminismos poscoloniales y decoloniales. Si nos remitimos a Chile, en el período de formación de la república se encuentra un antecedente importante de señalar cuando se habla del ingreso de las mujeres en la educación, dado que el ingreso de las mujeres en la cultura dependió del modo en que el positivismo, en especial el concebido por Valentín Letelier, buscó administrar el espacio educativo que comenzó a representar el "domicilio"; lugar privilegiado en el que se forman opiniones y costumbres que pueden preparar la ruina de las instituciones, según el autor. Este es el momento en que comparecen las mujeres en la escena educativa, ya que Comte y sus seguidores en Iberoamérica se propusieron "cientifizar" el papel de la madre, debido a que, más que engendrar y nutrir, su cometido es educar: ser la maestra de sus hijos. Bajo tales argumentos se le exige al Estado una instrucción igualitaria para los dos sexos. Antes, a las mujeres se las entregaba una educación religiosa o, en el caso de las mujeres de elite, dependían de la socialización en el salón del hogar en el que participan de las conversaciones y tertulias con sus maridos e invitados. Letelier entiende que las mujeres merecen ser dirigida por los mismos principios morales y sociales que los hombres, pero el destino de tales principios no es más que "el techo doméstico"; único lugar donde debe desarrollarse la misión social de la mujer en tanto que madre y esposa. Si bien en 1887 se promulga en Chile un decreto que permite el ingreso de las mujeres a los estudios universitarios, Letelier propone que esta posibilidad la asuman sólo las “solteronas” y las “viudas”, para, de este modo, no perturbar el rol educativo de las madres. En el contexto de la nueva inclusión educativa y de la socialización del rol de madre, Amanda Labarca ha sido considerada una de las primeras mujeres cuyo pensamiento giró en torno a la doble cuestión de la nueva pedagogía humanista y del feminismo que disiente de los estereotipos conservadores de la identidad femenina en el marco del pensamiento ilustrado. No obstante su feminismo, Alejandra Castillo enfatiza que ella le impone restricciones al derecho a voto de las mujeres y asocia la domesticidad de la madre al altruismo de la maestra. He necesitado dar este rodeo para poder referirme al ingreso de las mujeres en la filosofía institucional. Ya que no se trata sólo de dar nombres, sino de hacer patente las dificultades existentes para abrirles a las mujeres el espacio de la cultura en el contexto del espacio público. Por lo mismo, más que apertura, me parece que ha habido una apropiación de este espacio desde mediados del siglo XX, cuyo primer nombre de importancia en virtud de la calidad de sus estudios y publicaciones es el de Carla Cordua, quien ingresa a este tipo de estudio el año 1948. En una entrevista sobre las mujeres filósofas en España y América Latina que, de modo azaroso encontré en una librería de libros usados en Francia, con mucha reticencias Cordua le revela a su entrevistadora, Zdenek Kourim, que una de las dificultades que encuentra una mujer en esta área es la obtención de un puesto de trabajo, a la que se añade la de ser aislada por su grupo de colegas y la de efectuar un trabajo que no interesa a nadie. Así, las dificultades enumeradas se resumen en la frase que sigue: “El trabajo de una mujer en esta profesión será, en general, invisible”. Parte de lo que estoy diciendo lo publiqué en “Ingreso de las mujeres chilenas en la filosofía. Problemas de visibilidad y de estilos” (publicado en 2008, editorial Catalonia, en el libro Mujeres chilenas. Fragmentos de una historia, cuya editora es Sonia Montecino). La confesión de Carla Cordua en la entrevista mencionada es una de las más fuertes que he podido leer de parte de una mujer-filósofa en Chile. Conozco varias experiencias de este tipo, narradas off the record por las involucradas, pero al no estar publicadas no me resulta ético exponerlas. En mi caso, la más explícita de las dificultades que he experimentado me ocurrió como alumna de un seminario sobre Hegel dictado por un profesor de prestigio, quien, ante mi presencia y la de una amiga en su clase, exclamó que es impropio de las mujeres estudiar filosofía. Con esa frase quedamos brutalmente excluidas del curso, aunque –porfiadas- seguimos asintiendo a clases, sorprendiendo también a nuestros compañeros que figuran como testigos. Por cierto, hay una serie de otros episodios, explícitos e implícitos, que te hacen sentir excluida: desde no ser citada ni ser tomada en cuenta para un puesto de trabajo; frases de burla frente a los temas de género y el rechazo a la propuesta de incorporarlos en los estudios formales de la licenciatura. En todo caso, la exclusión no sólo es externa o social, también es intrafilosófica, como mencioné al comienzo. En cuanto a los nombres de quienes han incursionado en los estudios de género y del feminismo cabe mencionar a Olga Grau, Alejandra Castillo, Marta Vitar, Felicitas Valenzuela, María Isabel Peña, Pamela Soto, Patricia González, Pía Romero, Inger Flem, Rosario Olivares, entre otras. Con independencia de los temas de género pero preocupadas de las mujeres de la esfera de la cultura o filósofas, se puede mencionar a Patricia Bonzi, Cristina Hurtado, Susana Münnich, Valentina Bulo, Giannina Burlando y Verónica González, entre otras. Me interesa dar estos nombres porque gran parte de ellas formaron parte del coloquio (en el que me incluyo) titulado “Filósofas en con-texto” (2014), uno de cuyos propósitos fue reclamar contra la discriminación y sub-representación de las mujeres en este ámbito, además de dar testimonio del quehacer realizado en un contexto cultural como el chileno. También participaron filósofos como José Santos, Cristóbal Durán, Maximiliano Figueroa, Marcos Aguirre y Braulio Rojas. Se encuentra en preparación el libro en el que se darán a leer las cuestiones que allí de discutieron.

A.I: También te has interesado por la filosofía latinoamericana. ¿Cuáles son los temas que aquí más te interesan y los autores que más frecuentas? ¿Cuál es tu valoración de la redes de investigadores en torno al pensamiento latinoamericano?

C.S: Como señalé más arriba, comencé a interesarme en la filosofía latinoamericana cuando realicé la investigación sobre las condiciones institucionales de la filosofía en Chile. Al momento de desarrollar este estudio mi dilema fue con la palabra “Chile”, me pregunté cómo hacer para que el país operará como una condición en vez de una esencia y que tampoco no apareciera disociado del resto de América Latina y del mundo en general. En medio de esta disyuntiva, me encontré con algunos escritos de filósofos chilenos sobre Latinoamérica. Uno de esos autores es Luis Oyarzún, en especial su libro Temas de la Cultura Chilena. Aunque su énfasis es más literario que filosófico, me entregó algunas pistas para establecer mis próximos trabajos en el ámbito de Latinoamérica. Igualmente pesó el debate entre Humberto Giannini y Joaquín Barceló sobre la posibilidad de filosofar en Latinoamérica. En el ingreso a este tipo de tema también influyen Carlos Ossandón, Eduardo Devés, Ricardo Salas, Javier Pinedo, quienes en sus escritos trabajan desde lo que en ese momento se entiende por Historia de las Ideas. Por muchas razones, no me convence del todo el planteamiento por países que lo caracteriza y la racionalidad historicista en que se apoya esta perspectiva, pero entendí la importancia de estudiarla como una tradición cultural o como un proyecto que buscaba pensar la relación entre ciertas recepciones del pensamiento europeo y las circunstancias sociales, políticas y étnicas de su adaptación, adopción o traducción en Latinoamérica. Algunos de los autores que comencé a leer bajo esta perspectiva fueron, entre otros, José Gaos, Augusto Salazar Bondy, Leopoldo Zea, Arturo Ardao, José Vasconcelos, Francisco Romero, Enrique Dussel. En sus reflexiones, estos autores conducen a la lectura de nuestros “fundadores”, según se denomina a los autores de mayor relevancia del siglo XIX asociados a la construcción de los Estados-nación. Entre los que más me interesaron, puedo mencionar a Andrés Bello, Victorino Lastarria, Simón Rodríguez, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi y José Martí; posteriormente, comencé a leer a Arturo Roig. Entre los del siglo XX, encontré que los planteamientos de este último eran muy superiores a la mayoría de los historiadores de las ideas, ya que tenía más conciencia de lo que era una crítica y establecía parámetros como para establecer una comunidad filosófica a nivel latinoamericano. Luego de conocerlo en persona y de regalarle mi libro sobre la institucionalización de la filosofía en Chile, recibí la propuesta de escribir para la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía un artículo titulado: “El surgimiento de los Estados-Naciones y las políticas pedagógicas como herramientas de integración social y de control en Iberoamérica”. Con este título escribí por primera vez bajo el concepto de Iberoamérica, nombre que se ocupó en el libro para no dejar fuera a Brasil. Con relación a este tema, fue un gran descubrimiento conocer La ciudad letrada, el libro póstumo de Ángel Rama, y Desencuentros de la modernidad, de Julio Ramos. Ambos autores utilizan argumentos filosófico-literarios para examinar los problemas fundadores de la cultura latinoamericana vinculada a una modernidad muy difícil de explicar desde la óptica puramente europea que estudiamos en los departamentos de filosofía. Hoy el pensamiento latinoamericano tiene nuevos ingredientes que le han permitido validarse en relación a problemas contemporáneos del poder como el de la colonialidad y la poscolonialidad. En esta línea, los autores que actualmente leo son Raúl Fornet-Betancourt, Santiago Castro- Gómez, Aníbal Quijano y Walter Mignolo.

A.I: Hace poco publicaste un libro sobre cuestiones relacionadas a la letra en cuanto política de la escritura, para esto visitaste autores decimonónicos. Si no me equivoco tus intereses más conocidos habían sido autores del siglo XX y en este libro visitas el XIX. ¿Qué te motivó a realizar ese tránsito? ¿Ves algunas relaciones que pudieran hablar de una cierta tradición filosófica que manifiesta continuidad? ¿Esto de la política de la escritura tiene algún rendimiento en torno a factores que determinan los modos de producción escritural en la actualidad?

C.S: Como siempre, me haces varias preguntas en una. Por cierto, están muy bien relacionadas, aunque no sé si puedo abordar, en todo lo que quisiera, estas cuestiones. Ante todo, te confirmo que la relación conflictiva la letra y la escritura es efectivamente el tema de mi último libro; pero, a la vez, este tema contiene varios problemas que comencé a identificar cuando desarrollaba mi primer libro sobre la filosofía en Chile. Para mí fue un gran hallazgo encontrarme con la obra de Ventura Marín y Miguel Varas. El primero de ellos elabora uno de los primeros programas laicos o republicanos de la filosofía para ser desarrollada en el Instituto Nacional. Comprender lo que estaba en juego en ese programa, los autores citados y las opciones destacadas no era fácil si es que no ingresaba de lleno en el siglo XIX chileno y latinoamericano, período que se caracteriza por la recepción de autores del siglo XVIII de ciertas corrientes anglo-francesas; conocerlas fue otro desafío. Tal es el caso de Andrés Bello, Simón Rodríguez, Félix Varela, por nombrar a algunos de los autores gravitantes. Es complejo explicar el proceso mental y cronológico que suscitó varias de mis preguntas. A mi juicio, algunos de los temas actuales sobre la filosofía, su modo de escritura y su opción por una racionalidad deductiva se gestaron en las discusiones sostenidas a lo largo del siglo XIX al momento de establecerse los Estados –nación en Hispanoamérica. De este modo, leyendo a Bello y a Marín, en especial sobre el tema de la gramática universalista y de la lógica sensualista que se deshace de todo tipo de localismo para erigirse en el lenguaje racional, arribé al significado que tiene la palabra “letra”; próximo al sentido que le entrega Ángel Rama en La ciudad letrada (2004), debido a que Iberoamérica (antes de autodenominarse Latinoamérica) queda inscrita en la concepción renacentista de la cultura universal que la concibe en los términos de una tabla rasa o página en blanco. El sensualismo y sus precursores, así como el movimiento de los “ideólogos”, denomina a la forma universalista de pensar “racionalidad fría” (ver autores como Arnauld y Lancelot, de la Abadía Port-Royal, Rousseau, Locke, Condillac y Destutt de Tracy, estos últimos leídos con atención en Bolivia, Argentina, Cuba, Venezuela o Colombia, Brasil, Chile, entre otros). Bello se sitúa en un término medio entre el sensualismo y el neoclacisismo, tan bien retratado este último por Julio Ramos a propósito de su preferencia por el “saber decir” de las Bellas Letras. Estas corrientes son las fuentes de lo que se ha querido entender como “monolengua” o “lengua fraterna” (Bello), cuya lógica gobierna a la escritura pública o estatal, a los contratos económicos, a las disciplinas con poder de vida y muerte (medicina y derecho penal), a la escritura de las constituciones, de los planos urbanísticos, etc. Algunas de estas escrituras son magistralmente referidas por Roa Bastos en Yo el Supremo, novela que examino en el libro. Por cierto, al interior de esta discusión hay muchas discrepancias, los casos más extremos son Simón Rodríguez y Félix Varela que proponen un lenguaje transparente, sin metáforas y carente de toda retórica, cuyo fin es oponerse a los poderes coloniales. Están también las discusiones literarias entre Sarmiento y Bello. El primero contra los neologismos y localismos al momento de fundar la comunidad de la lengua, el segundo a favor, aunque con matices. Bajo este contexto, cabe entender la resistencia de Ventura Marín y de Miguel Varas a la escritura con estilo, principalmente porque se ponía en peligro a la razón de las ciencias. Asimismo, lo que en el libro denomino “escritura” es lo que los autores racionalistas establecen como escrituras “pasionales” o “incivilizadas”, por contraste con la lengua “fría”. Esto explica el conflicto entre lo incivilizado y lo racional, entre el murmullo y el rumor, lo vivo y lo muerto, oposiciones que me interesó examinar en varias novelas latinoamericanas y en algunas obras de José Martí, Rubén Darío, José María Arguedas, Juan Rulfo, Joao Guimarães Rosa, incluida La amortajada de María Luisa Bombal que, según se dice, inspira la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo. La modalidad gráfica que utilicé para referirme a este conflicto fue la cursiva. La usé especialmente para dar cuenta de las palabras raras, incivilizadas, locales o extranjeras; para, así, establecer el problema de una lengua menor sometida a una mayor. Esto, que puede leerse como un problema del siglo XVIII y XIX, me parece que actualmente se ha generalizado. La monolengua es hoy el inglés, por contraste, el castellano es una lengua menor destinado a desaparecer, según el vaticinio del lingüista Rufino José Cuervo que el escritor Fernando Vallejo pone en escena en su reciente novela El cuervo blanco. En fin, estos son algunos de los temas en juego en el libro, por cierto hay mucho más, pero es difícil dar cuenta en esta entrevista del espesor más contemporáneo de este problema. Me resta agregar que, efectivamente, el siglo XIX, chileno y latinoamericano, es una fuente inagotable de problemas y cuestiones que también son examinados por Carlos Ossandón, de quien admiro su persistencia en los temas de Latinoamérica y de por qué para examinarlos se debe uno aproximar a la literatura sin que eso signifique salir de la filosofía.

A.I: Actualmente ocupas un cargo directivo en la Asociación Chilena de Filosofía (ACHIF) y eres una de los miembros que está presente desde su origen. Sin duda esta institución ha logrado reunir producción y calidad investigativa, ¿crees que la ACHIF es una institución que debe mantener como principal criterio esa preocupación académica? ¿cuáles son los logros y las tareas pendientes que visualizas?

C.S: Una de las razones por las que apoyo a la Asociación Chilena de Filosofía es porque en poco tiempo logró instalar una modalidad democratizadora para promover de modo abierto el discurso filosófico en diálogo con un país invitado, además de dar a conocer las nuevas investigaciones bajo diferentes modalidades de exposición, incorporando alumnos de posgrado y una mesa con alumnos secundarios. Si comparamos esta Asociación con la antigua Sociedad de Filosofía, hay un tremendo avance, ya que esta última estaba subordinada a una elite escasamente convocante de la comunidad filosófica. En tiempos de la dictadura, esta Sociedad disminuyó sus actividades hasta su casi extinción. Pese a la importancia de esta apertura, faltan muchos aspectos que desarrollar. Gran parte de ellos requieren de un respaldo económico que en este momento es uno de sus grandes limitantes. Por el momento, cumple el cometido de reunir a quienes ejercen la filosofía en una comunidad más amplia que el estrecho ámbito de las universidades que se relacionan competitivamente. En mi opinión, es esperable que esta democratización se acreciente y que, además, se pueda publicar -ya en papel o electrónicamente- las actas de, al menos, algunos de sus encuentros. También es deseable la promoción de temas nuevos y que se tenga más conciencia del contexto de producción actual de la filosofía y de su relación con otras disciplinas.

A.I: Por tu desempeño profesional has trabajado en distintas universidades. Hoy nos encontramos en un contexto en el cual el tema de la universidad es una cuestión que preocupa y que se discute. ¿Qué opinas de la fragilidad laboral al interior de las universidades? ¿Crees que la universidad es una institución que evidencia signos de crisis?

C.S: En mi opinión, actualmente experimentamos la así denominada crisis de la universidad y de la escuela “a la manera chilena”, como yo la llamo, pese a que, a nivel planetario, el saber experimenta una conmoción bastante radical desde mediados del siglo XX. Si tuviera que situar el período de la manera chilena de vivir la crisis de la universidad, diría que comienza al poco tiempo de la fundación de la Universidad de Chile. Inspirados en Víctor Cousin, Andrés Bello y Mariano Egaña la organizan bajo los preceptos de la ley napoleónica sobre la base de una Superintendencia de la enseñanza en todas sus ramas y también bajo la forma de la Academia. Como Superintendencia, el cometido es propiciar la unidad del Estado nacional mediante la actividad docente. En tanto que Academia, se esperaba de la Universidad investigaciones originales y debates, además de establecer como disciplina racionalizadora a las letras y la gramática. Sobre el aspecto académico y el de la investigación, me interesa subrayar su corto alcance, ya que en poco tiempo este ideal se desecha, en parte porque nunca existieron académicos y porque la actividad docente y la académica siempre han rivalizado. Pese a que el aspecto investigativo figuró en su fundación, lo que de modo decisivo pesó en su diseño es la instalación de “conocimientos útiles”, según señala Bello en su discurso inaugural. Como bien acota Julio Ramos, en la concepción de su primer Rector nunca estuvo presente considerar a la universidad un recinto de la “cultura desinteresada”, como sí lo fue para Rodó, entre otros pensadores latinoamericanos. Esta -todavía muy primaria- forma de organización del saber se parece muy poco a la creación de la Universidad de Berlín, en la que se legitimaba al saber como un fin en sí mismo. En este último caso, el sabio o académico debía surgir de la libertad académica. En Chile, en cambio, la autonomía de la universidad se supedita a los cometidos de su Patrono, el Presidente de la República, quien nombra a los catedráticos, rectores y funcionarios. Estos serían los letrados o burócratas modernos, constituidos como ejecutantes del mandato de las instituciones y del poder en general. Esta concepción colonial del saber, sobre la que Ángel Rama reflexiona en La ciudad letrada, persiste en las universidades latinoamericanas, desde donde se establece la enorme distancia entre la lengua pública y la lengua de la plebe. De acuerdo a lo mencionado hasta el momento, lo problemático de nuestras instituciones del saber es el profundo divorcio entre la formación escolar, la profesional y la investigación académica; esto es lo que yo llamo la crisis a la chilena de la universidad y de la escuela, agravada por la falta de autonomía académica, la que por lo general no se comprende en todo su espesor político-epistemológico. En su Filosofía de la Educación, Valentín Letelier combina de modo ecléctico el modelo cousiniano del saber con el modelo del positivismo comteano. El resultado de esta combinación es aplicar un doble criterio a la escuela y a la Universidad: la instrucción primaria se destina a todos y dispensa sólo un mínimo de conocimientos sobre la base de verdades comúnmente admitidas. Por el contrario, la educación superior apela a la totalidad del saber, pero la entrega sólo a un pequeño número de estudiantes, a quienes impulsa a dudar y a participar en la discusión sabia para propiciar investigaciones originales. El por qué de esta diferenciación de criterios tiene que ver con la necesidad del gobierno temporal de una verdad compartida. Se trata de una doctrina común proveniente de las ciencias, producida por un intelecto público cuyo domicilio es la Universidad, considerada la “raíz” de la escuela, según la metáfora del árbol a la que le gustaba recurrir. El tipo de poder al que aspiraban quienes acudieron al modelo positivista tenía características especialmente antidemocráticas, aunque sus promotores se reclamaban grandes demócratas, puesto que se trataba de un poder cohesivo, capaz de disolver todo tipo de diversidad de perspectivas. Citando a Bello y a Letelier he querido hacer ver que estos autores, reconocidos organizadores del Estado docente en Chile, si bien certificaron el doble carácter profesional e investigativo de la universidad, fueron sobrepasados por la demanda de profesiones utilitarias y obligados a propiciar el cultivo de sus aplicaciones profesionales inmediatas (ingeniería, medicina, farmacia, pedagogía, entre otras). Con estas transformaciones, en mi opinión, la universidad pierde su carácter de tal, quedando reducidas a institutos profesionales. Tras la Guerra Fría, se acrecienta la conversión del saber en productividad, agravándose bajo el modelo neoliberal impuesto en el último tramo de la dictadura en Chile. Si bien el período de la Reforma Universitaria representó un momento de reflexión sobre el estatuto del saber y de su democratización en las sociedades modernas, estaba demasiado polarizada entre lo que se llamó la universidad militante y la universidad académica. Con la irrupción de la dictadura este movimiento terminó abruptamente, dejando como herencia escasas modificaciones. El neoliberalismo, asumido por la dictadura como una de sus más importantes modernizaciones, propició el amarre de la universidad al mercado y su lógica privatizadora, desplazando la concepción republicana que mal o bien había acompañado el desarrollo de las universidades. En el nuevo contexto mercantil, el saber se convierte en una mercancía y se vende según la legalidad del mercado, sin darle mucha importancia a la investigación y a la contratación de los académicos mediante concursos fiables. Carentes del subsidio estatal que ayudaba a financiarlas, hasta el día de hoy las universidades públicas y privadas compiten para sobrevivir a la espera de la así denominada “Reforma al Sistema Nacional de Educación Superior”, propuesta por el gobierno de la Nueva Mayoría. No sé si el gobierno actual entiende realmente el significado histórico-conceptual de la universidad, es de esperar que sí, aunque tengo mis dudas. En todo caso, esta breve cronología de la crisis a la chilena de la universidad me permite recalcar que, en cuanto a su democratización, se diferencia del resto de las universidades latinoamericanas. Comparte con sus pares en Latinoamérica el predominio de la profesionalización y de la tecnocracia, pero diverge con respecto al predominio de la autonomía y la investigación. Las sucesivas reformas para producir democratización y gratuidad tienen efectos principalmente en Argentina y México, aunque la conmoción que acecha a las universidades de todo el planeta amenaza con deslegitimarlas a todas, aunque se ubiquen en los primeros puestos del ranking de productividad. Como se ha dicho, las grandes ganadoras de estos puestos han sido las universidades del Asia Pacífico, sin que puedan legitimar su conocimiento por carecer muchas de ellas de autonomía. La conmoción planetaria que, desde hace algún tiempo afecta a las universidades en general, se relaciona con el cambio de estatus de la racionalidad y con una falta de límites para validarse. Derrida, Lyotard, entre otros, hablan del desbordamiento de la universidad y de la aparición de sociedades de investigación no universitarias, además de la tremenda influencia de los capitales públicos y privados en el estilo de las investigaciones, problema ya adelantado por Adorno y Horkheimer. Las nuevas formas de información y la constitución de bancos de datos le arrebatan a la universidad su privilegio de ser el centro del saber. ¿Quién juzga? ¿Cómo se escribe? ¿Cuál es la defensa a desarrollar para proteger el libre juicio del saber? Me parecen ser las nuevas preguntas que urge responder para poder seguir hablando de saberes fundados en la autonomía. Por cierto, no se trata de que la universidad se refugie en un interior inalcanzable, más bien que su relación con el mundo no cobre la dimensión de un pacto comercial con las empresas transnacionales y que la transmisión del saber no se limite a la reproducción de conocimientos establecidos. En Latinoamérica, ¿deberíamos limitarnos a producir (reproducir) intelligentsia profesional y técnica? Esta parece ser la demanda de los estudiantes. Por último, sabiendo que sobre el conocimiento pesa la acusación de colonialidad cultural, además de ocultar tras su neutralidad un dominio de género, ¿cómo hacer para que las universidades, escuelas y organismos financieros de la investigación no borren estas dimensiones y propicien un pensamiento crítico? No creo que estas preguntas tengan respuestas inmediatas, pero son condiciones que complejizan el quehacer de las universidades contemporáneas.

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